Inicios de la década del 2000. Mayra Arena, de 10 años, salió por los pasillos del precario barrio Villa Caracol, en Bahía Blanca, junto a su hermana Gisela, de 6 años. El objetivo de las niñas era encontrar en el suelo papeles de golosinas. Solo para olerlos. Era un paseo habitual para las dos: tratar de saborear apenas el aroma de un chocolate al que jamás podrían acceder.
Inicios del 2018, Mayra ya tiene 25 años. Como cada día, ayuda a su hijo Joaquín, de 11, a preparar la mochila del colegio y ponerse el guardapolvo. Luego ya está lista para abrir las puertas de su pequeña sala de depilación, montada en el propio departamento que alquila.
Entre ambos episodios existe una de las tantas historias de superación ante la adversidad completa, la más cruel. Años en que con apenas 12 años debía ser el sustento económico de una familia. Años en los que se presenciaron hechos de violencia y abandonos de hogares. Años en los que se luchó contra un intento de invisibilización permanente por parte del sistema.
Mayra Arena se convirtió en las últimas horas en la pieza visible de la olvidada extrema pobreza en la Argentina. Un extenso escrito suyo publicado en las redes sociales le permitió contar cuál fue la realidad de su vida y cómo es el presente de cientos de miles de ciudadanos perdidos en la marginalidad. El texto, titulado "El beneficio de ser pobres", sirvió como eje para su pedido de ayuda y desnudó un mundo que millones de argentinos ignoran cada día.
"En el mundo nuestro, el de los pobres, hay una naturalización de ciertos aspectos de la vida que la gente de clase media nunca va a terminar de entender. Vivimos dos mundos completamente diferentes. Tenemos parámetros parecidos en la vida, pero en la marginalidad los límites no están del todo bien delineados. Acá, un cachetazo de un hombre a una mujer ni es considerado violencia, es algo que ocurre todos los días en muchísimas casas", le explicó Mayra a Infobae en una extensa charla telefónica.
Mayra estudia Ciencias Políticas a distancia en la Universidad Tres de Febrero. Con su trabajo como depiladora y la asignación universal por su hijo, vive con apenas 7.500 pesos mensuales. "La mitad se me va en el alquiler y tratamos de llegar a fin de mes con lo que nos queda. Hacemos lo que podemos", advirtió.
"La idea del texto fue de mi hermana Gisela. El otro día estábamos hablando las dos de los problemas que estamos teniendo con nuestra economía. No nos dan los números. Y ella me sugirió que contara la historia de nuestra familia. Le hice caso y espero que haya podido ayudar desde mi lugar".
En el texto, Mayra trazó las diferencias entre ser pobre y ser marginal y contó la vida de una familia liderada por una madre casi muda, que tuvo problemas de salud en sus primeros días de vida, casi analfabeta "y que pese a que uno explica las cosas, ella no las entiende". También describió los años de cuatro hermanos, cada uno con un papá diferente (al que la mayoría nunca conoció) y de una vida personal marcada por el nacimiento de un único hijo a sus 14 años.
"La verdadera pobreza la sentís cuando entrás a la escuela. Ahí ves todo lo que vos querés y nunca vas a poder tener. Yo no tengo recuerdo de juguetes en mi casa. Los únicos que llegaron aparecían por ayudas de organizaciones en las Fiestas. Mi manera de divertirme era con el tatetí o con un ahorcado con hoja y lápiz".
Mayra posee una facilidad de expresión destacable. También resalta por una entereza a la hora de referirse a esos primeros años en los que no había comida en sus platos y había que salir a buscarla a la calle.
"Mi mamá no me obligaba a ir a la escuela, ni a mí ni a mi hermana. Nosotras íbamos si queríamos. Ella no hablaba, prácticamente. No es una persona con un retraso mental, pero no entiende la mayoría de las cosas que se le dicen. Por eso, a nosotros en esos primeros años nos salvaron algunos vecinos, que nos decían y repetían: 'La única manera de salir adelante es con el estudio', pese a que nosotros ahí no lo veíamos".
