Pactos de sangre, ataúdes a medida, whisky y cadenas para esclavos: los siniestros ritos del clan Puccio

Daniel Maguila Puccio, detenido en Brasil con documento falso, integró la banda como hijo "dilecto" de Arquímedes. Esta nota, publicada por primera vez en 2017, cuenta la intimidad más estremecedora del clan que secuestraba y asesinaba empresarios en la década del 80

La familia: Alejandro, Silvia, Daniel “Maguila”, Guillermo, Epifanía, Arquímedes y Adriana

"Puccio me dio el revólver calibre 38. Me dijo: 'Tomá, tenés que limpiarlo. Pensá en tu familia'. Disparé tres veces sin apuntar, al bulto. Estaba tan alterado que repetía en voz alta. 'No puedo, no puedo'. Puccio me palmeaba la espalda y me decía: 'Cumpliste con tu deber…'".

El primero en romper el "pacto de silencio" fue Guillermo Fernández Laborda, uno de los seis integrantes de la siniestra banda de Arquímedes Puccio. El clan que a mediados de los ochenta secuestraba empresarios, los mantenía cautivos en una casona de San Isidro, y cobraba el rescate para luego asesinarlos.

Hoy sólo tres personas conocen los secretos más íntimos de lo que ocurría detrás de las paredes de la casa en Martín y Omar 544, en pleno corazón del aristocrático barrio, donde el clan mantenía cautivas a sus víctimas para luego asesinarlas: Daniel "Maguila" Puccio y los cómplices de Arquímedes, Roberto Oscar Díaz y Fernández Laborda. Los demás implicados están muertos. Maguila nunca habló. Los socios de Puccio sí. Y detallaron los escalofriantes ritos que el clan seguía antes de cada crimen.

Asomémonos a ese infierno.

Una familia muy normal

Los domingo iban a misa a la Catedral. El padre de saco y corbata, la madre y las hijas con sus mejores vestidos, los hermanos varones "con ganas de mirar chicas, porque ninguno era muy religioso". Su apellido no pertenecía al círculo de las "familias tradicionales de San Isidro", pero los tres hijos jugaban al rugby en CASI y eso les había permitido el roce social que tanto anhelaban.

Alejandro, el más popular. Admirado wing tres cuartos del CASI y de Los Pumas

Arquímedes (56) era contador y dueño de la Rotisería Los Naranjos, donde los chicos del CASI compraban sándwiches y extendían el tercer tiempo luego de los partidos. Severo con sus hijos, poco sociable, hombre culto y de palabras justas, todos lo conocían por su obsesión de barrer la vereda. "Salía cada media hora con la escoba y nos decía: 'Hay que ayudar a mantener lindo el barrio'", recuerda un vecino. Lo habían apodado "Cu-Cu" por su manía de asomarse varias veces al día desde la pequeña ventana de su escritorio para controlar lo que pasaba en la cuadra.

Epifanía Calvo era profesora de Contabilidad y Matemáticas en la Escuela de Enseñanza Media y Técnica Nº 1 de Martínez y del Colegio María Auxiliadora. Rubia y muy devota, era una mujer callada y discreta que soportaba la crisis de su matrimonio en silencio: "Mamá y papá ya no se hablan, pero hay que permanecer juntos por la familia", se lamentó su hija mayor en una carta para su hermano. Volcaba en un diario íntimo sus penurias y obsesiones por las dietas: "Hoy engordé 300 gramos, no tengo que comer pan".

Epifania sufría en silencio la crisis de su matrimonio y vivía obsesionada por las dietas

Las dos hijas, eran la debilidad del padre: Silvia Inés (25), profesora de Pintura y Dibujo en el colegio María Auxiliadora, era "una chica muy religiosa y callada"; y la pequeña Adriana, de solo 14 años, era "la luz de mis ojos" para Arquímedes.

