Johanna coloca la llave en la cerradura, agarra el picaporte, abre la reja y saluda con un beso. Ninguna de las cuatros acciones tendrían nada de particular si no fuera porque, hasta hace muy poco tiempo, generaban en ella una angustia incontrolable: sentía que los gérmenes ocultos en una llave, los transportados en las manos que habían tocado un picaporte o en el aliento y en la ropa de quien la saludara, eran focos de contaminación que podían llegar a matarla.
"Hay gente que piensa que tener un TOC es divertido y consiste en hacer cosas banales, como ordenar la ropa por color. No tienen idea en qué se convierte tu vida, es súper incapacitante. El problema no es sólo lo que hacés: una de las cosas más crueles que tiene el trastorno obsesivo compulsivo es todo lo que dejás de hacer", cuenta a Infobae Johanna, que tiene 23 años y estudia Letras en la UBA.
El disparador -lo supo mucho tiempo después- fue una enfermedad que tuvo su abuelo cuando ella tenía 16 años. "Mi abuelo estaba internado y se agarró una infección intrahospitalaria, entonces el médico pidió que quienes fueran a verlo se lavaran bien las manos. Nunca supe si era para no contagiarle algo a él o para evitar que él nos contagiara algo a nosotros". Johanna empezó a lavarse las manos cada vez más seguido y a pedirle a su familia algo que le resultaba lógico: que, una vez que volvieran a casa, no tocaran nada sin lavarse.
Cuando a su abuelo le dieron el alta, "la tortura" no terminó: "Todo lo que estaba en la casa de él me daba el mismo miedo que me daba él y su supuesta infección". Los lavados de manos se fueron haciendo cada vez más frecuentes y más largos: "Cada lavado duraba 10 o 15 minutos. Y si salía del baño y accidentalmente agarraba el picaporte con la mano, tenía que volver a lavarme". Las lastimaduras en las manos y en las muñecas empezaron a ser visibles.
Mientras Johanna trataba de disimular lo que hacía, el TOC ya estaba haciendo metástasis: "Pasé a tenerle miedo a todo. Prendía las luces con los codos y corría las sillas con los pies". Quien la interrumpe es Silvana, su mamá: "En casa empecé a ver algo raro: usaba un jabón entero por día y todo el tiempo se acababa el rollo de cocina, el papel higiénico y las botellas de alcohol", cuenta. Era Johanna, que ya envolvía las canillas en papel para abrirlas y desinfectaba hasta las tapas de luz.
"Para hacer la tarea tenía que hacer malabares. Abría la mochila y con una mano sacaba las cosas. Con la otra, la mano que no estaba contaminada digamos, tenía que agarrar el alcohol. Le pasaba alcohol a todo, a veces incluso a las hojas de la carpeta", cuenta. Bañarse no era lo solución: "Me lavaba la cabeza y me lavaba las manos. Me lavaba los brazos y me lavaba las manos. Me lavaba las orejas y me lavaba las manos. Podía tardar una hora y media en bañarme".
Johana no sólo fue haciendo sino dejando de hacer: "Dejé de ir al dentista porque no confiaba en que los instrumentos estuvieran esterilizados. Una vez, por ejemplo, estuve una semana sin lavarme los dientes porque sentía que si me lastimaba la encía me iba a agarrar una súper infección y, como estaba cerca del cerebro, me iba a morir". Y ahora que agarra su guitarra y se pone a tocar y a cantar cuenta que esto también le estaba vedado.
"Dejé de tocar la guitarra porque tenía miedo de que las cuerdas de metal estuvieran oxidadas y me provocaran una infección. Era muy agotador: aunque fuera verano, salía con campera para que nadie me rozara. Viajar en colectivo era una tortura, no me sentaba y cuando llegaba a casa me tenía que sacar toda la ropa. Llegué a lavarme los cachetes con jabón después de que alguien me saludara", sigue.
Johanna dejó de hacer lo que hacía y lo reemplazó por la mímica de lo que hacía: "Disimulaba, porque la gente te dice: '¿cómo hacés ésto vos, que sos tan inteligente? Cuando saludaba a alguien, hacía el gesto de apoyarle la mano en el brazo, pero ni de casualidad lo tocaba. Si le preguntaban con qué se había lastimado las manos, decía que tenía alergia. Si iba a un cumpleaños apenas comía: su mente hacía un primerísimo primer plano de las manos, las decenas de manos, que agarraban puñados de papas fritas del mismo plato. Las vacaciones en la playa dejaron de existir: la imagen de miles de pies pisando la misma arena, de cientos de turistas y de niños haciendo pis en el mar, disparaban el terror.
