Era de noche, su marido estaba de viaje en Brasil y Angie acababa de cumplir cinco meses y medio de embarazo. Estaba sola y empezó a sentir un dolor de panza intenso, como si fuera una apendicitis. No le dio tiempo a hacer demasiado. Unas horas después rompió bolsa, su mamá le puso una toalla entre las piernas y la llevaron a la clínica de urgencia. Angie llegó totalmente dilatada, así que decidieron hacerle una cesárea. Estaba acostada en una camilla y en el momento en que la sentaron para ponerle la peridural, dijo: "Esperen que me saco la toalla que tengo entre las piernas". Pero alguien le contestó: "No tenés ninguna toalla". Lo que tenía entre las piernas era una bebé de 600 gramos: Juana, su primera hija.
"Cuando llegamos y nos dijeron que estaba totalmente dilatada, mi hermana se desmayó y mi papá se puso a llorar. Estábamos en el pasillo y me acuerdo que mi mamá les pasó por arriba y se metió conmigo a la sala de partos. Yo tenía un dolor terrible, veía las estrellas, y lo único que pregunté es si mi hija todavía estaba viva", cuenta a Infobae Angie de Elizalde, periodista y directora de OhMyDog, una revista especializada en el vínculo entre las personas y sus perros.
Juana estaba de cola -lo habían visto en la ecografía- pero eran tan pequeña que cuando su mamá hizo fuerza para sentarse, nació igual. "Tenía la cabecita del tamaño de una mandarina, es lo único que llegué a ver. Después apareció un séquito de médicos, la pusieron en una especie de cúpula de plástico y se la llevaron. Mi mamá salió corriendo atrás para sacarle una foto, porque si se moría yo quería recordar su cara". Era el 30 de junio 2013, la fecha de parto estaba prevista para el 18 de octubre.
Angie había tenido una infección en una trompa de falopio y quedó al borde de una septisemia. Una bacteria se había alojado en la trompa y tres días después del nacimiento, cuando lograron definir qué era lo que le había hecho expulsar a su hija, la llevaron al quirófano y le sacaron un litro de pus. Pasaron 11 días hasta que le permitieron acercarse a Juana por primera vez.
En la sala de neonatología, su hija era una "prematura extrema": había nacido a las 24 semanas de gestación y como había bajado de peso ahora estaba en los 550 gramos. Quien lo pone en contexto es el neonatólogo Guillermo Colantonio, especialista en el tema: "24 semanas es la prematurez más extrema. Cuando se habla de viabilidad (las chances que tiene de vivir un bebé que nace 16 semanas antes) algunos países hablan de 24 semanas, otros de 23. Lo cierto es que está al límite, en una zona en la que las posibilidades de vivir son muy bajas".
"Sus pulmones no habían madurado -sigue Angie-. Las orejas no se habían enrollado, no tenía párpados y su piel era de color rojo fuerte. Pasó un día, pasaron dos y Juana seguía viva. Pero el médico vino y me dijo: tu hija está en lo que se llama 'luna de miel', son dos días en los que estos bebés no se enteran de que están fuera del útero. Hay que ver qué pasa de ahora en adelante. Es el día a día. Vos tenés que saber que tiene un 30% de probabilidades de vivir y que, si vive, puede tener secuelas graves".
Colantonio lo explica: "Nacen tanto tiempo antes que pueden sufrir un costo alto, tanto a nivel motriz, visual, auditivo o respiratorio. Pero todo eso depende mucho del bebé y de los cuidados neonatales. No es lo mismo un bebé que nace en un lugar sin experiencia en prematuros extremos que uno que nace en un centro de alta complejidad. Hay lugares en el mundo en que con estos bebés ni lo intentan porque fallecen bebés incluso más grandes".
