Lucrecia y Guillermo, su pareja, llevaban ocho años trasladando su carpeta por distintos juzgados del país. Querían ser padres, estaban dispuestos a adoptar incluso a tres hermanos, pero el llamado nunca llegó. Marcela y Adolfo, su marido, también estaban esperando para adoptar a un bebé. El 12 de enero de 2010, todos vieron por televisión que un terremoto había destrozado a Haití. Lo que no pudieron ni siquiera imaginar es que en ese país, a unos 6.500 kilómetros de sus casas, estaban por nacer quienes iban a ser sus hijos.
Lucrecia López Brusa tiene 50 años y es diseñadora de indumentaria. Guillermo Levigne, su pareja, tiene la misma edad y es ingeniero. Viven en La Plata, están juntos desde hace casi dos décadas y atravesaron, una a una, cada etapa. Primero buscaron un embarazo natural. Como no sucedió, iniciaron varios tratamientos de fertilidad, que tampoco dieron resultado.
"La verdad, no lo viví como un duelo. Yo había sido voluntaria en el Hospital Casa Cuna, así que construir la maternidad a través de la adopción me resultaba algo natural", cuenta ella a Infobae. Contesta mirando a los ojos pero algo en su mirada está puesta allá atrás, en los juegos del Parque los Andes, en Chacarita. Allá atrás juega su hija Estherline.
En aquel entonces no existía un "Registro único nacional de aspirantes a guardas adoptivas" -como sí hay ahora-, por lo que cada provincia tenía el suyo. Entonces, una vez al año, viajaban a Misiones, a Corrientes o a Chaco a dejar su carpeta en distintos juzgados. "Ocho años de espera es una vida, pero mientras tanto, la maternidad se iba tejiendo. Era un deseo que todo el tiempo seguía reafirmándose, porque un día bajabas los brazos pero al día siguiente te volvías a levantar", dice ella.
Una mañana, en el programa radial de Rolando Hanglin, Lucrecia escuchó una entrevista a una mujer que había adoptado a un niño en Haití. La mujer dio su mail al aire, Lucrecia le escribió. Por primera vez, una adopción internacional aparecía en sus vidas como una posibilidad concreta. Con la guía de esa mamá desconocida, se contactaron con una ONG que se ocupaba de que todos los pasos fueran legales para proteger los derechos de los chicos. Armaron su carpeta y la enviaron a Haití.
"Mientras tanto, seguíamos recorriendo la Argentina con nuestra carpeta de siempre", recuerda Guillermo. Y como ya sabe lo que está por contar, sonríe, emocionado. "Estábamos en Corrientes y a ella le sonó el celular. Era la presidenta de la ONG. Llamó para decirnos que buscáramos una computadora porque nos habían enviado un mail muy importante. Salimos desesperadamente a buscar un locutorio".
En el mail decía que la carpeta había sido aprobada y que habían iniciado el trámite de adopción de una niña llamada Estherline, que había nacido nueve meses después del terremoto y vivía en uno de los 700 orfanatos del país. Había, además, una foto de la nena.
Si bien algunas familias viajaban a conocer a los niños que les habían asignado antes de poder traerlos a Argentina, ellos decidieron no ir. "Era un proceso largo -explica Guillermo-. Si viajábamos a conocerla al orfanato, ¿cómo íbamos a volver? ¿Cómo se iba a quedar la nena si estábamos ahí jugando con ella y después nos íbamos?". Lucrecia agrega: "Íbamos canalizando la ansiedad de la espera comprándole sus primeras cositas, armando su habitación. Supongo que será igual en un embarazo".
Ocho meses después de haber visto aquella primera foto en un locutorio, les avisaron que la sentencia de adopción había salido. Estherline ya era su hija. Podían viajar a buscarla. Los pasajes eran carísimos -los aviones iban vacíos, nadie iba a un país devastado- pero Lucrecia y Guillermo sacaron los primeros que encontraron.
Llegaron a Haití dos años después de un terremoto que había dejado al menos 300.000 personas muertas y el impacto fue bestial. La cúpula de la casa de gobierno, que se había caído durante el sismo de 7.3 grados en la escala de Richter, seguía en el piso.
"Aunque Estherline estaba en un orfanato muy pulcro, la situación del país era muy difícil. Allá la mitad de los chicos no va a la escuela, la mitad come y la otra mitad no. Siempre pienso en la generosidad de esos padres de tomar la decisión de dar un hijo a otra familia para que tenga una posibilidad de superarse", dice ella.
El día en que la vieron por primera vez -la nena tenía 1 año y 8 meses- no se animaron a despertarla. "Vos ves una foto a los dos días de estar juntos y es impresionante, se ve en los gestos. Ves su cara y ella lo sabe. No sé cómo, porque ni siquiera hablábamos el mismo idioma, pero ella sabe que nosotros somos sus nuevos padres", dice Guillermo.