"Cuando vinieron a arreglar el wi fi fue tremendo, le tengo pánico al wi fi y a todos los aparatos que usan wi fi y emiten ondas. A las pilas también les tengo terror y todavía hoy necesito abrir todos los aparatos que usan pilas para asegurarme de que no están sulfatadas", enumera. No es que no se diera cuenta de que algo le estaba pasando.
"Yo me daba cuenta de que lo que estaba haciendo era totalmente irracional pero si no lo hacía la angustia era desesperante. Se me retorcía la panza, empezaba a transpirar. Me acuerdo de estar llorando mientras me lavaba las manos: lloraba pero no podía parar. Hasta que llegó un momento en que empecé a pensar 'bueno, o me estoy volviendo loca o ésto no puede ser".
Johanna todavía no sabía que tenía un trastorno obsesivo compulsivo (TOC) de un subtipo llamado "de contaminación". "Las obsesiones son los pensamientos intrusivos que se imponen (por ejemplo, "ésto está contaminado", "ésto me va a contagiar algo"). Y las compulsiones son los rituales que repiten para bajar la angustia y la ansiedad que disparan esos pensamientos (lavarse hasta los codos).
Como sucede con las drogas, "necesitan cada vez más", explica Gustavo Bustamante, doctor en psicología y especialista en trastornos de ansiedad. "Hay pacientes que arrancan con un lavado de manos y terminan lavándose con lavandina, lavándose los genitales con agua hirviendo hasta provocarse lesiones graves. Para ellos, pensar en besarse, tener contacto con la saliva o tener contacto sexual es terrible, por eso suelen llegar al tratamiento solteros", explica.
"Ya no podía abrazarla -dice su mamá-. Si la abrazabas se ponía rígida, no le podías dar un beso tampoco". Johanna explica: "Es que llegó un momento en que le tenía miedo a todo: a las tapas de luz, a los cordones de las zapatillas y a las botamangas (por su cercanía con el suelo), a los médicos, ni hablar de los baños públicos. A los vasos, a los cubiertos, a las servilletas, al piso, al aire de la cuadra por la que iba caminando. Cuando me daba miedo el aire, aguantaba la respiración y no volvía a respirar hasta que no la atravesara".
El mundo se fue haciendo más pequeño. Y su cama -por ser el lugar al que ella entraba con ropa que no había estado en contacto con el exterior- pasó a ser el único lugar en el que se sentía segura. Johanna pasó un año y medio haciendo una terapia convencional, que no sirvió. Hasta que leyó una entrevista a la cantante Romina Vitale, autora del libro TOCada: una joven con un TOC severo que había llegado a defecar en la bañera para no tener contacto con su propio inodoro. "Es eso, lo que ella tiene es lo que yo tengo", le dijo a sus padres. Una especialista lo confirmó.
La terapia efectiva se llama "cognitivo-conductual" y por lo general, requiere de medicación. "Primero empezamos a cuestionar esos pensamientos intrusivos: ¿ésto es real? ¿De verdad ésto me puede enfermar? ¿De verdad yo puedo enfermar a alguien que me toque? Después, la idea es ir exponiéndote de a poco a las cosas que te dan miedo y aguantártela", traduce ella. "Iba con mi psicóloga al Hospital Alvarez a caminar por los pasillos. Teníamos que tocar las paredes, sentarnos en los bancos, ir al baño del hospital, abrir las puertas, lavarnos las manos y después tocarnos la cara". Hubo una vez que no lo logró: salió del hospital corriendo.
La psicóloga le iba mostrando que no pasaba nada cuando tocaba algo. "Nosotros también tuvimos que aprender -dice su mamá-. Cuando no sabíamos qué le pasaba, ella se ponía tan mal que hacíamos lo que nos pedía: nos lavábamos las manos, yo le iba a comprar el alcohol, más papel. Recién después nos explicaron que no la estábamos ayudando, porque concretábamos la compulsión. Lo que hacemos ahora es mostrarle que no hay riesgo: yo abro el control remoto, revisamos las pilas, las agarro con la mano, y así la ansiedad va bajando".
Como el TOC se va tragando la vida cotidiana, lo que Johanna está recuperando es eso: el día a día. "Cuando yo hoy abro una puerta con la mano no significa lo mismo que para otra persona. Nunca me voy a olvidar cuando pude volver a tocar el timbre del colectivo con el dedo. O cuando volví a meterme al mar. Lo bueno del tratamiento es que todos los días podés tener pequeñas victorias. Y la sensación de poder es enorme".
Después, se despide con un pequeño abrazo. Es mínimo, son segundos, pero contiene cada una de sus partes: un cuerpo que se acerca, el olor a crema enjuague que se respira y la mano de Johanna que, ahora sí, se apoya, falange por falange, en el brazo ajeno.