Si algo no temió nunca la célebre filósofa y ensayista francesa Simone de Beauvoir fue llamar a las cosas por su nombre. Y en este texto lo vuelve a hacer, proclamando su voluntad de romper el silencio sobre un gran tabú de la hipócrita sociedad de consumo. "Viejo" o "vieja" son palabras prohibidas. Nada debería ser más esperado que la vejez, pero el ser humano se niega a reconocerse en el viejo que será.
La vejez es más negada que la muerte. Y esta negación es funcional a un sistema que -dice Beauvoir citando al sociólogo Herbert Marcuse- "ha sustituido la conciencia desdichada por una conciencia feliz y reprueba todo sentimiento de culpa".
Al viejo que ya no “rinde” productivamente, se lo descarta sin miramientos, decía Beauvoir, como señala hoy el papa Francisco cuando condena la ‘cultura del descarte’
Por lo tanto, el viejo que ya no puede subvenir por sí mismo a sus necesidades, que ya no "rinde" productivamente, se lo puede descartar sin miramientos, señalaba Beauvoir, usando un término muy frecuente hoy en los mensajes del papa Francisco cuando condena la "cultura del descarte".
"Los viejos, que no constituyen ninguna fuerza económica, no tienen los medios de hacer valer sus derechos. (…) Es posible, pues, negarles sin escrúpulos ese mínimo que se considera necesario para llevar una vida humana", dice la autora de La vejez.
Casi parece que les estuviese hablando a nuestros legisladores, que parecen creer que nunca llegarán a viejos
El libro de Beauvoir no es nuevo, pero afortunadamente se lo consigue en las librerías argentinas (La vejez, Debolsillo 2012, RHM) y el debate reciente en la Cámara de Diputados argentina de una mal llamada reforma previsional le devuelve toda la vigencia a este texto. Casi parece que la filósofa francesa, fallecida en 1986, les estuviese hablando a nuestros legisladores, recordándoles, como antes lo hizo a los de su tiempo, que se equivocan al pensar que "nunca llegarán a viejos".
Los ancianos, en nuestras sociedades capitalistas, prácticamente no son considerados humanos, especialmente por los políticos y los economistas. "Cuando se decide su condición económica parece considerarse que pertenecen a una especie extraña; no tienen ni las mismas necesidades ni los mismos sentimientos que los otros hombres puesto que basta acordarles una miserable limosna para sentirse en paz con ellos. Esta ilusión cómoda es acreditada por los economistas, por los legisladores cuando lamentan el peso que los no activos representan para los activos, como si éstos no fueran futuros no activos y no aseguraran su propio futuro instituyendo la protección de las gentes de edad", escribe Beauvoir.
En cambio, cree que los sindicalistas sí tienen otra conciencia, algo de lo que tal vez hubiera dudado ante el espectáculo de división e indecisión que ofrecieron los nuestros frente a la iniciativa oficial de modificar el cálculo de actualización de las jubilaciones.
"Los sindicalistas no se equivocan -decía Beauvoir-; cuando formulan reivindicaciones, siempre atribuyen una parte importante al problema de la jubilación".
Claro que, señala también la autora, en la sociedad desigual en que vivimos, la minoría que decide sobre la condición de esa gran masa de viejos no teme correr su suerte de privaciones. Son privilegiados en cuyo horizonte no asoma la amenaza de la precariedad económica.
Que durante los quince o veinte últimos años de su vida un hombre no sea más que un desecho es prueba del fracaso de nuestra civilización (Simone de Beauvoir)
Simone de Beauvoir habla resueltamente de un "fracaso" de nuestra civilización: "La sociedad impone a la inmensa mayoría de los ancianos un nivel de vida tan miserable que la expresión 'viejo y pobre' constituye casi un pleonasmo (…). Los ocios abren al jubilado posibilidades nuevas; en el momento en que el individuo se encuentra por fin liberado de coacciones, se le quitan los medios de utilizar su libertad. Está condenado a vegetar en la soledad y al aburrimiento, es un puro desecho. Que durante los quince o veinte últimos años de su vida un hombre no sea más que un desecho es prueba del fracaso de nuestra civilización".
"No sigamos trampeando -exhorta Simone de Beauvoir a sus lectores-: en el futuro que nos aguarda está en juego el sentido de nuestra vida; no sabemos quiénes somos si ignoramos lo que seremos".
