—¡Detenga la represión!, ordenó, casi en un grito, la jueza.
—No puedo, le respondió el comisario, también gritando para ser escuchado sobre otros gritos.
—¡Soy un juez federal y le estoy ordenando que detenga inmediatamente la represión!, insistió María Romilda Servini de Cubría, con los ojos enrojecidos por los gases lacrimógenos.
—Usted no tiene autoridad para darme esa orden. Estamos en estado de sitio, la cortó, con soberbia apenas contenida, el oficial de la Policía Federal a cargo del operativo montado alrededor de la Casa Rosada.
Impotente, la magistrada miró el desolador panorama de la Plaza de Mayo esa trágica mañana del 20 de diciembre de 2001. A caballo, armados con pistolas lanzagases, escopetas con balas de goma y armas de todo calibre, los policías intentaban una y otra vez desalojar a los manifestantes que, sin distinción de banderías políticas, se había congregado desde la noche anterior para decirle basta al gobierno de Fernando de la Rúa. Había ancianos, hombres, mujeres y chicos.
La explosión de la paciencia popular había comenzado el día anterior cuando, mientras en el conurbano bonaerense miles de personas –alentadas por una fábrica de rumores cuya fuente algunos funcionarios muy cercanos al Presidente creyeron encontrar cerca del gobernador de la provincia, el peronista Carlos Ruckauf– habían comenzado a saquear supermercados ante la llamativa pasividad de la policía, en la Capital Federal la tradicionalmente pacífica clase media salió a la calle armada de cacerolas para repudiar la política económica del ministro Domingo Cavallo y protestar una vez más por el "corralito" bancario que les impedía utilizar libremente sus ahorros.
El gobierno no tenía autoridad, el presidente parecía una caricatura, la desocupación superaba el 20 por ciento, la deuda externa había crecido a nivel exponencial, los bancos retenían los ahorros de la gente mientras los especuladores no habían encontrado obstáculos para llevarse su dinero al exterior. El país estaba en llamas y la sociedad argentina estalló.
En su último monólogo por cadena nacional, el presidente De la Rúa decretó el Estado de Sitio y desató la tragedia. Apenas 24 horas después, el saldo se calculaba con números de sangre: más de treinta muertos en la capital y el conurbano bonaerense. En la ciudad de Buenos Aires, víctimas de las balas de plomo de una represión de la que nadie quería hacerse cargo; en la provincia, caídos en una cruel guerra de pobres contra pobres.
Aplastado por una realidad que hacía tiempo se le había escapado de las manos, Fernando de la Rúa renunció.
El presidente ausente
Mientras algunos de los colaboradores de De la Rúa no vacilaban en acompañarlo en la fuga hacia adelante del gobierno, desde hacía algunos meses, otros funcionarios hablaban en voz baja y con preocupación sobre algunos comportamientos del presidente que trascendían la política pero cuyas consecuencias podían ser temibles. Por momentos, el hombre se mostraba ausente, como alejado de los asuntos que se estaban tratando en su despacho de la Casa Rosada o en la quinta de Olivos. Y le costaba volver a meterse en tema.
Por ejemplo cuando en la quinta presidencial se realizó un encuentro de la Juventud Radical. De la Rúa se había acercado para decir algunas palabras y al cabo de un rato se había alejado sin despedirse. En la agenda tenía programada una reunión con funcionarios de la jefatura de gabinete, pero pasaban los minutos y el presidente no aparecía. Nadie sabía adónde había ido.
—Busquen al presidente, fue la orden que se escuchó en los handys.
No demoraron en encontrarlo caminando erráticamente por los jardines, completamente olvidado de la reunión que tenía programada.
Por esa época solía sumarse por las noches a las cenas que los jóvenes del Grupo Sushi, encabezado por sus hijos, Antonito y Aíto, y Darío Lopérfido, compartían en el quincho de la quinta. A veces comían asado; en otras ocasiones los entremeses japoneses a cuyo nombre le debían su bautismo. El presidente se sentaba y los escuchaba, casi siempre silencioso, se hablara de política o de cualquier otra cosa.
