El comienzo fue sutil. El desayuno dejó de ser dos tostadas con queso blanco para ser sólo una. Después, la tostada dejó de ser de pan para convertirse en una feta de manzana con queso. Su vida pasó a ser un régimen militar comandado por ella: comía "dos lechugas" y las condimentaba con edulcorante porque creía que la sal le fijaba las grasas, se obligaba a correr un mínimo de tres horas por día, escondía ravioles entre la ropa cuando sus padres se distraían y, aunque se sentía asexuada, solía tener relaciones sexuales sólo para perder unos gramos más. Hasta que colapsó.
Soledad es cantante, humorista, actriz egresada del Conservatorio Nacional de Arte Dramático y preceptora en un colegio. Tiene 42 años y no sabe cuánto pesa. Hace 7 años que está en tratamiento y no volver a pesarse es un requisito para su recuperación.
"La anorexia es una enfermedad muy dura, yo la asocio mucho con lo que le pasa al adicto a la cocaína, que empieza creyendo que no pasa nada y termina encerrándose a consumir solo. Lo único que te importa es lograr tu objetivo de reducir más peso. Se puede estar muriendo toda tu familia y a vos no se te mueve un pelo", cuenta ella a Infobae desde su departamento, en Villa Lynch. Acá vive desde que le permitieron volver a vivir sola.
La enfermedad se disparó a los 35 años, después de haber terminado con una relación larga, conflictiva y dolorosa, que incluyó la pérdida de dos embarazos. "Fue en esa época cuando casualmente -abre comillas con los dedos- me mordió un perro. Me dieron la vacuna antirrábica y me indicaron una dieta. Yo siempre había sido rellenita y de repente, empecé a adelgazar. La gente empezó a decirme: 'qué linda, qué flaca, qué linda, qué flaca. Ser linda estaba directamente asociado con ser flaca", arranca.
Su vida empezó a construirse alrededor de rituales: ingerir la menor cantidad de calorías posible, hacer actividad física hasta la extenuación, comer poco, hacer más actividad física, atracón. "Yo tenía que correr un mínimo de 3 horas por día. Por ejemplo, me iba corriendo de acá a mi trabajo, que está a unas 60 cuadras. Me higienizaba en una estación de servicio y a las 7.30 de la mañana entraba. En el resto del día tenía que correr las dos horas que me faltaban".
El espejo le daba la razón: "Pasé de tener 90 de cintura a tener 65, y después 54. Lo que sentís es que es un logro, como si te hubieses ganado un Premio Nóbel. De repente, me podía poner un top y una calza blanca y me quedaba perfecto", explica. Soledad muestra las fotos de esa época: parece una nena con brazos de alambre.
Con el correr de los meses, dejó de comer en público: dejó de ir a cumpleaños, bautismos de sus sobrinos, eventos de cualquier tipo. "Y empezó el encierro. Como vivía sola, no tenía que rendir cuentas. Lo que hacía era pasar varios días casi sin comer y planificar los atracones". Soledad iba al supermercado y elegía. Después -siempre a la misma hora y viendo el mismo programa de televisión- se sentaba en la cama matrimonial y desplegaba el arsenal.
Ponía un plato con panqueques, un tarro de dulce de leche, una barra entera de chocolate para taza, un cuarto de helado, dos cucuruchos, maníes, almendras, nueces y un paquete de galletitas Óreo. "Me comía todo en 10 minutos. Hay una escena de la película Trainspotting en la que el actor se sienta en la cama, se inyecta heroína y se tira para atrás. Así me sentía yo después del atracón. Me tiraba para atrás y sentía que la cama me absorbía. Yo no vomitaba y el día posterior era un suplicio".
El pesaje pasó a ser otro de sus rituales: "Me pasaba unas 10 veces por día y en distintas balanzas porque los farmacéuticos se codeaban cuando yo entraba. Por ahí pesaba 46, 7 kilos y necesitaba pesar 200 gramos menos. Entonces salía, me iba a la esquina, me sacaba un cinturón y volvía a pesarme. Como no estaba conforme, me sacaba las medias. Me he llegado a sacar el corpiño y dejarlo tirado en un árbol para bajar gramos", recuerda.
Hasta que el cuerpo empezó a tomar los rasgos de un cadáver: pesaba 46 kilos, las ojeras opacas y grises se enterraban en los pómulos afilados, se le caían las pestañas y hacía tres años que no menstruaba. "Emocionalmente, pasé a ser una persona muy fría. Tenía una mirada de vidrio, vacía, había dejado de sentir. No tenía ningún interés en tener relaciones sexuales, salvo que supiera que así podía perder unos gramos más", agrega. La mirada del afuera cambió: ya nadie le decía que estaba linda, le decían que parecía enferma. Soledad se indignaba.