[A continuación, los extractos de la Introducción de "La vejez", de donde están tomadas las citas de esta nota]
"Cuando al final de La fuerza de las cosas infringí ese tabú [N. de la E: hablar de la vejez], ¡qué indignación provoqué! Admitir que yo estaba en el umbral de la vejez era decir que la vejez acechaba a todas las mujeres, que ya se habìa apoderado de muchas. ¡Con amabilidad o con cólera mucha gente, sobre todo de edad, me repitió abundantemente que la vejez no existe! Hay gente menos joven que otra, eso es todo. Para la sociedad, la vejez parece una especie de secreto vergonzoso del cual es indecente hablar. Sobre la mujer, el niño, el adolescente, existe en todos los sectores una copiosa literatura; fuera de las obras especializadas, las alusiones a la vejez son muy raras. (…)
Justamente por eso escribo este libro: para quebrar la conspiración del silencio. La sociedad de consumo, observa Marcuse, ha sustituido la conciencia desdichada por una conciencia feliz y reprueba todo sentimiento de culpa. Hay que perturbar su tranquilidad. Con respecto a las personas de edad, es no sólo culpable sino criminal. Escudada en los mitos de la expansión y la abundancia, trata a los ancianos como parias. (…) Para conciliar esta barbarie con la moral humanista que profesa, la clase dominante toma la postura cómoda de no considerarlos como hombres; si se escuchara su voz habría que reconocer que es una voz humana. Yo obligaré a mis lectores a escucharla. (….)
Prácticamente no se los considera una categoría aparte y por lo demás ellos no lo querrán; existen libros, publicaciones, espectáculos, emisiones de televisión y de radio destinadas a los niños y a los adolescentes; a los viejos, no. En todos esos planos se los asimila a los adultos más jóvenes. Sin embargo, cuando se decide su condición económica parece considerarse que pertenecen a una especie extraña; no tienen ni las mismas necesidades ni los mismos sentimientos que los otros hombres puesto que basta acordarles una miserable limosna para sentirse en paz con ellos. Esta ilusión cómoda es acreditada por los economistas, por los legisladores cuando lamentan el peso que los no activos representan para los activos, como si éstos no fueran futuros no activos y no aseguraran su propio futuro instituyendo la protección de las gentes de edad. Los sindicalistas no se equivocan; cuando formulan reivindicaciones, siempre atribuyen una parte importante al problema de la jubilación.
Los viejos, que no constituyen ninguna fuerza económica, no tienen los medios de hacer valer sus derechos; el interés de los explotadores es quebrar la solidaridad entre los trabajadores y los improductivos, de modo que éstos no sean defendidos por nadie. Los mitos y los estereotipos que el pensamiento burgués ha puesto en circulación tratan de mostrar que en el viejo hay otros. "Con adolescentes que duran un número bastante grande de años, la vida hace viejos", observa Proust; conservan las cualidades y los defectos del hombre que siguen siendo. Eso es lo que la opinión quiere ignorar. Si los viejos manifiestan los mismos deseos, los mismos sentimientos, las mismas reivindicaciones que los jóvenes, causan escándalo; en ellos el amor, los celos parecen odiosos o ridículos, la sexualidad repugnante, la violencia irrisoria. Deben dar ejemplo de todas las virtudes. Ante todo se les exige serenidad; se afirma que la poseen, lo cual autoriza a desinteresarse de su desventura. La imagen sublimada que se propone de ellos es la del Sabio aureolado de pelo blanco, rico en experiencia y venerable, que domina desde muy arriba la condición humana; si se apartan de ella, caen por debajo; la imagen que se opone a la primera es la del viejo loco que chochea, dice desatinos y es el hazmerreír de los niños. De todas maneras, o por su virtud o por su abyección, se sitúan fuera de la humanidad. Es posible, pues, negarles sin escrúpulo ese mínimo que se considera necesario para llevar una vida humana.