"Lo de los papeles de golosinas era algo de lo que más nos gustaba. Cada una tenía su golosina favorita y solo nos conformábamos con poder olerlos. De hecho, cuando una encontraba un papel, la otra le rogaba que se lo prestara para compartir el aroma", le dijo a Infobae.
"Otros de nuestros manjares de esa época venía de una panadería. Cada día, tiraban dos bolsas de consorcio llenas de los bordes de los sandwiches de miga. ¿Cómo puede ser que la gente no se coma esas partes? A veces agarrábamos alguna lechuga o un pedazo de fiambre. Era algo delicioso", agregó.
El otro recurso de alimentación era mendigar en la calle. "Yo, hasta los 10 años, estaba convencida de que se conseguían más cosas mendigando que trabajando. Mi mamá no trabajaba y mi abuela estaba todo el día en el trabajo, pero no tenía un peso para darnos y seguíamos sin tener qué comer".
Así, las dos hermanas desarrollaron diversas estrategias para mendigar: "Salíamos a pedir durante horas todos los días. Salíamos con nuestra mamá pero ella nunca entraba a los lugares a pedir. Hay una creencia popular de que nos mandan a los chicos y que nos obligan, pero la realidad es que a los chicos nos daban más cosas que a los adultos. La gente se sensibiliza más cuando le está mendigando un pibe. Y nosotros estábamos desesperados por poder comer. Por esto, incluso a veces pedíamos con nuestros hermanitos bebés en los brazos".
Tanto Mayra como su hermana, apoyados por algunos vecinos del barrio, decidieron mantenerse firmes en su decisión de ir al colegio. Tal como lo contó en su texto, durante el invierno ambas se turnaban para ir cada día.
"Teníamos una sola campera, y si íbamos las dos, nos enfermábamos. Entonces, tenía que ir un día cada una".
En uno de los tantos días de escuela, surgió algo inesperado: una compañera de su grado las invitó a ambas a ir a su casa a jugar. "Para nosotras, esta chica era rica. Después caí en que su padre era de clase media trabajadora, tenía un Fiat 128. Cuando fuimos a la casa, nos arroparon y nos dejaban jugar con todo. Nos querían mucho porque éramos muy respetuosas. Cuando mendigás, aprendés a ser educada y agradecida en tu manera de hablar".
"Ese día, yo tenía 11 años, probé ravioles con tuco por primera vez en mi vida. Me acuerdo de que en la mesa había Terma y Coca Cola. Había más bebidas que en cualquiera de nuestros cumpleaños".
Esa familia significó un espacio de comprensión y de acceso a objetos y comidas que ella jamás habrían podido alcanzar. Sin embargo, en el propio rancho, en la propia casa, la situación se volvía insostenible.
"Mi mamá tenía una pareja, mi padrastro, con el que ya no podíamos vivir más. No quiero hablar de lo que pasó ahí, pero a mis 12 años decidí abandonar la casa", relató Mayra.
Mayra recayó en la figura de un vecino 30 años mayor. "Empecé a ir cada vez más a su casa. Él me recibía y charlábamos todo el tiempo. Y se convirtió en mi pareja. Quizás muchos de ustedes se escandalicen, pero en la pobreza eso es mucho más común de lo que se cree".
Mayra quedó embarazada a los 13 años y su compromiso escolar sufriría una prolongada interrupción. "Fue de las peores cosas que me pasó en la vida. Tuve que dejar de ir a la escuela para evitar que una maestra o una directora se enterara quién era el padre y que mi entonces marido fuera preso".
"Nunca pude superar ese momento (único tramo de la entrevista en que llora). Para mí y mi hermana, la escuela era nuestro espacio de venganza contra los chicos ricos de ahí. Éramos las más inteligentes. Ellos podían tener todos los útiles, pero yo terminaba la tarea siempre primera. Ahí sentí por primera vez que el sistema me había derrotado", se lamentó.
Así y todo, la llegada del niño era el motivo de la mayor de sus felicidades."El embarazo adolescente es una tragedia para la clase media, pero en mi mundo era normal. Es terrible, pero es así. Es más, te lleva al centro de la atención de los vecinos. Te regalan ropita, te consiguen pañales, te miman. Era algo que pasa todos los días en mi barrio".