Silvia, Guillermo y Maguila en su casa en San isidro

Por último estaban los tres hijos rugbiers: Alejandro (26), admirado wing tres cuartos del Club Atlético San Isidro y de Los Pumas, se había lucido con la ovalada en las giras por Europa y Sudáfrica, y era dueño de Hobby Wind, el mejor negocio de windsurf y esquí de la zona; Daniel "Maguila" (23), jugador de la tercera del club, el preferido del padre, amante de los viajes, convertido al budismo zen y fanático vegetariano ("todos los que usan tapado de piel son unos asesinos", repetía); y el menor, Guillermo, quien había viajado en esos años a Nueva Zelandia por una gira de rugby y nunca más había regresado.

"La familia es todo", solía repetir Arquímedes. Déspota, manipulador y cruel, organizó su terrible banda criminal involucrando a sus propios hijos en asesinatos y torturas atroces.

Un whisky y tres tiros en la nuca

¿Cuándo empieza esta historia de locura y horror? Los orígenes se remontan al violento 1973, en una Argentina convulsionada. A finales de ese año Puccio, en ese entonces subsecretario de Deportes de la Municipalidad de Buenos Aires, conoce en la Escuela Superior de Conducción Política -dependiente del Movimiento Nacional Justicialista-, a Guillermo Luis Fernández Laborda, administrador del hospital Ramos Mejía.

Guillermo Fernández Laborda, el único del clan que permanece en prisión y el primero en confesar los crímenes

Se hacen amigos. Militantes del grupo Tacuara y fanáticos de ultraderecha, sienten que tienen muchos puntos en común. Pero la vida los lleva por caminos diferentes. Se reencuentran recién en 1982 en la Aduana, donde Fernández Laborda era comisionista.

Café de por medio, en la confitería Ideal de Suipacha y Corrientes, Arquímedes se lamenta: "Las cosas no andan bien económicamente". Y le propone "una salida": hacer un secuestro extorsivo.

Para ese entonces, Puccio ya había comenzado a reclutar a los integrantes de su futura banda. Unos días antes había contactado a Roberto Oscar Díaz, un mecánico que trabajaba en Alberto J. Armando Automotores, a quien le había sugerido un "negocio muy redituable": secuestrar empresarios y pedir rescate. "La Argentina es un kilombo, y tengo banca para hacerlo", le prometió.

Roberto Oscar Díaz, confesó haber asesinado al joven empresario Eduardo Aulet

En la primera semana de julio los tres hombres se reúnen en el departamento de la madre de Puccio. Y juntos planean el primer secuestro: Ricardo Manoukian, un joven de 24 años, cuya familia era dueña de los supermercados Tanti de zona norte.

El 21 de ese mes, a las 6.30 de la mañana, en una pizzería frente a la estación San Isidro, Puccio vuelve a reunir a sus cómplices. Allí presenta al último miembro de la banda, el coronel retirado Rodolfo Franco.

¿Cómo eligieron a la víctima? El clan Puccio tuvo esa primera vez, y lo tendría en cada uno de sus actos criminales, un modus operandi: marcaba a los "candidatos" porque eran conocidos, amigos de los hijos del rugby o gente cercana a algún miembro de la banda. Era fácil acercarse, atraparlos con la guardia baja. ¿Quién podía desconfiar de ellos que eran "gente bien" del mismo círculo social?

Alejandro Puccio y su novia Mónica Sörvik. Ella confió en él hasta que las pruebas en su contra le revelaron la dura realidad

Ricardo Manoukian y Alejandro Puccio se conocían del rugby y del "mundo del río", donde navegaban juntos en la lancha del primero. Alex había estado varias veces en la casa de los dueños del supermercado Tanti. Él con su novia Mónica Sörvik, maestra jardinera en el colegio Todos los Santos; Ricky enamorado de Isabel Menditeguy, joven de alta sociedad y quien doce años más tarde se convertiría en la segunda mujer de Mauricio Macri.

Los delincuentes trazaron un plan sin fisuras. E incluyeron a Alejandro como pieza clave. El 22 de julio, bien temprano por la mañana, el hijo mayor de Puccio se paró en una concurrida esquina de San Isidro. Esperaba "enganchar" a su amigo, que debía pasar por allí camino a su trabajo.