"Hasta que un día me encuentro con una compañera de la secundaria en la puerta del supermercado. Me mira y me dice: ¿qué haces Sole tanto tiempo? Y a los dos minutos me dice: ¿Todavía te queda algún diente? Ella había tenido lo mismo y entre nosotras nos reconocemos: la mirada de vidrio, la jaula mental. Vos hoy me mostrás a una chica delgada y a otra con anorexia y, aunque pesen lo mismo, yo te digo cuál está enferma y cuál no".
En julio de 2010, Soledad fue a ALUBA (Asociación de Lucha contra la Bulimia y la Anorexia) y escuchó el diagnóstico: anorexia nerviosa purgativa (la purga no era con vómitos sino con actividad física). "Al principio del tratamiento, hice todo mal. Seguía mintiendo, tirando comida, haciendo actividad física a escondidas y no tomaba la medicación psiquiátrica", cuenta.
Sus padres ya no sabían cómo ayudarla. "Una de las reglas es que siempre tenía que haber alguien al lado mío, controlándome. Yo desayunaba con mi papá y él tenía que ponerme en el plato dos tostadotas, con manteca y dulce. Mirá lo que hacía yo: me ponía corpiños deportivos y esperaba. En el segundo que él tardaba en pasar la página del diario, me metía la tostada adentro del escote".
Descartarla era otro problema, porque la indicación era que tenía que ir al baño con la puerta abierta y no tirar la cadena hasta que los padres vieran qué había en el inodoro. "Cuando se iban a dormir, me encerraba y metía los pedazos de comida entre dos remeritas. Hace poco me mudé y volví a abrir esa ropa. Estaba todo podrido: tostadas de años, ravioles, bananas, empanadas.
Soledad tuvo que dejar de trabajar y de ir al teatro e internarse en el hospital de día: sus padres asumieron el compromiso de llevarla todos los días a las 8 de la mañana y retirarla a las 5 de la tarde. La anorexia, entendió, no era una patología pasada de moda.
"En la década del 90 la paciente más chica tenía 10, 11 años. Hoy tenemos niñas de 5 años. Sigue siendo una epidemia mundial", explica Marcelo Bregua, psicólogo clínico de ALUBA. Tal es así que Netflix decidió abordar el tema y estrenó, ayer, la película "Hasta el hueso": la vida de una veinteañera con anorexia nerviosa (la protagonista es Lily Collins, hija de Phill Collins, y Keanu Reeves es su médico).
Soledad tenía todo lo que se necesita para enfermarse: una predisposición genética, un disparador (fue la separación pero para otras pacientes puede ser un abuso sexual, bullying, una mudanza, la muerte de un ser querido) y un factor de mantenimiento, que es "lo cultural": gente que le decía "qué linda, qué flaca" y una familia en la que "gorda de mierda" era el insulto más común.
Pero el momento de quiebre se estaba acercando. "Un día, mi papá me había servido un plato con ravioles, y yo no los quería comer. Hago así, revoleo el plato y le empiezo a gritar: viejo de mierda, sos un hijo de puta, ustedes son todos unos gordos de mierda, me tienen envidia porque yo tengo el cuerpo que ustedes nunca van a tener, yo esta mierda no la como más. Y me fui encima, para pegarle".
Los especialistas en patología alimentaria enseñan a padres, novios y maridos cómo contener estas crisis: primero tienen que agarrarles los brazos, después abrazarlas. "Cuando revoleo el plato, se cae al piso y se rompe todo. Y cuando mi papá me quiso abrazar, se resbaló con la salsa y nos caímos los dos sobre los vidrios. Y ahí él me dice: 'te amo hija, te amo, basta, por favor, basta". No sólo ella llora cuando vuelve a esta escena. Néstor, su papá, lo hace en silencio, sentado a pocos metros de ella.
Estuvo tres años internada. Y allí lloró lo que nunca había llorado y pudo, como le dijo su médica, dejarse caer. Allí entendió la relación que tiene la anorexia con el vínculo materno: "Cuando dejás de comer, cuando tu cuerpo se hace más chiquito y perdés la menstruación, volvés a ser una nena. No querés crecer, no querés afrontar la vida. Querés volver al vientre materno, muriendo si es necesario". Cristina, su madre, la mira y suspira: su hija tiene 42 años y ella parece decirle que ojalá, que si hubiera podido, la habría vuelto a proteger adentro de su cuerpo.
Soledad ya está en la etapa de pre alta. Pudo volver a trabajar aunque hay cosas que ya no podrá hacer: pesarse, tomar alcohol, mate, gaseosas en exceso, comer chicle, golosinas. "Son cosas que uno se mete a la boca para evitar hablar", le explicaron. Sus metas no son enormes ni a largo plazo: "Sé que puedo tener una recaída y volver a cero, así que mi meta es seguir así, bien, hasta que pueda dejar de atraconar el pasado y levantar, de una vez y para siempre, la cabeza del plato".