Si bien tanto la representación del extinto dictador cubano Fidel Castro como la del supérstite hermano Raúl son hoy cuestionadas incluso por personalidades provenientes de la más recalcitrante izquierda internacional, en sentido contrario y sin advertir la contradicción, Ernesto Guevara de la Serna, partícipe necesario, cómplice y arquitecto adjunto del totalitarismo aún vigente en la desdichada isla, lejos de padecer críticas equivalentes a los tiranos mencionados, con los años se ha tornado en una suerte de santo laico, venerado con idéntico fervor tanto por marxistas de estricta observancia como por la prensa bienpensante, figurones de la farándula, panelistas de televisión, campeones del deporte y hasta sedicentes defensores del capitalismo que, aunque "no necesariamente compartan sus ideas", admiran al hombre que se jugó "por un mundo mejor". La corrección política en boga, siempre presta a congraciarse con cualquier manifestación de la agenda progresista, advirtió que el Che facilita mucho las cosas: es más cómodo rendirle culto a un fallecido revolucionario joven y buenmozo antes que a un tirano octogenariamente reblandecido que expiró con los pañales sucios en el hospital, aunque Fidel y Ernesto hayan sido socios o cómplices en crueldades y felonías.
El Che Guevara es un mito, pero no es un mito más. Su figura ha llegado a tan alto grado de adhesión o aceptación que logró traspasar todas las clases sociales y culturales sin mayores distinciones ni ambientaciones. Su efigie puede ser colgada tanto para adornar una pocilga periférica como la pared de un pub, una discoteca o un restaurante ubicado en el barrio más elegante de cualquier capital occidental. Su imagen es capaz de levantar deferencia tanto en la facultad de filosofía como en las banderas futboleras de las hinchadas domingueras. En suma, su estampa puede servir para identificar tanto a una célula terrorista como para promocionar una marca de latitas de gaseosas.
¿Cómo ha logrado Guevara constituirse en un mito de tamaña elasticidad e intensidad? Va de suyo que no existe una, sino múltiples causas que, azarosamente o no, confluyeron apuntando en una misma dirección. El Che no escapó a ninguno de los componentes que poseen los mitos pop del siglo pasado: murió joven, en medio de la fama, fue rebelde, aventurero y además era fisonómicamente atractivo. Su rostro eternamente juvenil no tuvo la desgracia de envejecer ni él tampoco pudo ver sus ideas pudrirse tras su aplicación sostenida en el tiempo.
Ocurrió que, al morir el Che, de inmediato Fidel Castro se encargó de usarlo y canonizarlo, elevando al difunto al pedestal de los comunistas imperecederos, con el valor agregado de que Guevara era fotogénico y acorde con la estética desaliñada del rock and roll que tanto enfervoriza a las generaciones de las últimas décadas. Vale decir, Castro supo utilizar su figura para perpetuar la continuidad visual o comunicacional de un precámbrico régimen que ya no hace soñar a nadie. Ironías de la biografía del Che: quien en vida fuera un pésimo embajador, al morir se convirtió en el inmejorable representante planetario de la Revolución cubana.
Si de elementos míticos adicionales se trata, probablemente el que dio mayor vigor a la sacralización de Guevara fue el hecho de que haya muerto en el fragor de su aventura guerrillera. De esta manera, se impuso a fuego la máxima a la que permanentemente recurren sus justificadores: "El Che murió por un ideal". Argumento efectista pero pobre, puesto que lo trascendente en Guevara no es que haya muerto por sus ideas, sino que haya fusilado inmisericordemente por imponerlas, siendo además que los muchos hombres que él ejecutó no han gozado de la misma gloria póstuma de la que sí usufructuó el endiosado homicida al que medio siglo se le rinde pleitesía. Pero el Che no debería ser juzgado por cómo murió sino por cómo vivió. O en todo caso, por la cantidad de gente que él mató cuando vivió. Pero ocurre que a la izquierda y sus personeros se los juzga por sus objetivos, supuestamente nobles, y no por sus resultados, comprobadamente desastrosos, que en definitiva son lo único importante: todo lo demás es relato.
Aunque tras los primeros años de su muerte Guevara obró de guía y mito conducente de las guerrillas de los años setenta en América Latina (ERP y Montoneros en Argentina, Tupamaros en Uruguay, el MIR en Chile, Sendero Luminoso en Perú o las FARC colombianas), en el nuevo siglo, en cambio, el Che ha dejado de ser un referente del terror revolucionario para convertirse en un fetiche estético del esnobismo progresista.
