Hace 36 grados pero en Casa Fátima -uno de los centros de rehabilitación de adicciones del Gobierno de la Ciudad- el clima es agradable. A esta casa, en Villa Soldati, llegó Elizabeth hace 3 años. Estaba embarazada, tenía otros dos hijos a cargo y había estado varias veces a punto de suicidarse. Hacía más de una década que era adicta pero era la primera vez que se atrevía a pedir ayuda. Nunca lo había hecho porque sentía vergüenza y culpa: ¿cómo iba a "confesar" que era adicta, si tenía hijos? ¿Cómo, si se supone que una buena madre es capaz de dejar todo por sus cachorros?
"Una adicción es como un cáncer. Entra sutilmente, no te das cuenta. Cuando la ves, ya arrasó con todo", arranca Elizabeth Ganci (37). Y enseguida levanta una mano y pide silencio: a lo lejos, se oye el llanto de Ciro, el menor de sus hijos. No hay un padre que lo entretenga mientras ella habla con Infobae -era adicto, violento y ausente- y el nene sólo quiere volver con ella. El de Ciro fue el único de los tres embarazos en el que logró dejar de consumir.
Hasta que llegó a este centro y pudo desarmarlo, Elizabeth imitó un modelo familiar: "Siempre viví con mi mamá, no conocí a mi papá. Ella tenía una depresión severa y era adicta a los psicofármacos. Dormía días enteros, pasé la mayor parte de mi infancia cuidándola", recuerda. "No me maltrataba pero no podía hacerse cargo de lo básico. Yo me tenía que cocinar sola, limpiar. O tenía que verla cortarse las venas adelante mío".
Así y todo, Elizabeth hizo la primaria, la secundaria y un terciario en el que se recibió de profesora de educación física. "Recién a los 21 años conocí la calle. Nunca había fumado ni había tomado alcohol pero ya tomaba pastillas. Cada vez que estaba mal, se las robaba a mi mamá. Me han tenido que hacer un lavaje de estómago porque casi me muero".
En este mismo barrio comenzó a juntarse con un grupo de vendedores ambulantes: como manejaban sus horarios y su dinero los vio como un símbolo de libertad. "La mayoría eran adictos. Muchos hoy están muertos", sigue. Elizabeth ya era madre soltera. Había tenido a su primer hijo con un hombre que consumía cocaína desde los 12 años. "Le puso el apellido pero nunca se hizo cargo", cuenta.
Las estadísticas de quiénes hacen el trabajo que demanda tiempo pero no genera dinero (cuidar a los chicos y a los mayores, hacer las compras, limpiar, cocinar) se quedan cortas con ella. Según cifras del INDEC, el 76% del trabajo doméstico no remunerado lo hacen las mujeres. Con una madre que terminó internada en un neuropsiquiátrico y un hijo con padre ausente, Elizabeth tenía a cargo el 100% de ese trabajo.
"Yo estaba tomando cerveza en la calle y el nene ahí, jugando. Lo veo a la distancia y me parece horrible. Si bien hay una parte mía que dice 'bueno, pero estaba con vos, al menos no lo dejabas', no me justifico. Cuando estás en consumo se distorsiona la realidad. A veces no registrás ni a tus propios hijos. ¿Cómo los vas a registrar si no te registrás ni a vos misma?", piensa.
Con el alcohol de base, el resto de las sustancias que compusieron la orquesta del consumo fueron variando: cocaína, marihuana, psicofármacos. En ese contexto conoció a quien iba a ser su marido, su compañero de consumo y el padre de su segundo hijo. "Buscamos el embarazo, lo planificamos, pero éramos dos adictos. Hoy me pregunto si realmente quería tener otro hijo o era la misma realidad distorsionada", dice mientras la culpa va hilvanando el relato.
Con ese hombre -que sí era un buen padre- intentaron rehabilitarse. "Pero nos habíamos elegido desde la enfermedad. En la recuperación no teníamos nada que ver. Yo me castigaba mucho: 'Armé una familia y ahora voy a arruinar todo'. Me quería separar pero no podía ponerlo en palabras, por eso volvía a tener recaídas".
Al no poder hablar -algo habitual en las adicciones- Elizabeth se separó de una forma que todavía lamenta. "Empecé a tener una relación con otra persona y quedé embarazada. Tuvimos una separación muy dolorosa". De todos modos, lo que no salía a través de las cuerdas vocales encontraba una grieta para filtrarse: tenía ataques de pánico tan sísmicos que fácilmente terminaban empujándola a consumir alguna sustancia para calmarse.
