A las cinco de la tarde del martes 7 de octubre de 2017 –fecha completa, fecha histórica–, una grúa capaz de levantar 300 toneladas elevó hacia el cielo, y frente a las aguas del Plata, los seis metros de la estatua de Cristoforo Colombo (Cristóbal Colón), de 40 toneladas, y los repuso sobre su pedestal de veinte metros.
No fue una operación fácil. Soplaba un fuerte viento llegado desde el río, y la mole oscilaba… aunque menos de lo que sin duda se agitaron sus carabelas –Santa María, Pinta y Niña– en "La mar océana", como se llamaba a esa inmensidad, los dos meses y nueve días de incertidumbre –3 de agosto al 12 de octubre de 1492– que pasaron hasta que el marinero sevillano Rodrigo de Triana (Rodrigo Pérez de Acevedo: su nombre real) gritó ¡Tierra!
Terminó así una larga historia –casi cuatro años y medio– de errores, prepotencia, agravios y tristeza.
El primer y grosero error lo cometió el dictador venezolano Hugo Chávez en marzo de 2011 durante su visita a la presidenta Cristina Kirchner. Mirando hacia el río por una ventana de la Casa Rosada, y al descubrir la estatua de Colón, le dijo:
–¿Qué hace ahí ese genocida? ¡Ahí tiene que estar un indio!
Claramente, su odio era más fuerte que sus conocimientos históricos: Colón jamás, en ninguno de sus viajes a la América que descubrió para España y el Mundo, mató a un nativo, y mucho menos fue responsable de las masacres que perpetraron Hernán Cortés y los demás conquistadores enviados por la Corona ibérica.
Sin embargo, sin averiguar la verdad e inmediatamente, tomando ese exabrupto como una verdad histórica y una orden, la presidenta ordenó el desalojo del Gran Almirante y su reemplazo por una estatua de Juana Azurduy de Padilla, patriota y heroína del Alto Perú que se batió con bravura en las guerras de la Independencia.
Sin duda merecía un lugar. Pero no necesariamente ese. Porque la sustitución inmediata y "manu militari" sólo logró agraviar y entristecer a la inmensa comunidad italiana del país, que donó la estatua por impulso del próspero inmigrante Antonio Devoto, que depositó la primera y muy fuerte suma y abrió la puerta a una colecta millonaria: la que permitió que el famoso escultor florentino Arnaldo Zocchi construyera, con puro mármol de Carrara, ese monumento que no sólo honra a Colón; los grupos alegóricos al pie representan, siguiendo la obra "Medea", de Sófocles, la Ciencia, el Genio, el Océano, la Civilización, la Fe y el Porvenir.
Desguazarlo pieza a pieza, protegerlo durante años, llevarlo hasta el espigón Puerto Argentino de la Costanera, seguir cuidándolo allí, reconstruirlo y montarlo definitivamente… costó una fortuna. Por supuesto, a cargo del bolsillo de los contribuyentes.
En cuanto a la estatua de Juana Azurduy, la nueva inquilina del Parque Colón, también fue víctima del desatino que la instaló allí… Debió ser desalojada por imperio de las obras del futuro Paseo del Bajo, llevada frente al ex Palacio de Correos –hoy CCK–, y la falta de patinado sobre el bronce deterioró la superficie, que deberá ser reparada antes de que el mal sea mayor.
Desde ayer, Colón mira hacia el vasto Río de la Plata, al que Juan Díaz de Solís llamó "Mar Dulce" en 1515 –simulacro del océano–, y lo mantiene despierto la constante danza de aviones en el Aeroparque Jorge Newbery.
Tal vez sea más feliz allí… y olvide el disparate que lo arrancó del parque en que reinaba desde el 15 de junio de 1921 como homenaje de los inmigrantes italianos al Centenario de la Revolución de Mayo: fecha en que fue enclavada la piedra fundamental.
Moraleja: Dejad que las estatuas descansen en paz…
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