Una de esas noches, los jóvenes empezaron a hablar en su presencia sobre un cierto Club del Cien. Lo hacían con medias palabras: no tenían que ser explícitos porque todos sabían que esa era la cifra que había que pagar a algunas mujeres en Cocodrilo –un club nocturno muy visitado por jueces, futbolistas y políticos– para obtener "servicios extra". Los sushi no tardaron en comenzar a mencionar con nombre y apellido a algunos de los concurrentes, pero siempre sin dejar claro –porque no hacía falta, salvo para el presidente– de qué se trataba. En un momento, Fernando de la Rúa pareció salir de su letargo y preguntó:
—¿Qué es eso del Club del Cien?
—Nada, viejo. Un lugar que no conocés, le contestó Aíto.
Cuando minutos después el presidente salió del quincho para ir a acostarse, los jóvenes sushi se divirtieron comentando durante varios minutos la ingenuidad y la ignorancia del mandatario. A carcajada limpia, incluidos sus hijos.
Fue por esos días que el ministro de Economía, Domingo Cavallo, le hizo firmar el decreto del "corralito" que capturó los dineros de las cuentas bancarias de los argentinos. Corría noviembre de 2001 y el chiste habitual en la City porteña, y no solo en la City, era que los argentinos bailaban en la cubierta del Titanic. Y De la Rúa, más allá de las similitudes con The Gardiner, estaba al frente de los destinos del país.
"Interfieran la señal"
El Titanic argentino pilotado por Fernando de la Rúa se estrelló contra el iceberg de la realidad el miércoles 19 de diciembre. A los sectores empobrecidos que protestaban desde hacía meses en los piquetes se sumó una clase media porteña indignada que salió a la calle golpeando cacerolas y cuanto objeto manipulable sirviera para hacer ruido. De la Rúa pareció despertarse con el batir de las cacerolas.
La Quinta de Olivos dejó de ser el paisaje bucólico en cuyos jardines un mes atrás se había extraviado el Presidente. La mitad del regimiento de Granaderos a Caballo, que además de desfilar es la custodia presidencial, se alistó en la residencia como si se dispusiera a defender un fuerte de un ataque enemigo. La otra mitad se atrincheró en la Casa Rosada, cuya entrada quedó defendida por una desmesurada ametralladora calibre 12.70, un arma capaz de hacerle daño a un cazabombardero. Adentro de la quinta y también de la Casa de Gobierno se distribuyeron soldados con cascos, municiones y armas automáticas.
Mientras su familia permanecía en Olivos, De la Rúa fue a la Rosada y firmó el decreto que establecía el Estado de Sitio. Una medida que no podía tomar, ya que la Constitución establece que debe ser autorizada por el Congreso, al que el presidente ni siquiera consultó.
Los canales de televisión comenzaron a transmitir casi en cadena. Las imágenes de sus cámaras iban de la gente que había salido a las calles y se dirigía protestando hacia Plaza de Mayo a los saqueos del Gran Buenos Aires. Todo anclado por zócalos con un título catástrofe: "Estado de sitio".
En la Rosada, el presidente seguía los acontecimientos por TN, el canal de noticias del Grupo Clarín. A medida que veía las imágenes se iba convenciendo de que habían montado una conspiración en su contra.
A media tarde pidió que lo comunicaran con un alto funcionario del Comité Federal de Radiodifusión (COMFER). Al minuto le acercaron el teléfono. El diálogo que sigue fue relatado a Infobae por ese funcionario, que pidió reserva de su nombre.
—Quiero que interfiera la señal de TN, ordenó De la Rúa con un desusado tono enérgico.
—No puedo hacer eso, señor Presidente, es ilegal, estaríamos cometiendo un delito, fue la respuesta del funcionario.
—Entonces arréglelo de alguna manera, insistió De la Rúa antes de cortar la comunicación.
