La mirada oscura de Anton Ego, el crítico gastronómico implacable de la película animada Ratatouille (2007), arrastra todo el peso del rencor. Sus opiniones sobre los lugares donde testea su paladar exigente son lapidarias. Nada lo satisface y, por lo tanto, Ego se siente importante. Hasta que una noche entra a un restaurante cuya cocina (él no lo sabe) está bajo el mando de una ratita superdotada, quien le confecciona el plato más simple de Francia: un ratatouille. Cuando el mozo se lo sirve Anton mira con desconfianza, como si fuera una broma. Pero apenas el primer bocado roza su lengua, el rostro de Ego se ilumina por primera vez desde que es adulto. El crítico entra en un trance psicodélico -y a la vez cándido- que lo lleva hasta su verdadera patria: la infancia.
Ciento siete años, nueve meses y quince mediodías después, el emblemático Grill Plaza sirvió su última comida. Entre las cuatro paredes del restaurante más antiguo de la ciudad, dentro del primer cinco estrellas de Sudamérica, el Plaza Hotel de Retiro, no hay perfume de cocina molecular, ni platos pasados por la Máquina de Dios ni palermitanismos para denominar un bife. El perfume que llena el salón este domingo 30 de abril es el de la sencillez: dentro de unas ocho ollas de hierro fundido hierve el caldo de un puchero que en sus partículas burbujea el poder de la nostalgia.
El almuerzo quedará en la historia. El Plaza Hotel cierra por tres años. Sus nuevos dueños, tras una inversión de $280 millones, reconstruirán este mítico edificio. Por eso los responsables de la cocina del Grill eligieron el puchero como menú de despedida. Una manera de autocelebrarse como lo que son: el símbolo de una Argentina que ya no existe, el último reducto de la belle époque porteña, y a la vez la alfombra que pisaron desde los reyes de España hasta los Sex Pistols, de Juan Domingo Perón a Mirtha Legrand.
Eduardo Pievani (70) es un cliente habitual que en este epílogo de tantas cosas se emociona con cada bocado. "Para nosotros esto simboliza la combinación de lo elegante con lo popular. La sencillez de entender esa armonía es lo más maravilloso de la vida. Este puchero es el mismo que comen los muchachos laburantes", dice encima de su plato humeante de 900 pesos: un chorizo, dos trozos de zapallo, uno de papa, arroz, porotos, garbanzos y un pedazo de carne roja que de tan tierno se podría cortar con la mirada.
Eduardo comparte esta mesa especial, la última, con sus amigos Alex Ponce de León (90) y Eduardo Levy (78), que hace dos meses celebraron en la misma mesa sus 60 años de enamorados. "Esto es una tradición para nosotros. El Grill es famoso también por sus carnes, pero el puchero nos lleva a las comidas de cuando éramos chicos: se llamaba comida podrida. Al mediodía era puchero y a la noche las sobras, les decíamos 'ropa vieja'", recuerda Ponce de León ante la mirada de amor imperecedero de Eduardo.
El puchero comenzó a servirse en este restaurante hace 70 años y marca el estilo clásico de la gastronomía del lugar. En los años 40 se servía en los platos con la carne trinchada por los mozos.
A todos les parece mentira que este salón dejará de existir como la pieza exacta de su inauguración en 1909. Micaela Fernández Laya dirige el sector de Alimentos y Bebidas del hotel y asegura, o jura, o promete, o todo junto, que la esencia permanecerá: los azulejos traídos de Holanda, el bar estilo Tudor, la parrilla inglesa, la prensa pato, y sobre todo los particulares ventiladores de techo que parecen la vela de un barco.
"Las cocinas nuevas son laboratorios, y acá lo más moderno que tenemos es un magiclick", se jacta Fernández Laya de lo que ya no será. En ese sitio fundamental del Grill una noche de paro nacional en los años 40 Nat King Cole entró y le rogó al chef Pedro Muñoz (maestro de Francis Malmann) que le preparara algo de comer. El cocinero aceptó bajo la condición de que el músico devolviera la gentileza y Nat agachó la cabeza, se sentó en el piano y cantó para él y sus dos ayudantes tres o cuatro canciones.
Sobre ese piano hoy quiso volver a sentarse Julio César Pereyra, quien hasta hace cinco años fue el pianista oficial durante más de dos décadas. Julio César toca su última zamba con los ojos cerrados y cuando los abre lo tiene a su compañero Daniel Bulacio, 36 años de mozo aquí adentro, luchando contra sus propias lágrimas. El hombre se le acerca y apoya algo pequeño en una mano del pianista.
–¡La chapita con mi nombre! ¡Estaba pegada al piano!, -exclama Julio César con la mirada de un chico en Navidad. Daniel lo abraza y le dice casi al oído: "Siempre te la guardé". Después, para salir de la emoción ambos largan carcajadas cuando recuerdan la noche que cantaron con los Creedence.
Las escenas de un final de despedida se multiplican en cada metro cuadrado del subsuelo del Plaza. Pasan camareras con los ojos irritados de la emoción. Donato Mazzeo, el actual cocinero principal, parece satisfecho con su destino. La cocina del Grill fue como el patio de su casa. Allí se crió junto a su papá Francisco, que era bodeguero del hotel.