Tan lejos elevamos ese ostracismo que llegamos a volverlo contra nosotros mismos; nos negamos a reconocernos en el viejo que seremos. (…) Todos los hombres son inmortales: lo piensan. Muchos de ellos llegan a viejos: casi nadie prevé de antemano ese avatar. Nada debería ser más esperado, nada es más imprevisto que la vejez. Cuando se los interroga sobre su futuro, los jóvenes, y sobre todo las muchachas, interrumpen la vida a los 60 años, cuando màs. Algunos dicen: "No llegaré hasta entonces, me moriré antes". Y otros incluso: "Me mataré antes". El adulto se comporta como si nunca hubiera de llegar a viejo.
[……………………..]
De niña me quedaba estupefacta y hasta me angustiaba cuando imaginaba que un día habría de transformarse en persona mayor. Pero el deseo de seguir siendo uno mismo generalmente queda compensado a esa tierna edad por las ventajas considerables de la condición de adulto. En tanto que la vejez aparece como una desgracia: aun entre las gentes a las que se considera bien conservadas, la decadencia física que entraña salta a los ojos. […]
Antes de que nos caiga encima, la vejez es algo que sólo concierne a los demás. Así se puede comprender que la sociedad logre disuadirnos de ver en los viejos a nuestros semejantes.
No sigamos trampeando: en el futuro que nos aguarda está en juego el sentido de nuestra vida; no sabemos quiénes somos si ignoramos lo que seremos: reconozcámonos en ese viejo, en esa vieja. Así tiene que ser si queremos asumir en su totalidad nuestra condición humana. Por lo mismo no seguiremos aceptando con indiferencia la desventura de la postrera edad, nos sentiremos incluidos: lo estamos. Denuncia de modo flagrante el sistema de explotación en que vivimos. El viejo incapaz de subvenir a sus necesidades representa siempre una carga. Pero en las colectividades donde reina cierta igualdad -en el interior de una comunidad rural, en ciertos pueblos primitivos-, el hombre maduro, sin querer saberlo, sabe sin embargo que mañana su condición será la que asigna hoy al viejo. [….]
En el mundo capitalista el interés a largo plazo ya no se practica: los privilegiados que deciden la suerte de las masas ya no temen compartirla. En cuanto a los sentimientos humanitarios, a pesar de las charlas hipócritas, no intervienen. La economìa está basada en el lucro, a él está subordinada prácticamente toda la civilización; sólo interesa el material humano en la medida en que rinde. Después se los desecha. "En un mundo en mutación, en que las máquinas tienen una carrera muy corta, los hombres no deben servir demasiado tiempo. Todo lo que excede de 55 años debe ser arrumbado", (dijo) en un congreso el doctor Leach, antropólogo de Cambridge.
La palabra "arrumbar" expresa muy bien lo que quiere decir. Nos cuentan que la jubilación es la época de la libertad y del ocio; los poetas han alabado "las delicias del puerto" [Racan]. Son mentiras desvergonzadas. La sociedad impone a la inmensa mayoría de los ancianos un nivel de vida tan miserable que la expresión "viejo y pobre" constituye casi un pleonasmo; a la inversa, la mayoría de los indigentes son viejos. Los ocios abren al jubilado posibilidades nuevas; en el momento en que el individuo se encuentra por fin liberado de coacciones, se le quitan los medios de utilizar su libertad. Está condenado a vegetar en la soledad y al aburrimiento, es un puro desecho.
Que durante los quince o veinte últimos años de su vida un hombre no sea más que un desecho es prueba del fracaso de nuestra civiilzaciòn; esta prueba nos angustiaría si consideráramos a los viejos como hombres, con una vida humana detrás de ellos, y no como cadáveres ambulantes. Los que denuncian nuestro sistema mutilante deberían poner de relieve este escándalo. Concentrando los esfuerzos en la suerte de los más desheredados se consigue conmover a una sociedad. Para demoler el sistema de castas, Gandhi se concentró en la condición de los parias; para destruir la familia feudal, China comunista emancipó a la mujer. Exigir que los hombres sigan siendo hombres durante su edad postrera implicaría una conmoción radical. Imposible obtener este resultado con algunas reformas limitadas que dejaran intacto el sistema; la explotación de los trabajadores, la atomización de la sociedad, la miseria de una cultura reservada a un mandarinado concluyen en esa vejez deshumanizada. Muestran que hay que retomarlo todo desde el comienzo. Por eso se guarda tan cuidadoso silencio sobre la cuestión; por eso es necesario quebrar ese silencio.
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