Sin otra alternativa a la vista, el funcionario del COMFER hizo de tripas corazón y contra sus propias convicciones llamó a un alto ejecutivo del Grupo Clarín con quien mantenía una cordial relación. Como no encontró una mejor manera de decirlo, fue directamente al grano:
—El presidente quiere que TN deje de transmitir, le dijo.
Del otro lado de la línea, luego de un silencio que se prolongó demasiado para la ansiedad del funcionario, el directivo finalmente respondió:
—Bueno, mandame el pedido por escrito.
Esa nota nunca se envió.
Horas más tarde, mientras los canales informaban sobre enfrentamientos y muertes en el Gran Buenos Aires y una multitud confluía desde los distintos barrios de la capital hacia la Plaza de Mayo, Fernando de la Rúa pidió que lo llevaran a Olivos.
"No lo puedo despertar"
En Olivos, el presidente no demoró en encerrarse en su dormitorio. Casi no intercambió palabra con nadie. Mientras tanto, algunos integrantes del Grupo Sushi, entre los que se contaba Antonito De la Rúa, se reunieron en el quincho de la quinta tratando de buscar una salida. Presentían que la caída del gobierno era inminente. Sabían que había muchos muertos, pero ningún informe era capaz de precisar la cantidad.
Poco antes de las 12 de la noche, sonó el teléfono de uno de los jóvenes. Habló apenas unos segundos con su interlocutor y cuando cortó la comunicación dijo:
—El Coti viene para acá.
Enrique Coti Nosiglia era una figura clave. Factor importante en los últimos tramos de la campaña de Raúl Alfonsín en 1983 y gestor del Pacto de Olivos con Carlos Menem una década después. Ese día no había parado un minuto, hablando con dirigentes peronistas, entre ellos Eduardo Duhalde y Carlos Ruckauf, y con otras figuras de peso de la oposición. También con funcionarios de gobierno que, en muchos casos, se mostraron a sus ojos como inconscientes de la gravedad de los acontecimientos. Los Sushi lo esperaron llenos de expectativa, como si lo creyeran capaz de un milagro. Llegó cerca de la una de la mañana, acompañado por unos pocos allegados. Entró al quincho y disparó una sola frase:
—Se terminó, dijo. Nos vamos.
Nadie atinó a decir palabra. Con calma, Nosiglia se hizo cargo de la situación y, dirigiéndose a Antonito, le dijo:
—Andá a despertar a tu viejo.
El pedido sonó como una orden, y el hijo mayor de Fernando de la Rúa salió a buscar al presidente. Nosiglia se sentó en silencio. Los demás lo miraban, esperando que les diera aunque sea una pista, pero no pronunció una sola palabra más. Incómodo, uno de los jóvenes sushi pidió que trajeran champagne. El Coti le clavó una mirada cargada de desprecio pero no dijo nada. Transcurrieron diez minutos hasta que Antonito regresó.
—No lo pude despertar al viejo, dijo, tomó demasiadas pastillas.
—Bueno, le contás mañana. Escuchá con atención…, dijo entonces Nosiglia.
Poco antes del amanecer, cuando ya no quedaban manifestantes alrededor de la quinta, los jóvenes Sushi salieron presurosos en sus autos oficiales, con las ventanillas altas y custodios de civil. Solo Antonio de la Rúa se quedó en la quinta para darle la noticia a su padre: el Coti había acordado con el peronismo la renuncia del presidente.
El último día que no fue
Cerca de las diez de la mañana, cuando el edecán militar llegó a Olivos, Fernando de la Rúa lo recibió afeitado, trajeado y bien peinado. Había recibido el mensaje fuerte y claro de Nosiglia, pero todavía no había decidido qué hacer. Como si no pudiera frenar su fuga hacia adelante, repasó la agenda del día. Ese jueves, el presidente debía viajar a Montevideo, a una reunión del Mercosur. La relojería de la burocracia seguía marcando el tic tac como si nada hubiera pasado.
