Sólo unas horas antes de pegarle tres tiros en la nuca y arrojar su cuerpo en un descampado en Benavídez, le dieron de comer un suculento sándwich. Era parte del "juego" que hacían con la víctima: lo cuidaban y a la vez lo torturaban psicológicamente. Eran perversos.
El joven llevaba once días atado de pies y manos dentro de una bañera, en un baño con las paredes cubiertas de diarios y el techo forrado con arpillera, y estaba aterrado.
Ricardo Manoukian tenía 24 años, era hijo del dueño de los supermercados Tanti de zona norte, y ese 22 de julio de 1982 cuando fue secuestrado se convirtió en la primera víctima -probada por la justicia- del siniestro clan Puccio.
Arquímedes Puccio lo eligió como "candidato" durante una reunión en el departamento de su madre con los miembros de su banda: el coronel Rodolfo Victorino Franco, Guillermo Fernández Laborda, ex administrador del Ramos Mejía, y Roberto Oscar Díaz, mecánico de la concesionaria Alberto J. Armando
La idea de empezar en el negocio de los secuestros le rondaba desde hacía mucho tiempo. Ya había tomado un café en la confitería Ideal con Fernández Laborda -a quien había conocido en los convulsionados 70 en la Escuela Superior de Conducción Política, dependiente del Movimiento Nacional Justicialista- para convencerlo de ingresar en lo que él definía como "una industria muy rentable sin chimenea".
Café de por medio, los militantes de la derecha peronista se lamentaron de la complicada situación económica por la que atravesaban. "Las cosas no andan bien, pero yo tengo una salida", le sugirió Arquímedes.
"La Argentina es un kilombo y tengo banca", afirmó con vehemencia aquella tarde. Ese sería el argumento que volvería a usar con cada uno de los miembros de su banda. Haciendo alarde de "conexiones con los servicios de inteligencia", con "hombres fuertes de la cana y del ejército" a través del coronel Franco y hasta con "la mafia siciliana que me apoya por mis antepasados", Puccio convenció a cada uno de los integrantes de la facilidad que existía para secuestrar "personas conocidas por alguno de nosotros", a quienes mantendrían cautivas en su casa en Martín y Omar 544, pleno corazón de San Isidro, y por quienes pedirían "suculentos rescates en verdes".
Cuando todos dieron el sí, los obligó a un pacto de sangre. Con una navaja Puccio se cortó la palma de su mano e hizo el mismo corte en la de sus socios. Unió herida con herida, sangre con sangre.
–La traición se paga con la muerte. Lo que se habla acá, queda acá. Todos deberemos aportar un candidato para secuestrar. Todos deberemos hacer todo. Todos debemos dar a la organización una prueba de fuego. Y saber que si mata uno, será como si todos apretáramos el gatillo, dijo Puccio según relata el periodista Rodolfo Palacios, autor de El Clan.
Tomaron whisky, comieron pizza, y decidieron que la primera víctima sería Ricardo Manoukian. El joven era conocido de Alejandro Puccio -hijo mayor de Arquímedes y admirado wing tres cuartos del CASI y de los Pumas- quien compartía el mundo del rugby y del windsurf con el empresario. Habían navegado juntos, y Alex había visitado la casa de Ricky en San Isidro.
A las doce del mediodía del jueves 22 de julio, Ricardo Manoukian salió a bordo de su BMW de sus oficinas en Avenida Fleming y Cuyo, en San Isidro. Iba a almorzar a la casa de sus padres. Nunca llegó.
Años después del crimen, frente al juez Alberto Piotti, Fernández Laborda aseguró que fue Alejandro Puccio quien le hizo señas a Ricky para que frenara el auto. Los Puccio sabían que sólo iba a parar frente a un conocido, ya que su tío Gregorio había sido secuestrado (y posteriormente asesinado en 1974) y toda la familia había seguido un curso antisecuestro en los Estados Unidos que les enseñó a ponerse a salvo en caso de ser interceptados.
-¿Podés llevarnos a un stud acá a pocas cuadras?, le pidió Alejandro a su amigo.