En Argentina les dijeron que eran geniales, héroes, que le habían salvado la vida. "Yo no lo siento así. No es un acto de grandeza, no sos un héroe, no estás salvando a nadie. Vos sólo estás formando tu familia", sostiene él. Hubo también, en aquel entonces, quienes desalentaban la adopción internacional por el riesgo que corrían esos niños negros de ser, en la adultez, discriminados y excluidos.
"Hoy no nos pasa, al contrario, se genera una revolución cuando está ella. La gente es un poco invasiva, le saca fotos sin permiso, es como salir con un panda. A veces te terminás peleando para protegerla", explica Lucrecia. "De todos modos, yo la educo para que no le importe lo que digan los demás, para que el día de mañana sea una mujer fuerte y segura de sí misma". Y se nota que si fuera una nena blanca, haría lo mismo.
Estherline, que este año empieza segundo grado vuelve de a ratos, les tira de las manos para ir a los juegos, se va corriendo. Al lado de ella corre Davidson, el hijo de Marcela Daglio y Adolfo Jajam, que recién salió de la colonia. Tiene 6 años y se le acaban de caer los dientes.
Marcela, Adolfo y su hijo haitiano
Se conocieron bailando tango en La Viruta. Ya tenían 40 años, así que decidieron no pasar por la búsqueda de un hijo biológico e intentar, directamente, una adopción en Argentina. "El ya tenía una hija, que hoy tiene 23 años. Era yo la que tenía más deseo de ser mamá. Digamos que él se fue entusiasmando en el camino", cuenta Marcela Daglio a Infobae en Bar Guevar, el restaurante que tiene junto a su marido en Chacarita.
Ya estaban anotados en el Ruaga (Registro Único de Aspirantes a Guarda con fines Adoptivos) cuando Haití, ya con una osteoporosis estructural, terminó de fracturarse. Marcela escuchó en la televisión que los orfanatos se habían saturado y corrió a la Embajada de Haití con su carpeta. Era tal el caos que nadie le prestó atención pero en un pasillo se encontró con una mujer que estaba en pleno trámite de adopción cuando la tierra tembló.
"Le escribí a la mujer del Hogar en Haití pero pasaba el tiempo y no contestaba. La verdad es que me iba desanimando. Pensaba '¿será que ésto no es para nosotros?, ¿habré dicho algo malo?", recuerda ella, que es profesora de gimnasia. "Cuando nos contestó nos explicó que en Haití solía cortarse la luz durante 10 días seguidos, por eso no respondía". Seis meses después, Marcela y Adolfo enviaron por correo 5 kilos de papeles.
Cuando vieron la primera foto de Davidson, era un bebé de 8 meses. Estaba en un orfanato sin agua corriente aunque un grupo de voluntarias bañaban a los chicos con baldes, armaban con ellos autitos con cajas y los cuidaban como si fueran sus hijos.
"Yo no sabía si iba a poder adaptarme. Hacerte a la idea de que vas a tener un bebé, que ese hijo va a ser negro, pensar si vas a poder educarlo y transmitirle lo que vos aprendiste en la vida, fue difícil", confiesa Adolfo Jajam, que es Licenciado en Publicidad. Estaba tan asustado que, días antes de viajar a conocerlo, terminó internado. Le dijeron que había tenido un infarto, después que no. "Yo creo que le dio pánico", se ríe su esposa.
Durante la espera, compraron las primeras ojotas para Davidson, una manta, un pulovercito. Y Marcela, que aún no conocía a su hijo, decidió anotarlo en un jardín de la Ciudad de Buenos Aires. Cuando avisó a las autoridades del hogar que ya tenía vacante llegó la noticia: Davidson Fortilus ya tenía el apellido de Adolfo. Ya podían viajar a buscar a su hijo. Llegaron a Haití un 31 de diciembre.
"Lo llamaron y vino caminando con unos zapatitos que le quedaban chicos. Le dijeron: 'Ellos son tu mamá y tu papá'. Marcela se agachó y lo abrazó. El nos dio la mano con una naturalidad increíble, parecía que siempre había estado con nosotros", dice su papá. Ella agrega: "Cuando nos quedamos solos con él pensamos: ¿Y ahora? Debe ser como cuando acabás de parir y te dan el alta". Marcela tenía 49 años y era la primera vez que cambiaba un pañal y daba una mamadera.
Davidson -que este año fue al jardín, a natación, a hockey, a básquet y a teatro- conoce su origen. "Trajimos dos cuadritos de Haití que tiene colgados en su habitación. El sabe que tiene una mamá biológica porque cuando nos fuimos del orfanato la llamaron para que viniera a despedirse de él. Nos sacamos una foto con ella. Cuando Davidson quiso conocerla, se la mostramos", dice Marcela.
Ellos, al igual que Lucrecia y Guillermo, tampoco se sienten héroes internacionales: "Para nada -cierra ella-. Esto es la suma de la generosidad de su mamá biológica, que tuvo la lucidez de darlo en adopción. Nuestra, que queríamos que él estuviera contento, y más que nada de él: fue él quien nos permitió a nosotros tener un hijo y formar esta familia".