El trabajo pasó de ser una necesidad a una obligación y el primer empleo apareció a sus 13 años. "En esa época no existía la asignación universal por hijo. Había planes sociales pero solo eran para mayores de edad y nadie me contrataba para un trabajo porque era menor. Entonces, quedaba desamparada completamente, sin el sustento de ninguna institución formal y yo necesitaba plata para comer".
El primer trabajo llegó a sus 13 y gracias a un engaño: "Fue en una cadetería. Para la entrevista mentí. Dije que tenía 18, me recogí el pelo, me lo puse bien tirante y traté de hacerme pasar por tímida, de que mi voz se escuchara lo menos posible", aseguró.
Y continuó: "Me dijeron que fuera al otro día, que empezaba. Estaba tan nerviosa con quedarme dormida o algo así que no dormí en toda esa noche".
Durante dos años, su supervivencia económica se vio sujeta a trabajos en los que le pagaban en el día y por las tareas realizadas. "Era todo incertidumbre. Si me enfermaba, no me entraba plata en varios días y eso era falta de alimentos o de cosas esenciales de la casa".
Así como en su momento fue la familia de la primaria, la segunda bisagra de la vida de Mayra sucedió gracias a dos ancianos, Víctor y Marta. "Les dije que tenía 18 años, pero tenía 16. Me contrataron para que lo cuidara a él, que era hemipléjico. Y haberlo conocido me cambió la vida. Él despertó mi interés por la política y mi amor por la lectura".
"Los dos libros que me dio y más me marcaron fueron El Hombre Mediocre, de José Ingenieros; y El Papillion, de Henri Charrière. Desde ahí, nunca paré de leer".
El trabajo con Víctor y Marta le brindó otro "lujo": la posibilidad de un salario mensual. "Tener un sueldo por mes es algo que no se puede comparar con nada. No había que preocuparse por el día a día. Tenías una seguridad de un ingreso económico que te permitía ver la vida de otra manera. Es posible que no pueda transmitir lo que sentí en ese momento a alguien que no lo vivió".
Ya con 18 años, Mayra se separó de su marido y los trabajos aparecieron con mayor asiduidad. De tal modo, varios empleos administrativos en diversas empresas le permitieron alquilarse un modesto departamento para ella y su hijo. "Recién ahí se me empezó a acomodar todo. Pude dedicar algo de mi tiempo al estudio. Recuperé el vínculo con mi mamá, a la que no había visto durante siete años por ese padrastro que tenía, y podía ayudar a mis hermanos Iván (hoy tiene 17) y Alelí (hoy con 11)".
Así, Mayra comenzó a relatar en las redes diferentes apreciaciones suyas sobre la vida y la gente que la rodea. Su objetivo estaba claro: abrirles los ojos tanto a los marginales como a las clases medias y altas.
"En el ámbito de la pobreza hay un descrédito absoluto por la política y nosotros somos los que vivimos exclusivamente de la política: dependemos de las escuelas públicas, de los docentes, de sus salarios, de los hospitales públicos, de las asistencias económicas por parte del Estado. Y tenemos que cambiar esa mentalidad. Aunque también nos tienen que ayudar desde arriba".
"Yo ese problema lo viví desde chica. Cuando estudiás, en el barrio te tratan de traidora porque dicen que tratás de ser más que ellos. Y en la escuela es a la inversa, te denigran por pobre. Entonces se lucha siempre contra eso".
"Creo que me voy a sentir realizada con mis estudios si algún día llego a ver que los pobres ya no somos noticia por estudiar. El día que alguien como yo no esté en los diarios por ser pobre y estar estudiando una carrera universitaria. Además, tener más profesionales en todos los ámbitos es un objetivo que nos tenemos que proponer como sociedad. Pero la verdad es que no veo un Estado que esté proponiendo eso".
Y sentenció: "Que haya un desprecio tan grande por la política en las clases pobres habla del desastre que hicieron históricamente en este país con los pobres. Y habla de unos pobres que están espantados. Mi objetivo es hacer que se interese por la política toda esa gente humilde que la desprecia".
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