Angie dice que no se desmoronó: "En ese momento o te morís de tristeza o te convertís en un soldado de tu hija. Me decían 'mirá que puede quedar ciega' y yo decía 'ok, pero ella va a zafar'. 'Mami, la bebita tuvo un derrame cerebral, puede quedar espástica' y yo decía: 'ok, pero ella va a zafar, va a zafar'. 'Mirá que podría ser que quede sorda', y yo lo mismo: 'Pero Juana va a zafar, va a zafar'. Yo no sé si lo hice de genia o de negadora, pero me protegí así".
La beba se agarró una infección por estafilococo, tuvo herpes zoster y un derrame en el cerebro. "Estaba llena de cables dentro de una bolsita, como si fuera una ziploc. Yo le hacía reiki con las manos encima de esa bolsa, le inventaba canciones, pasábamos 24 horas con ella, en turnos con el papá. Era muy duro estar ahí porque se morían los bebitos de al lado, los que la habían estado peleando para vivir, y vos terminabas llorando por el hijo de otra persona".
A Angie le recomendaron usar con su hija el "método canguro": lo que se hace -explica Colantonio, es "mantener al bebé piel a piel con la mamá todo el tiempo posible. Está demostrado que los bebés mejoran su regulación de la temperatura, su inmunidad y tiene beneficios emocionales, porque está con su mamá en vez de estar en la incubadora".
Al mes y medio de haber nacido, Juana estaba mejor "pero tenía unas apneas tremendas. Dejaba de respirar, empezaba a sonar la alarma y se ponía negra, toda negra. Y ahí los enfermeros venían corriendo y la resucitaban. Son muy especiales los que trabajan con prematuros, resucitan a un bebé haciéndole masaje cardíaco con la punta de dos dedos", dice ella.
Pasaron 4 meses en la neo y llegó el día en que los padres de Juana escucharon esto: "Se la pueden llevar a casa". Era el 18 de octubre, exactamente el mismo día en el que estaba previsto el parto. Así, Juana pasó a formar parte de una tendencia mundial: bebés cada vez más chicos que logran sobrevivir. "Eso se debe a que las unidades de cuidados intensivos mejoraron, mejoraron las incubadoras, los tratamientos, la nutrición, el control de infecciones. Son bebés que necesitan muchísimo cuidado, principalmente de enfermería. La suma de todo eso permite que algunos puedan sobrevivir y algunos, incluso, sin secuelas", explica Colantonio.
Angie y Augusto "Chapa" Fredes, su marido, tomaron la decisión de no convertir su casa en una caja de cristal. "Llegamos y la pusimos en el huevito que estaba en el suelo y los dos perros, Sam y Rosa, empezaron a chupetearla toda, estaban felices de que toda la familia estuviera de vuelta en casa. Para algunos yo estaba loca pero yo confiaba mucho en ella, por eso la entregué al mundo. No más lámparas de hospital, no más monitores, basta de alcohol en gel y Pervinox: a vivir Juana".
Durante el primer año de vida pasaron por decenas de médicos y de estudios y pasó lo que nadie podía imaginar unos meses antes: Juana no tenía ninguna secuela. No estaba ciega ni sorda y no tenía retraso madurativo. Sólo sabían que cuando cumpliera un año la iban a tener que operar del corazón. "Al año, cuando le hicieron la cirugía cardíaca final, la anestesiaron, salí y me puse a llorar tanto que me tuvieron que sacar en silla de ruedas", se ríe Angie ahora. "Se ve que fui tan fuerte todo aquel tiempo que después no soportaba ni que le cortaran las uñas".
Juana se recuperó y se adaptó a la vida que sus padres querían tener con ella. "Siempre nos gustó agarrar el auto, los perros y salir de viaje. A Brasil, a Bariloche. Así que ahora lo hacemos también con ella, que viene atrás feliz, con los perros".
Y aunque tiene solo tres años, sabe cómo empezó su vida. "Le encanta ver fotos, le gusta que le diga que ella luchó contra todo, que le ganó a todos los virus. Es muy chiquita pero creo que se siente fuerte", dice su mamá. Angie también se siente fuerte. Tiene 41 años y ha logrado ahuyentar a los fantasmas: acaba de enterarse de que está esperando a su segundo hijo.