“Cuando dejás de consumir queda un agujero que necesitás tapar con algo: comida, cigarrillo, relaciones, sexo”
"Había reemplazado el consumo. No es que una deja de consumir y ya está. Cuando dejás sin ayuda queda un agujero que necesitás tapar con algo. Lo que sea: comida, cigarrillo, relaciones, sexo, pornografia. Cualquier cosa que te de una gratificación instantánea que es, más o menos, lo que te pasaba con la droga", explica a Infobae.
Cuando su marido se enteró de que estaba embarazada de otro, se fue de casa. "Yo vendía en el colectivo pero no me dejaron subir más. En un segundo perdí el trabajo, a mi marido, todo. Terminé colgada de un primer piso. Me quería matar, no veía ninguna salida. Ya no tenía ni para comer. Me levantaba a las 3 de la mañana y subía a la terraza: me tiro, me tiro, me tiro. Así eran todas las noches. Llegué a pensar en abrir la garrafa mientras los chicos dormían y terminar con todo de una vez".
Elizabeth quintuplicó la dosis de la medicación para dormir y siguió sin buscar asistencia. "Me veía como te ve la sociedad. Era mi culpa: por ser mamá, por ser mujer, por no haber sido fiel, por adicta. Me sentía totalmente indigna de recibir ayuda. ¿Entonces qué hacés? Como no podés ocultar que tenés hijos, ocultás que te drogás", dice.
Sin embargo, esta vez la desesperación no la empujó a consumir sino a un grupo de Narcóticos Anónimos. Desbordada, compartió con otros lo que le pasaba y, a la salida, alguien le sugirió venir a Casa Fátima. "Así llegué acá. Estaba embarazada y no tenía ni para cargar la SUBE. Tenía un par de meses limpia pero no tenía dignidad".
Acá comenzó a atenderla una psicóloga, volvió a comer, le dieron leche para llevar a casa. La contactaron con una psiquiatra especializada en adicciones y el tratamiento farmacológico la ayudó a volver a dormir. Le buscaron, además, una vacante en un jardín maternal para que mandara a Ciro y tuviera horas libres para hacer el tratamiento.
"Mi mamá ya había muerto, mi abuela también. Ya no tenía redes. Pero acá empecé a sentir que podía apoyarme en alguien. Me iba a casa pensando: 'esta gente tiene estudios, una preparación. ¿Por qué apuestan en mí?, ¿por qué me dicen todo el tiempo 'vas a poder'?
Mariana Mansilla, a cargo del área de prevención de adicciones, lo pone en contexto: "Cuando una mujer necesita tratamiento está mucho más sola. Cuesta que pida ayuda y que la familia la acompañe, como si hubiera cierta vergüenza", dice ella, que trabaja en la atención de las adicciones con perspectiva de género. "Pareciera que un hombre puede ser adicto pero una mujer no. Eso tiene que ver con los estereotipos culturales, especialmente esto de la fortaleza de la mujer, que todo lo puede, mucho más si es madre"
Con la gestión y el cariño de Fernanda, Amanda y Cristian, que trabajan en esta casa y conocen los movimientos del barrio, Elizabeth consiguió trabajo y dio otro paso adelante: hace tres años que está "limpia". No habla de "cura", que no existe en el universo de las adicciones, sino de una recuperación que debe sostener todos los días con ayuda de los grupos de prevención de recaídas. "Estoy haciendo lo posible para sentirme parte de la sociedad", dice.
El fortalecimiento de su autoestima le permitió seguir avanzando. Hace poco se reunió con un abogado para iniciar las demandas por las cuotas alimentarias que nunca exigió a los "padres borrados". El tratamiento, además, le enseñó a poner límites y a cuidarse. La última vez que el padre de Ciro llegó drogado y la atacó a golpes, lo denunció y consiguió una orden de restricción perimetral.
"Le quiero decir a otras mujeres que rompan con todos esos mandatos y pidan ayuda", dice ella. "Y que aunque les digan 'hacelo por tus hijos', no es eso lo que funciona. Lo bueno es aprender a quererse y recuperarse, antes que nada, por una misma", cierra. El llanto de Ciro ya no se oye. Duerme.
LEA MÁS: En la mente de un adicto a la cocaína: "Llegué a estar 8 días sin dormir"