No lo podemos largar. Me conoce y va a hablar. Este es un pacto de sangre y acá estamos metidos todos”.

Los Puccio sabían que Manoukian sólo iba a parar frente a un conocido. Su tío Gregorio había sido secuestrado -y luego asesinado- y toda la familia había realizado un "curso antisecuestro" que los instruyó para ponerse a salvo en caso de ser interceptados, haciendo girar el auto 180 grados para luego emprender la huida.

Alejandro levantó la mano y le hizo señas: "¿Podés llevarme a un stud acá a pocas cuadras?". El amigo accedió. Allí los esperaban Puccio y el coronel Franco. Cuando Ricky quiso reaccionar, ya era tarde. Lo empujaron dentro del Falcon gris de Arquímedes y lo taparon con una manta. A las diez de la mañana, el auto entraba a la casa de Martín y Omar.

Las víctimas del clan: Eduardo Aulet, Ricardo Manoukian, Emilio Naum y Nélida Bollini de Prado

Díaz describió el calvario del joven: "A Manoukian lo habían colocado en el primer piso, en el baño de la oficina de Arquímedes. Estaba con las manos atadas con una soga y sentado dentro de la bañera, con la cortina del baño cerrada. Todas las paredes del baño estaban forradas con papel de diario. El muchacho estaba muy atemorizado. Yo hablé con él, no me acuerdo lo que le dije, pero quería tranquilizarlo, serenarlo. Era un muchacho alto, delgado… Le alcanzamos unos sándwiches. Alejandro Puccio también se encargó de cuidarlo y de abrir y cerrar el portón cuando lo llevamos".

El baño de la casa de los Puccio

Durante once días los Manoukian vivieron un infierno. Uno de los tíos del chico se hizo cargo de seguir la negociación con la banda. La familia había decidido pagar los 500 mil dólares de rescate. No podían imaginar que su hijo estaba a menos de veinte cuadras, cautivo en el baño de una casa en pleno San Isidro histórico.

Fernández Laborda fue quien habló con el tío del muchacho:

–Le pedimos disculpas por haberlo hecho pasar por este momento. Lo vamos a entregar mañana a la mañana, a las seis en punto.

–Hágame el favor, y perdone si me traicionaron los nervios –rogó el tío, quien se había exaltado durante las negociaciones.

–Faltaba más, comprendo sus nervios. Yo mañana lo llamo por teléfono. Se lo vamos a dejar a quince cuadras de la casa.

Puccio trajo una botella de whisky. Yo tomé tres o cuatro vasos. Después bajamos a Manoukian: estaba maniatado y encapuchado

El día indicado, el tío de Ricardo siguió las postas que los secuestradores habían dejado en latitas de gaseosas. Llevaba el dinero en una bolsa de supermercado. La última indicación le señaló que tenía que dejar la plata al lado de un monolito cerca de la Catedral de San Isidro. Lo hizo y volvió a su casa con la esperanza de que su sobrino iba a ser liberado a la mañana siguiente.

Pero en la casa de Martín y Omar Puccio tenía otro plan: "No lo podemos largar. Me conoce y va a hablar. Este es un pacto de sangre, y acá estamos metidos todos".

El interior de la casa

En su confesión en tribunales, Fernández Laborda relató el final: "Puccio trajo una botella de whisky. Yo tomé tres o cuatro vasos. Después bajamos a Manoukian desde la planta alta: estaba maniatado y encapuchado. Lo metimos en el piso de la parte de atrás del auto de Puccio. Agarramos Panamericana para el lado de Escobar. Desviamos por un camino de tierra, pasamos dos puentes y paramos. Allí Puccio me dio el revólver calibre 38. Y me dijo: 'Tomá, tenés que limpiarlo. Pensá en tu familia'.….".

Fue en ese momento cuando el criminal gritó: "¡¡¡No puedo, no puedo, no puedo!!!". Pero al mismo tiempo gatilló. Puccio miró la escena en silencio. Cuando todo terminó lo palmeó: "Cumpliste con tu deber…".

