Empezó en una mesa de este mismo bar, en Figueroa Alcorta y Salguero. Pablo se sentó, pidió un cortado, abrió su computadora y escribió una pregunta que había leído en la revista Cerdos & Peces: "¿Será que la cocaína es el champagne más exquisito del universo, el néctar del alma, cuyos efectos son tan maravillosos que justifican el riesgo de perderlo todo?". Pablo contestó: "Sí, por fortuna y por desgracia". Así arranca el libro que escribió sobre su vida y al que llamó "Consumidor final". La historia de un niño solitario y dueño de una herencia frondosa producto del suicidio de su madre y del asesinato de su padre. Un niño que, cuando creció, se convirtió en un enamorado y en un esclavo de la cocaína.
Pablo Vela tiene 42 años y conoce perfectamente este barrio de Palermo -donde está el MALBA- porque vivió sobre Figueroa Alcorta gran parte de su vida. Por acá también hacía un circuito que tenía cronometrado: sabía cuánto tardaba en bajar de su departamento, cuánto en llegar al auto donde lo esperaba el dealer que le vendía la cocaína y cuánto tardaba él en volver para recibir al delivery de alcohol.
"Durante mi infancia la respuesta era siempre la misma: 'tu papá y tu mamá tuvieron un accidente en España'. Yo preguntaba, 'bueno, ¿por qué no vamos a llevarles flores a la tumba?', y mi abuelo me decía: 'porque no tenés pasaporte'. Cuando tenía 13 años me dijo la verdad: a tu mamá y a tu papá los secuestraron los militares y nunca supimos más nada de ellos".
Pablo estaba por cumplir 2 años cuando le tocaron el timbre a su abuelo y le dijeron: "Baje que tenemos un regalito para usted". Se crió con él, con su esposa y con las cinco hijas de ella. Pero enseguida volvió a aparecer la muerte: la mujer murió cuando él acababa de terminar la primaria. Pablo y su abuelo se quedaron solos. La imagen de sí mismo que tiene de aquella época es la de un chico solitario, introvertido e inseguro, que quería mucho a su abuelo pero que ni siquiera cenaba con él.
Faltaban todavía muchos años para que pudiera reconstruir algo de su Big Bang personal: supo que a su madre se la llevaron primero y que había alcanzado a tomarse la pastilla de cianuro. Y que a su padre lo agarraron con él en brazos, que le dispararon para detenerlo, pero no lo mataron en ese momento. Encontró otro dato de los primeros años de su vida en el libro "La voluntad", de Eduardo Anguita y Martín Caparrós: "César (el papá de Pablo) seguía desconsolado por la caída de su compañera y le mostraba a su hijo la foto de su madre. Pablito tenía casi dos años y decía mamá, mamá. La señalaba y preguntaba dónde estaba. Nadie sabía que decirle".
"Cuando pienso en mi infancia recuerdo que siempre me sentí atrapado por el miedo. Lloraba de miedo, todas las noches. ¿Viste los ataques de pánico, que si nunca los tuviste son muy difíciles de entender? Bueno, yo le tenía miedo a los ladrones, a que entraran y nos hicieran algo, incluso antes de saber qué le había pasado a mis viejos. De noche escuchaba que nos abrían las puertas, cuando los vidrios temblaban por el tráfico de la avenida sentía que nos estaban atacando. Me pegaba a la cama de mi abuelo pero igual la pasaba muy mal".
Tenía 14 años cuando "pasó lo que nunca pensé que podía pasar". Su abuelo, lo único que le quedaba, también murió. Ahí se enteró que de parte de la familia de su papá-"él pertenecía a una familia patricia, terrateniente, con mucho lujo y poco amor"- había heredado un campo en Balcarce. Con esos casilleros vacíos y con esa información, arrancó su adolescencia.
"La primera vez que tomé cocaína estaba en un casamiento. Le pedí a un amigo que me convidara porro y él me dijo que tenía en el bolsillo de un jean que estaba en el auto. En el bolsillo había porro pero también un papel de cocaína. Agarré uno con cada mano y dije: "bueno, habrá llegado la hora'. Yo sabía que eso me iba a pasar. O mejor dicho, yo sabía que iba a hacer que eso pasara", cuenta. La adicción acababa de fecundarse. Lo que sintió lo escribió en su libro: "Con el primer saque las preocupaciones, culpas y otras angustias quedaron confortablemente adormecidas (…) Me fui a vivir solo y empecé a drogarme. Después empecé a drogarme más. Después solamente me drogaba".