El joven aceptó. Pero al llegar se dio cuenta de la trampa: allí lo estaban esperando Arquímedes, Franco y Fernández Laborda. Los hombres lo empujaron dentro del Ford Falcon gris de Puccio y lo taparon con una manta. Media hora después el auto ingresó por el portón de Martín y Omar 544. Apurados, subieron a Manoukian por la escalera caracol que llevaba del patio a la oficina de Arquímedes. El baño ya estaba acondicionado para ser el lugar de encierro del joven secuestrado.
"A Manoukian lo habían colocado en el primer piso, en el baño de la oficina de Arquímedes. Estaba con las manos atadas con una soga y sentado dentro de la bañera, con la cortina del baño cerrada. Las paredes del baño estaban todas forradas con papel de diario. El muchacho estaba muy atemorizado, yo hablé con él, no me acuerdo lo que le dije, pero quería tranquilizarlo, serenarlo. Era un muchacho alto, delgado… Le alcanzamos unos sándwiches. Alejandro Puccio también se encargó de cuidarlo y de abrir y cerrar el portón cuando lo llevamos", relató Fernández Laborda cinco años después en Tribunales.
En la casa de Manoukian, a sólo 20 cuadras de donde estaba Ricky, ya habían recibido el primer llamado:
-Tenemos a su hijo, está en perfectas condiciones. No llamen a la policía. Les daremos una prueba de vida dentro de un paquete de cigarrillos, en un bar en el centro de San Isidro. Esperen una próxima llamada, informó Puccio desde un teléfono público con voz calma y firme.
Ricky, por exigencia del clan, había escrito una carta como prueba de vida. Con letra temblorosa le aseguró a sus padres que sus verdugos lo trataban bien, que le daban de comer y les rogó que no hicieran la denuncia policial: "Todo va a salir bien, sigan las instrucciones".
Ante el drama, la casa de los Manoukian se convirtió en el lugar de encuentro de familiares y amigos. Guillermo, el hermano menor, que estaba en Bariloche, volvió de urgencia. Isabel Menditeguy, novia de Ricardo -y quien doce años más tarde se convertiría en la mujer de Mauricio Macri– se instaló en la casa de sus suegros. Un tío se hizo cargo de seguir las negociaciones.
Puccio pidió 500 mil dólares por la vida del joven: "Vayan rompiendo el chanchito", le dijo a la familia en tono burlón según reveló el periodista Palacios. Arquímedes organizó minuciosamente las postas, calculando tiempo y distancia entre un punto y otro. Y les avisó que dentro de latitas de gaseosas encontrarían las instrucciones que debían seguir.
El tío de Ricardo llevó el dinero en un portafolios de cuero negro. Siguió las postas, con mensajes escrito a máquina, firmados por un "Comando de Liberación Nacional" que buscaba confundir y darle un tinte político a un secuestro extorsivo en la Argentina post dictadura. La última posta lo llevó hasta la Catedral de San Isidro. Sin levantar la vista -como le habían ordenado- dejó el rescate en un monolito cerca de la Iglesia.
Al día siguiente, Puccio llamó por teléfono.
–Le pedimos disculpas por haberlo hecho pasar por este momento. Lo vamos a entregar mañana a la mañana, a las seis en punto- le dijo al tío de Ricky.
–Hágame el favor, y perdone si me traicionaron los nervios- rogó el hombre.
–Yo mañana lo llamo por teléfono. Se lo vamos a dejar a quince cuadras de la casa- respondió con tono amable el líder de la banda.
Pero Puccio tenía otra idea en su cabeza: iba a asesinarlo. Solo le faltaba convencer a sus socios. Reunidos en el escritorio, bebiendo whisky, decidieron la muerte del joven. El baño donde estaba cautivo se encontraba pared de por medio con la habitación donde discutían, ¿habrá escuchado Ricky su sentencia de muerte?
-No lo podemos largar. Me conoce y va a hablar. Este es un pacto de sangre y acá estamos metidos todos- determinó Puccio.