La percepción visual es mucho más poderosa que la oral y el mito guevariano alcanzó tamaña envergadura en parte gracias a la repetición de su favorecido rostro, notablemente explotado a partir de la foto tomada en La Habana por el fotógrafo Alberto Korda. La contingencia quiso que esa expresiva foto gustara y ella viene siendo reproducida hasta el paroxismo a través de una avalancha de posters, calcomanías, almanaques, camisetas, billetes, estampillas, grafitis, postales, banderines y ahora, en fluorescentes flyers de Instagram o Facebook que intentan ofrecer rebeldía virtual en la web 2.0. Pero ninguno de los jóvenes que fija la foto de Guevara como perfil en Twitter sueña con tener una libreta de racionamiento, ni con una sociedad en donde el pasaporte sea una prerrogativa otorgada a discreción por el comisario político de la Nomenklatura. "¡El Che vive!" postean sus afectos en el #hashtag de la red. Pero el Che vive porque está muerto y lo que lo hace destacar en nuestra época es que no pertenece a ella.
Pero si hay algún denominador común real en la trajinada vida de Guevara, este no ha sido otro que la frustración. Fracasó en su primer matrimonio. Su segundo matrimonio se caracterizó por su intrascendencia y él mismo confesó que sus hijos ni lo conocían. Tanto como presidente del Banco Nacional de Cuba como capitaneando el Ministerio de Industrias, llevó adelante gestiones vergonzosas. También fue un fiasco su proyecto militarista para derrocar al presidente Arturo Illia en Argentina. Pujó para recostar a Cuba sobre la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), para finalmente acabar peleándose con los soviéticos. Tardíamente, pretendió seducir a los chinos en su aventura africana y estos le negaron apoyo militar. Su aventura revolucionaria en el Congo en 1965 fue prevista para durar cinco años y acabó como un papelón de siete meses, en cuyo lapso la actividad central del Che fue jugar al ajedrez. De ese último fracaso Fidel lo exportó al sur de Bolivia y fue en dicho país donde terminó perdido en la selva lanzando tiros al aire, lugar donde finalmente fue aprehendido. O sea que, sin existir en el haber de Guevara triunfo alguno, mueve a risa que la frase con la que más se identifique al marketinero comandante sea "hasta la victoria siempre".
El Guevara real e histórico nada tiene que ver con su amable versión actual. El polifacético guerrillero mutó de extremista marginal a estampilla cool. Del sufrido foquismo selvático a la remerita cafetera en el shopping. Del fusil estalinista al pacifismo ecológico. Del ideólogo sectario al gurú multicultural. Del macho viril que arreglaba todo a los tiros a decorar la marcha por el orgullo travesti. Del odio intransigente al enemigo al humanismo ecuménico. En suma, su cara pasó de identificar la clandestinidad revolucionaria a ornamentar la pared de un spa de reiki. El marketing hace este tipo de transformaciones y la frivolidad social se ocupa del resto. No deja de ser curioso que muchos de quienes lo exhiben tatuado en el brazo por lo único que estuvieron a punto de arriesgar la vida fue por una dosis de cocaína: indisculpable vicio burgués que el Che hubiera corregido con su despiadado rifle sanitario.
En suma, les guste a no a sus feligreses, el Che Guevara ha quedado reducido a la categoría de logotipo comercial o adorno de vestuario: remeras, gorros, botas, cinturones, camperas, prendedores y todo tipo de ropaje hoy se encuentran a disposición de aquel joven ávido de revolucionar su guardarropas. Ocurre que la gente no quiere cambiar el mundo sino el coche, aunque el rodado pueda verse decorado por un oportuno estampado guevarista en alguna de sus ventanillas (como quien coloca la lengua de los Rolling Stones), sediciosa manifestación automotriz asimilable a la de subir al tope el volumen del autoparlante con un enojoso y prepotente hardcore-punk.
Atrás quedó la máquina de matar para dar paso a la de facturar. A 50 años de su muerte, la pintoresca figurita disconforme de Ernesto Guevara de la Serna mueve muchísimos millones en cualesquiera de los infinitos rubros del mercado capitalista global: "Valgo más vivo que muerto" gritó el Che cuando fue detenido en Bolivia. Pero el frustrado guerrillero se equivocó por millonésima vez. Esa desesperada frase suya esbozada in articulo mortis, fue la última de las innúmeras derrotas obrantes en su frenético e infecundo repertorio.
El último libro del autor se titula "La máquina de matar, biografía definitiva del Che" (Unión Editorial).