Pablo empezó por hacerle encargos a quienes iban a comprar. Después, pidió el teléfono del transa. "Tenía mis rutinas. Al principio salía los viernes de terapia, me encontraba con el transa en una juguetería de Pueyrredón y Las heras, me iba de la facultad a casa y ahí arrancaba a consumir. Después, ya me iba al baño de la facultad y me daba un saque. Después dije: 'para qué voy a seguir yendo a la facultad? ¿para tomar en el baño?". Pablo empezó varias carreras, dejó todas.
Fueron ocho años en los que el agua fue entrando al bote de a poco. Durante ese período, Pablo consumía y la pasaba bien: tomo para salir, salgo para tomar. "Yo tenía una sola regla: en algún momento, fuera la hora que fuera, me tenía que ir a dormir", cuenta. Fue en 2004 que lo supuestamente controlado se descontroló. "Ya no podía administrar el campo, no tenía ganas de ir al contador, dejé la facultad, dejé de contestar el teléfono. Así que, como dicen los Redondos, salí de la pista a respirar".
Así, sin que nadie se enterara, empezó el primer tratamiento. Hasta que entendió que uno de los requisitos ineludibles era ir con sus amigos y con algún familiar de ese árbol genealógico raquítico. "Yo no recuerdo si me molestaba que el consumo hubiera salido a la luz o al contrario, me hacía sentir bien, tipo 'miren qué falopero que soy', 'miren qué reventado'. A los 9 meses del tratamiento y viendo que sus amigos seguían saliendo mientras él se quedaba "en casa sufriendo", volvió a salir, volvió a tomar alcohol. En la tercera salida pidió que le convidaran un saque.
"Fue como si agarraras una gomera y estiraras la banda elástica para atrás, bien tirante, y la soltaras. Si antes tomaba dos veces por semana, empecé a tomar cuatro. Me la pasaba dando vueltas en la cama, tratando de dormir. Esa era la peor parte: el momento en que me quedaba sin merca. Mientras uno toma cocaína y hay más seguís tomando porque ese saque tapa los fantasmas que aparecen cuando empezás a bajar". Fue acá que Pablo rompió la única regla que le quedaba: dejó de obligarse a dormir.
"Arrancaba a tomar el martes al mediodía y me iba a dormir el lunes a la mañana. Una vez le pregunté a un flaco: ¿qué día es hoy? y me dice 'miércoles'. Había estado ocho días sin dormir", dice, sin demasiado orgullo. En su libro, lo describió así: "Nafta súper, combustible de calidad que te independiza de las estaciones de servicio, que son la comida y el sueño".
Como el dinero no era un problema, Pablo se fue a vivir a Bariloche: "No sé si me fui para cortar o para que no me rompieran más las pelotas y no vieran mi deterioro". El dinero que había heredado le permitió dar el paso siguiente: compró una casa lejos, en el Cerro Catedral.
"Empecé a vivir para consumir. Me llamaban y me decían: 'apareció ella, a las 9 la traen'. Yo dormía y me levantaba sólo para recibirla. Si era Navidad y no tenía merca me quedaba durmiendo. En ese entonces me llamaban de Buenos Aires y me decían 'loco vas a perder el campo' y yo contestaba con la honestidad más absoluta: me chupa un huevo", cuenta.
El embudo estaba cerca: Pablo se llevó a un dealer a vivir con él, un amigo tuvo una sobredosis en su casa y Pablo estuvo a punto de que lo mataran a balazos: "Me metí a comprar a un lugar pesado y sin querer pisé con el auto a un perro. Era el perro del capo del lugar". Uno de los balazos pegó en el borde de su auto. "Yo pensaba: 'estoy con gente que vende, que mata y que roba, pero yo no vendo, yo no mato', creía que eso me eximía de responsabilidad".