"Vivíamos en Lanús y a veces mi viejo se quedaba a dormir acá porque hacía doble turno, para darnos de morfar, y yo lo acompañaba. Imaginate lo que es este lugar para mí", cuenta Donato, que a los 20 años ingresó como empleado y aprendió los secretos de los cocineros amigos de su viejo. No fueron los únicos que le enseñaron. Dice Mazzeo que la empresaria Amalita Fortabat, con su exigencia, le dio la fórmula para hacer el pato perfecto: "Ella me lo rebotaba siempre por el punto de cocción hasta que le agarré la mano", se ríe ahora y lo compara, con cara de incredulidad, con la simpleza de las milanesas con papas fritas que le pedía Ricardo Montaner.
Una de las personalidades más afectadas por el cierre del Plaza Hotel es el abogado, analista financiero y periodista Carlos Maslatón, quien calcula -en serio- que pisó este lugar "unas 5.500 veces". Este mediodía está sentado, rodeado por otras 10 personas que pinchan casi de manera coreográfica las delicias del puchero. Al lado suyo, un mendocino está dispuesto a ser el último huésped en hacer check out pasadas las seis de la tarde, cuando ya ningún huésped caminará por los pasillos alfombrados.
El abogado, que vive en el edificio Kavanagh, a unos 30 metros de aquí, se quiere llevar el ticket fiscal del último café. "Este es el comedor de mi casa, siempre ceno acá. La valoración que yo hago es que este lugar tiene que ver con la historia argentina. Se inauguró casi para el Centenario, era un país increíble, acá vino Perón, y lo vas relacionando con lo que fue ocurriendo. Te hace sentir parte de la revolución histórica: no estuve aquel 15 de julio de 1909 que abrió, pero estoy el 30 de abril de 2017, que cierra", enuncia con épica.
Parado a su derecha le sonríe el camarero Carlos Mamoicoff, chaqueño, hijo de búlgaros, con 34 años de servicio en el Plaza. "Nosotros le moldeamos el gusto a Maslatón", chicanea el mozo. El abogado lo mira desde abajo y certifica: "Es un genio de los genios del servicio de gastronomía, yo voto porque se lo repute el mejor del mundo en la materia. No he visto nadie igual ni en América Latina, ni en América del Norte, ni en Europa, ni en Asia, ni en África. Hoy cierra el hotel, pero a él lo veremos en el Icon de Puerto Madero a partir de junio".
Allí es donde irán a parar todos los trabajadores del Plaza Hotel al menos hasta que este lugar se vuelva a abrir. Mamoicoff no parece presa de la nostalgia. Tiene una relación de agradecimiento con un lugar que, admite, lo insertó en un mundo absolutamente ajeno. En estas tres décadas y media Carlos, criado en un campo de algodón en las afueras de la ciudad Presidencia Roque Sáenz Peña, fue el camarero de Mirtha Legrand, de Ricardo Alfonsín, de Domingo Cavallo, de Martínez de Hoz, de Luciano Pavarotti y hasta de los monarcas de España Juan Carlos y Sofía.
"Mirtha Legrand venía con Daniel Tinayre y era muy sencilla pero exigente. Su plato preferido era el paillard de lomo con una salsa de huevo y manteca a baño maría y papas pont soufle", recuerda con precisión fotográfica Mamoicoff, quien al recorrer las mesas del poder ha sido testigo de decisiones históricas. "Acá escuché que se venía el Rodrigazo y otras cosas que no puedo contar, incluso que podrían pasar después de estas elecciones", guiña un ojo y luego aporta una reflexión nacida del contraste y la adaptación al medio: "Siempre que vuelvo a mi casa le digo a mi mujer: 'vieja, nosotros vivimos otra realidad'".
Si no es otra realidad, lo cierto es que el Grill pertenece a otro tiempo. ¿La atmósfera de la belle époque que todavía flotaba este domingo en el comedor del Plaza sobrevivirá a las refacciones? "No hay nada que podamos hacer para frenarlo. Se terminan 108 años de historia y la belle époque se muere acá", sentencia Maslatón.
Cerca de las cuatro de la tarde el ocaso del domingo se adelanta. Los comensales terminan el puchero y los postres pero pareciera que no se quieren ir. Entonces hay un brindis, palabras emocionadas de empleados y clientes, agradecimientos y muestras de cariño. Alguien osa gritar como en la cancha: "¡Viva el Plaza!". Una señora elegante de vestido rojo sale del lugar pero da media vuelta y regresa. Se frena en el umbral del Grill y habla sola. "Lo quiero mirar por última vez", susurra al vacío.
De lejos la mira Donato Mazzeo y la ve irse. Sabe que el momento sobre el que viene pensando hace meses está por llegar. Antes de que se haga lunes, el chef le cerrará los ojos al Grill.
Ya lo tiene planeado: apagará todas las luces de la cocina y del comedor y llamará a los mozos y a los ayudantes y dejará una sola hornalla encendida y pedirá que todos se queden en silencio y la observarán hasta que el fuego azul se extinga.