El dramático final de Ricardo Manoukian, lo contó Fernández Laborda con lujo de detalles ante el juez: "Puccio trajo una botella de whisky. Yo tomé tres o cuatro vasos. Después bajamos a Manoukian desde la planta alta: estaba maniatado y encapuchado. Lo metimos en el piso de la parte de atrás del auto de Puccio. Agarramos Panamericana para el lado de Escobar. Fuimos para el lado del río Paraná. Desviamos por un camino de tierra, pasamos dos puentes y paramos. Allí Puccio me dio el revólver calibre 38. Me dijo: 'Tomá, tenés que limpiarlo. Pensá en tu familia'. Ellos tres se bajaron del auto. Me quedé en el coche con Manoukian. Disparé tres veces sin apuntar, al bulto. Estaba tan alterado que repetía en voz alta. 'No puedo, no puedo'. Puccio me palmeaba la espalda y me decía: 'Cumpliste con tu deber…'".
Los criminales arrojaron el cadáver cerca de un arroyo. "Somos familia", les dijo a sus cómplices Arquímedes cuando se subieron al auto. "Uno mata, pero todos pusimos el dedo en el gatillo, este es nuestro pacto", sentenció.
En la casa de los Manoukian las horas se hicieron eternas. Juntos esperaron la liberación. Pero Ricardo no regresó. Entonces, en la tarde del lunes 2 de agosto llamaron a la policía.
Veinticuatro horas más tarde un oficial les comunicó la peor noticia: un ciruja había encontrado el cuerpo de un joven, atado de pies y manos, en un descampado en Benavídez. Tenía tres tiros en la nuca. Guillermo Manoukian se limitó a decir "no puede ser, no puede ser" cuando su tío le comunicó la terrible noticia. Tardó una eternidad en caminar las tres cuadras que separaban la casa de su tío de la de sus padres.
Su madre fue quien abrió la puerta. "Lo mataron, Ricky está muerto", le dijo entre lágrimas y la abrazó. La mujer sufrió una crisis nerviosa. Le costó quince años superar ese dolor y se sumió en una profunda depresión. La familia quedó deshecha. El padre no volvió a trabajar y se aferró a la Biblia. Guillermo no supo cómo enfrentar tanto sufrimiento: "Pasé por todas las etapas, desde irme a vivir al exterior a pensar en matarme", confesó.
Arquímedes Puccio, en cambio, estaba exultante. "Los verdes nos vienen bien a todos", le dijo a sus socios. Con ese dinero envió de vacaciones a su mujer y a sus hijas a Europa. Nunca sintió culpa. Él no se había manchado las manos de sangre. Sus socios lo habían matado.
Quince años después del horror, la familia Manoukian decidió trasladar los restos de Ricardo a un nuevo cementerio. La mamá lo visitaba tres veces a la semana y el Británico quedaba lejos y la zona se había vuelto insegura. En el momento de la exhumación, Guillermo, que no había querido ver el cuerpo de su hermano para recordarlo con esa sonrisa única, tuvo que estar presente.
"No había carne, era todo agua y huesos pero había pelo. Le faltaban las manos que estaban en un frasquito aparte. Levanté hueso por hueso. Cada una de las partes de Ricky. Tomé el cráneo, el fémur y busqué una chapita que le habían soldado en el húmero. Después, lavamos los huesos, los pusimos en una urna y me los llevé", le relató con infinita tristeza al periodista Daniel Frescó, autor del libro Secuestros S.A.
"Cuando salí del cementerio y antes de dejarlo en su nuevo lugar, decidí llevarlo a dar un 'paseo'. Manejé hasta Campana, hablé con él y le pedí que me ayudara a que mamá se desenganchara del tema. Es que hasta ese momento tenía la habitación de Ricardo intacta, igual que el día en que fue secuestrado. Estaba la foto de Isabel en la mesa de luz, con el Snoopy que ella le había regalado y un velador antiguo", recordó Guillermo con dolor.
Sólo entonces, cuando ya no quedaron más lágrimas, la familia Manoukian pudo desarmar la habitación del hijo asesinado.
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