Pablo volvía a Buenos Aires una vez por año: "Desde allá llamaba al transa, me iba a buscar a Aeroparque y me la ponía durante una semana seguida. Recién después avisaba que estaba acá. En uno de esos viajes, en 2010, mis amigos vieron que ya no me importaba más nada. Por ahí estábamos cenando en un restaurante y yo me agachaba, tomaba merca, me quedaba la nariz blanca y seguía charlando como si nada".
Fue esa imagen la que hizo que sus amigos llamaran a sus familiares y se plantearan: ¿quiénes quieren participar del tratamiento de Pablo? Lo convencieron de ir a ver a un psiquiatra porque Pablo, otra vez, estaba pensando en "parar un poco": consumía tanto que ya no disfrutaba y tenía que ponerse hielo en la nariz para tolerar el dolor.
El psiquiatra no dio opciones: dijo que por el nivel de consumo que tenía, había que internarlo en una comunidad terapéutica. "¿Una granjita, donde hacés pan y ponen ladrillitos? Ni en pedo", contestó. El proceso comenzó con un mes de internación en la clínica Avril. Antes de entrar tomó "el último tiro" y le dijo al transa que ya no podía vivir con él. "Me vinieron a buscar a las 3 de la tarde y no volví a casa por un año y medio", sigue.
El recuerdo del primer mes de internación todavía lo perturba: "Todos los días fueron pésimos, no hubo un día bueno. No porque me muriera de ganas de consumir, lo que sentía era una angustia tremenda", dice, y apoya la palma de su mano abierta primero en el pecho y después en la garganta. "Fue caer en la realidad: estaba internado con locos, con gente que se creía Dios, con gente deprimida mal. Yo decía: ¿qué tengo que ver yo con todos estos? Y fue caer en la cuenta: sí flaco, vos estas así de enfermo. Ahí pude llorar un poco".
Los otros 14 meses estuvo en 3 comunidades terapéuticas con un régimen estricto. "Salía los fines de semana, no podía hablar con gente no autorizada, no podía manejar plata ni celular". Con el tiempo entendió para qué le servía la cocaína.
"Necesitaba circular por el borde del precipicio, eso me generaba adrenalina. El desprecio por el mundo me hacía bien. Yo me fui a la montaña para que se vayan todos bien a la mierda, para que supieran que no me interesaban, que esa era mi venganza por todo lo que había pasado. Una vez, me contaron, le preguntaron a mi primo: 'che, Pablo se fue a vivir a Bariloche? Y él contestó: no, se fue a morir a Bariloche".
Lo internaron el 12 de mayo de 2010: en una semana se cumplirán 7 años y tres meses desde que no consume. Está "limpio" y sabiendo que la adicción es una enfermedad que se lleva para siempre, que el adicto no se cura: se recupera cuando aprende a controlar la adicción, por lo que puede tener recaídas si pierde ese control. "Limpio" y sabiendo que la recuperación es un proceso y que, por eso, no es mágico: aparece la sensación de "nunca más en la vida la voy a pasar bien" y la pasta negra de la depresión tiene la densidad de la brea.
Hay dos razones, dice ahora, que lo convirtieron en un adicto: "Básicamente, la falta de proyectos. Y no poder encontrar la felicidad. Tenía mucho resentimiento, mucho odio. No encajaba: si yo iba a HIJOS era el nene rico y en el lado de los ricos, era el hijo de dos guerrilleros". Belén, quien hoy es su mujer, llegó en el momento preciso: "Entender que teníamos un proyecto de vida ayudó mucho". Con Belén -la mujer que no se fue-tuvieron a Camila, su otro gran proyecto de vida, que ya tiene un año.
Fue en 2013 cuando Pablo empezó a escribir desaforadamente, a expectorar, en la mesa de este mismo bar de Palermo. "Dicción", le explicaron, viene de "decir", de poder articular palabras. "A-dicción", entonces, significa lo contrario: es la incapacidad de ponerle palabras a las cosas, de poder llamar al dolor por su nombre y a la alegría por el suyo, de poder decir sí, de poder decir no quiero, de poder decir no sé. Pablo se va, saluda a los mozos, se nota que los conoce. Debajo del brazo lleva una copia del libro que escribió: 190 páginas con las que aquel niño solitario y este adulto en recuperación aprendieron a hablar.