Un par de horas antes el vicecanciller Horacio Chighizola había llamado insistentemente a Olivos para confirmar que el presidente viajaría al otro lado del Río de la Plata. A la tercera o cuarta vez, De la Rúa aceptó atenderlo. El vicecanciller le preguntó si iba a viajar y quedó desconcertado por una respuesta errática:
—No sé, no sé, no sé, le dijo De la Rúa.
Mucho más rápido de reflejos, el canciller Adalberto Rodríguez Giavarini, que debía viajar desde Washington a Montevideo para encontrarse con De la Rúa, había cambiado su pasaje y estaba volando a Ezeiza. Tenía claro que el presidente no podía irse a ningún lado.
Al rato, De la Rúa subió al helicóptero. En unos minutos, como en los últimos dos años, bajó en el helipuerto de Presidencia, a pocos metros de la Casa Rosada, y cruzó en auto la avenida Leandro Alem para entrar a su despacho. Es probable que De la Rúa no pensara en el destino trágico del viejo caudillo radical que da nombre a la avenida. Aquel que algo más de un siglo antes terminó sus días de un disparo en la sien y dejó una carta de contenido épico que empezaba así: "He terminado mi carrera, he concluido mi misión. Para vivir estéril, inútil y deprimido, es preferible morir. ¡Sí, que se rompa pero que no se doble!".
La temperatura del día iba levantando y el de las calles también. Los muertos empezaban a contarse en los alrededores de la Plaza de Mayo como consecuencia de la represión salvaje amparada por un Estado de sitio inconstitucional. Al interior de la Casa Rosada, los hombres del presidente lucían quebrados. El jefe de Gabinete, Chrystian Colombo, El Vikingo, con la oficina pegada al despacho presidencial, estaba demudado. El único que mostraba temperamento era Adalberto Rodríguez Giavarini, recién llegado de Ezeiza.
Así, entre la represión y la depresión presidencial, se hicieron las seis de la tarde y por primera vez en el día De la Rúa tomó la iniciativa. Pidió papel membretado y una birome. Firmó, finalmente, su renuncia. No buscó muchas cosas de su despacho. Sí tomó un ejemplar de la Constitución.
—Me voy, dijo.
Se pusieron en marcha los protocolos. El jefe de la Casa Militar advirtió que no estaba en condiciones de garantizar la seguridad del presidente siquiera para cruzar la avenida Alem para llegar al helicóptero. En cambio, el secretario privado de siempre, Leonardo Aiello, dijo airado que el Presidente se retiraría como todos los días, sin cambiar la rutina. Así se gestó la historia del helicóptero. En vez de cruzar la calle, el renunciado Presidente subió por un pequeño ascensor hasta la terraza de la Casa Rosada, donde lo esperaba el aparato. El piloto advirtió que debían bajar la cabeza para entrar porque las aspas estaban en movimiento. El ruido del motor sumó lo suyo a ese hombre aturdido que atinó a preguntar a su edecán: "¿Qué dijo?", y como única respuesta este se limitó a acompañar hacia abajo la cabeza que mansamente agachaba De la Rúa.
Para millones de argentinos, ese sangriento 20 de diciembre fue uno de los días más largos y trágicos de la historia reciente del país. También, el último día de mandato de Fernando de la Rúa. Sin embargo, no fue así. La Asamblea Legislativa no consideró su renuncia hasta el día siguiente. Por eso, el viernes 21 de diciembre, el todavía presidente regresó a la Casa Rosada, donde se reunió con Felipe González y firmó un último decreto derogando el Estado de Sitio. Demasiado tarde, más de treinta muertos después.
En los días que siguieron, acompañados por los gritos de "que se vayan todos", se sucedieron tres presidentes hasta la llegada de Eduardo Duhalde. El que más duró en el cargo fue Adolfo Rodríguez Saá: apenas ocho días. Cuando renunció, obligado por las presiones de los gobernadores y de su propio partido, puso una sola condición:
—La renuncia me la trata hoy mismo la Asamblea Legislativa. A mí no me van a dejar colgado un día como hicieron con De la Rúa, dijo.
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