Experta en desastres: la historia de la psiquiatra argentina a la que llaman cada vez que hay un caso extremo

Se llama Silvia Bentolila y tiene 60 años. La buscan de toda América Latina cada vez que sucede una "situación extrema": desde un terremoto con 800 muertos hasta un suicidio en un aula. Su trabajo es que el trauma que acaba de partir las vidas de los sobrevivientes y de los familiares de los muertos no se convierta, después, en una enfermedad

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(Nicolás Stulberg) Su equipo actuó
(Nicolás Stulberg) Su equipo actuó también en el choque de 2012, en la estación Once, en el que murieron 52 personas.

Está sentada en el salón de un hotel de estilo neobarroco, las piernas elegantemente cruzadas. En las mesas que la rodean, los hombres de negocios hablan en voz tenue y falta un rato para que aquí se sirva el "five o'clock tea". Cuando uno la ve ahí, fuera de su contexto natural, cuesta imaginar a qué se dedica esta mujer de 60 años. Cuesta imaginarla cubierta de barro en la inundación de La Plata, que terminó con casi 90 personas muertas. Cuesta imaginarla durante el devastador terremoto de Chile, que terminó con 800 personas muertas. Cuesta imaginarla en el choque del tren en Once, asistiendo a las familias que esperaban que les dijeran sí o no: si su hijo estaba o no en ese vagón convertido en chatarra.

Silvia Bentolila es médica psiquiatra y es la mujer que dirige el "SWAT de la Salud Mental" de la provincia de Buenos Aires: un equipo de expertos a los que convocan cuando suceden "situaciones extremas". Su trabajo no sale en las fotos: salen los rescatistas que están buscando gente entre los escombros, los perros que están siguiendo rastros, los buzos que están hundiéndose para encontrar un cuerpo, los bomberos que están sacando a un niño desvanecido, los médicos que están tratando de resucitar a alguien.

Silvia y su equipo no salen en las fotos pero están ahí cada vez que sucede un desastre. Y su trabajo es crucial para que el trauma que acaba de partir al medio la vida de sobrevivientes y de los familiares de los muertos no se convierta, cuando las cámaras se vayan, en enfermedad.

(Nicolás Stulberg)
(Nicolás Stulberg)

"Sí, tengo una valija siempre lista", cuenta en la confitería del Hotel Savoy. Y la lista de los casos en los que intervino explica por qué: las inundaciones de Santa Fe en 2003, el alud en Tartagal, la inundación en La Plata, la erupción del volcán Chaitén, el tornado en Misiones, la explosión del edificio de Rosario, el choque de trenes de Castelar y de Once, el después de Cromañón. Y catástrofes de otros países desde donde llaman para pedir que vaya: las graves inundaciones del sur de Brasil, las de Trinidad, en Bolivia (donde casi la mitad de los afectados eran niños), el terremoto de Chile en 2010, con casi 800 personas muertas.

"Me recibí de médica muy joven, a los 23 años. Después estudié Psiquiatría y empecé a trabajar en el Hospital Paroissien, en La Matanza. Trabajando en la guardia observé que, salvo excepciones, ninguna de las personas que llegaban con una crisis psiquiátrica había nacido con una enfermedad sino que habían tenido vidas atravesadas por situaciones extremas", cuenta. Es decir, lo que en la superficie era una persona alcohólica, adicta a las drogas, alguien con una depresión severa o con varios intentos de suicido en el haber, en la profundidad era alguien que había vivido traumas (abuso sexual, violencia familiar, traumas de guerra, abandonos). El silencio estaba provocando la implosión.

Sobre la marcha, comenzó a entender el peligro que significaba ese silencio: "Para ese entonces empecé a atender a veteranos de la Guerra de Malvinas, a través de un programa creado por la altísima tasa de suicidios que había entre los que habían regresado. No atendí a dos o tres, fueron cientos. Y todos coincidían en algo: lo que más les había impactado negativamente había sido el proceso de "desmalvinización social": la orden de silencio y la falta de reconocimiento. Ellos habían ido a arriesgar sus vidas y de repente, de ésto no se puede hablar más, ustedes no existen".

(Nicolás Stulberg)
(Nicolás Stulberg)

Fue eso lo que la llevó a pensar que había que actuar antes de que el trauma hiciera una metástasis imparable. Y así nació el Prosamic, la "Red de salud mental en incidente crítico" que pertenece a la Provincia de Buenos Aires. Y en vez de esperar a que los afectados fueran a ella cuando ya arrastraban años de padecimiento (como sucedió con muchos de los familiares de los 194 muertos en el incendio de Cromañón a los que atendió en el hospital), armó un equipo para salir a buscarlos.

