"Me baño, como algo y voy para allá". Eso fue lo último que le dijo el empresario español Roberto Fernández Montes a María del Carmen Liñeira, su pareja. Nunca llegó. Ese sábado 21 de enero al mediodía comenzó una búsqueda desesperada. Giselle, su hija menor, Natalia, la mayor, y Santiago, su yerno, fueron al departamento a buscarlo. Esperaban encontrarse con el escenario de un robo, pero no: solo faltaba un acolchado del dormitorio.
Llamaron a hospitales, hicieron una denuncia policial y se pusieron en campaña para poder ver los videos de las cámaras de seguridad del lugar. En principio, las hijas de Fernández Montes vieron en los videos que su padre había ingresado tranquilo al edificio del barrio porteño de Caballito. Las grabaciones lo mostraban esperando el ascensor para subir a su departamento, alrededor de las 12:09 del mediodía.
Sin embargo, las filmaciones también revelaron que 45 minutos después, ingresó un hombre con guantes de látex. Tenía las llaves que le había arrojado desde el balcón otro hombre que, al parecer, había sorprendido a Roberto en su departamento. A las 13:28 ambos sospechosos salieron del ascensor, constataron que no hubiera nadie en el garaje y se dispusieron a cargar el cuerpo del empresario -muerto o desvanecido y completamente envuelto en un acolchado- en el baúl del Suzuki Fun negro de Giselle.
Al día siguiente de la desaparición, mientras Natalia iba camino a su departamento (donde la esperaban su marido y sus dos hijos), su hermana reconoció a ese mismo hombre en las grabaciones. Vio claro a Santiago Corona (34), su cuñado, cargando el cuerpo de su padre muerto. Desesperada, Giselle llamó a Natalia y le dijo: "Estás comiendo con el asesino".
Natalia disimuló los nervios, le dijo a su marido que tenían que hacer un trámite en la comisaría y logró que quedara detenido. Ese mismo domingo apareció un cuerpo calcinado, irreconocible, a la vera de un camino rural del barrio Santa Anita, a dos mil metros de la ruta nacional 3, en el partido bonaerense de Cañuelas. El cuerpo fue reconocido por sus hijas por un crucifijo metálico que Roberto Fernández usaba siempre.
Natalia y Santiago habían convivido con la víctima durante dos años en el departamento del empresario, en Caballito: el mismo lugar que se convirtió, luego, en la escena del crimen. Por eso es que Corona conocía el edificio a la perfección. Estaba seguro de que las cámaras de vigilancia no funcionaban y que el encargado estaba de vacaciones. Pero no contó con que las cámaras habían sido reparadas un mes antes y que el portero finalmente no había viajado y lo había visto merodeando la zona al menos en tres oportunidades.
"Yo había visto una previa de las cámaras", admitió Natalia cuando habló públicamente por primera vez después del hecho. "Cuando las vemos, veo a mi marido, pero no sé cómo funciona la cabeza, que no lo reconocí". En las imágenes de las cámaras, que colmaron los noticieros por esos días, se veía a Corona, junto con Pedro Ramón Fernández Torres, un carnicero que sigue prófugo y aparece con "alerta roja" entre los más buscados por Interpol.
Otro de los imputados es César Ricardo Arce López, un mecánico que había trabajado con el empresario español y está acusado de facilitar la conexión con Fernández Torres para planear el homicidio, ocurrido hace diez meses.
Según el testimonio de Natalia ante el juez Hernán López, Corona llegó a su casa ese sábado de la casa de su suegro (a quince cuadras de la suya). Rápidamente puso su ropa a lavar, embolsó sus zapatos y los tiró a la basura.
¿Por qué lo hizo? Corona y la hija de Fernández estaban en pareja desde 2003 y se casaron en 2007. Ambos trabajaron en la empresa de la víctima hasta que acordaron que Natalia se iba a ocupar únicamente de la casa y de sus dos hijos.
Las cuentas de la empresa "Mini Vial", que Roberto Fernández había creado a principios del 2000, quedaron a cargo de Corona, que era contador y una persona en quien Fernández confiaba. Sin embargo, la relación entre ambos empezó a tensarse cuando las ganancias cayeron, los números rojos evidenciaron un mal manejo y el empresario descubrió que Corona había robado casi un millón de pesos del negocio. Lo había dejado al borde de la quiebra.
Si bien Fernández Montes estaba seguro de la estafa no se animaba a denunciarlo porque Santiago Corona era el marido de su hija y el padre de sus dos únicos nietos, de 1 y 2 años por entonces. Aún así dejaron de verse y Roberto no podía ni acercarse a sus nietos. "Es un estúpido, no puede matar a nadie", le decía a sus hijas cada vez que Corona lo amenazaba. "Decile a tu papá que deje de ensuciarme porque el que va a terminar preso es él, voy a llevar todo a la Justicia. Que no se meta conmigo", le había dicho Corona en un mensaje de voz que le envió a Giselle, su cuñada.
Actualmente, Natalia está bajo tratamiento psiquiátrico e intentó suicidarse después del crimen de su padre. Desde que entregó a su marido, no volvió a verlo y pidió que no esté en la sala de audiencias durante el juicio que comenzó ayer. En él, Matías Morla, el abogado de la familia de la víctima, intentará probar que Corona planeó el homicidio y que no actuó solo, sino que Fernández Torres también está implicado.
Quieren demostrar que el 21 de enero entre las 12:10 y las 13:31 ambos mataron a Roberto Fernández Montes, lo introdujeron en el auto que robaron y fueron hasta Cañuelas, donde lo arrojaron y quemaron. Y que luego hicieron lo mismo con el auto en Esteban Echeverría.
Diez meses después de un asesinato que parece de ficción, el juicio comienza su curso con Corona como principal acusado, una posible cadena perpetua, un prófugo buscado por Interpol y la desesperación de una familia que quedó destrozada en manos de uno de sus miembros: padre, marido, cuñado, yerno y asesino.
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