El trabajo en el choque de trenes de Castelar es un ejemplo. "Lo que hacemos son los primeros auxilios psicológicos. Por ejemplo, acompañar a las familias que no saben si un familiar murió o no, estar con ellos cuando tienen que ir a la morgue. O mientras esperan el parte médico en el hospital, durante el traslado de una víctima en un vuelo sanitario, mientras se busca el cuerpo de alguien ahogado, en la repatriación de un cuerpo".

Por cada víctima fatal que ocurre en una situación de desastre, se calcula que hay entre 5 y 10 personas afectadas en su salud mental: padres, hijos, parejas, amigos. Alrededor de ellos suele estar el equipo de Bentolila. "La clave es escuchar qué necesitan, porque muchas veces se quedan paralizados y lo que necesitan es alguien que les diga cómo seguir, no alguien que les hable sin parar", cuenta.

Lo que también hacen es capacitar a los rescatistas: "Que sepan que no están sacando un cuerpo. Que si a esa persona que acaba de convertirse en sobreviviente de una tragedia la miran a los ojos mientras la rescatan, la llaman por su nombre y le dicen que ya está yendo la ambulancia, el nivel de estrés instantáneamente baja".

No sólo es salir a buscar familiares de víctimas fatales. Tienen que salir a buscar, en el momento en que todo está pasando, a la gente que cuida a la gente: como sucedió durante la epidemia de gripe A, en la que muchos empleados de hospitales habían entrado en pánico al ver que morían personas sanas y jóvenes y sus familiares les rogaban que no fueran a trabajar. O como la vez que un chico se suicidó en el aula delante de todos sus compañeros. "Es imposible que haya un psicólogo por cada persona, entonces la clave ahí es dar herramientas a la maestra", explica.

También tienen que hacer un seguimiento en el después, como sucedió en la inundación en La Plata: lo que significó volver a una casa pelada, sin fotos, sin recuerdos. Un Alzheimer a medias: un pasado borrado que, al mismo tiempo, era más presente que nunca.

¿Por qué es importante atender la Salud Mental en una situación extrema? "Porque en las situaciones extremas uno genera una respuesta de híper alerta, es como cuando el gato está con los pelos parados. Después, si no se elabora, la persona queda en ese estado: empieza a tener dificultades para dormir, está irritable, sobresaltada, llena de miedos. Ahí es frecuente que empiecen a consumir alcohol para dormir, sustancias, que empiecen los trastornos de ansiedad, los ataques de pánico, la depresión".

Hay algo que tiene Silvia y que comparte con médicos, bomberos, periodistas y todo aquel que trabaje con lo que ella llama "el sufrimiento humano": son pocos los casos que la han hecho llorar. "Por eso los recuerdo perfectamente. Uno que me impactó mucho fue una vez que un tren arrolló a un colectivo en el que iba una mujer con sus tres hijos, uno de ellos era bebé. Cuando la estaban asistiendo dijo: 'si mi bebé murió no quiero que me salven'. Y el bebé había muerto". Su trabajo fue acompañar a las hijas que sí habían sobrevivido para evaluar cuándo había que decírselo.

La razón por la que quienes trabajan con tragedias no se quiebran seguido es que, ante el dolor, activan un mecanismo defensivo llamado "disociación operativa": desconectan su emoción de lo que están haciendo. "Pero eso no quiere decir que no nos pase nada, al contrario. Y es muy importante que nos ocupemos de nosotros mismos para no sucumbir a la angustia después, cuando llegamos a casa".

Lo que hace es la lista de cosas que -está estudiado- ayudan a digerir lo que vivió: estar con sus hijas y con la gente que quiere, jugar con sus mascotas, hacer actividad física – "porque el estrés se metaboliza en el músculo-, y cantar.

"Yo canto tango, con un bandoneonista y un guitarrista", sonríe y, cuando lo evoca, se instala el rictus del placer en la cara. "Es muy sanador para mí, es la forma que tengo yo de cuidarme, de no olvidarme de mí. Es como la metáfora de los aviones: antes de ponerle la mascarilla para que respire el nene de al lado, se la tiene que poner usted".

Después pide la cuenta y dice: "Hay gente que no entiende cómo nos dedicamos a hacer algo tan duro. La verdad, yo no elegiría ser otra cosa. Cuando sabés que algo de lo que hacés puede evitar que una persona que tuvo la mala suerte de vivir una tragedia sufra el resto de su vida, te dan ganas de seguir haciéndolo, siempre". Se despide. En las mesas de al lado, los hombres de negocios siguen conversando bajo.

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