Los asesinos arrojaron el cadáver cerca de un arroyo. El viernes 30 de julio, una semana después de pagado el rescate, un ciruja encontró en un descampado el cuerpo de un joven. La policía informó que presentaba tres tiros en la nuca. Tenía los pies y las manos atadas. Era Ricardo Manoukian.

Cadenas y bolas para esclavos

Arquímedes pensó que su casa era el lugar perfecto para el cautiverio de sus víctimas. Nadie podía sospechar, en el aristocrático barrio, de una familia tan bien constituida. Quería armar "una cárcel del pueblo". Y buscó todos los elementos necesarios: sogas, mantas, cinta adhesiva muy ancha y cadenas.

Hernán Ponce, un amigo de los hijos, sorprendido por ciertos actos de Puccio, el 24 de agosto de 1982 le escribió una carta a Maguila, que estaba en Nueva Zelandia: "Tu viejo estuvo preguntando precios en una casa de antigüedades para saber cuánto le saldría un juego de esas bolas con cadenas que se usaban en la Edad Media para sujetar esclavos".

Maguila era el preferido de Arquímedes. Estaba en Nueva Zelandia, y su padre le escribió para que regresara y se uniera “a un negocio muy próspero”

Amanecía 1983 y Puccio ya tenía pensado otro objetivo económico. Los dólares de los Manoukian le habían venido maravillosamente bien. Había mandado a su mujer y a sus hijas a Europa: "Regalo de papá". Estaba exultante. Pero se sentía solo en el negocio. Pensaba que "Zorri", como le decían en la casa a Alejandro, era "lento y no aprendía". Necesitaba que su hijo dilecto, Maguila, regresara a casa.

Con letra redondeada le escribió una carta, fechada el 29 de marzo de 1983: "Consideré que podríamos elegir un ramo más importante que el de rotisería (…). Tengo una pequeña reserva en dólares, situación que me permite maniobrar mientras estoy encargando otro negocio que considero saldrá perfectamente bien. Cuando uno estudia y planifica todos los aspectos de la inversión (…) quisiera que pudieras leer entre líneas. La situación del país está muy mal (…). Dame un voto de confianza para que Dios no me permita defraudarte".

Maguila nunca respondió esa carta. Y Puccio decidió seguir con el próximo plan sin esperarlo.

Una voz metálica en el teléfono

Esta vez la víctima sería el empresario e ingeniero Eduardo Aulet, de sólo 25 años, jugador de rugby del Club Lasalle. En enero, Puccio había conocido a Gustavo Contepomi, pareja de María Esther Aubone, cuya hija estaba casada con Florencio Aulet, padre de Eduardo. Ese nuevo socio sería el entregador.

"Puccio me propuso el trato. No era difícil: yo podía entregar a Aulet, porque lo conocía. Hicimos tres reuniones en la casa del coronel Franco. Después, otras más en la casa de San Isidro. Allí estaba Alejandro, quien dijo que lo conocía del rugby. Quedamos en que yo iba a decirle que tenía un negocio para proponerle. Y así lo haríamos caer", reconoció Contepomi.

Eduardo Aulet, tenía 25 años y solo unos meses antes de ser secuestrado se había casado con Rogelia Pozzi. Ella pagó el rescate, pero el clan ya lo había asesinado

El 5 de mayo, a las ocho menos diez de la mañana, Eduardo Aulet salió de su domicilio en la calle Austria al 2200. Iba hacia la fundición de aceros de su padre, en Wilde. Se despidió de su mujer, Rogelia Pozzi -24 años, abogada- con un beso.

Aulet estaba secuestrado en un cajón de dos metros de lado y alto, cubierto por una enorme carpa en el escritorio de Puccio

Manejó unas pocas cuadras cuando vio a Contepomi en una esquina. Su conocido le hizo señas, y no estaba solo: lo acompañaba Fernández Laborda. "Este es el hombre del negocio del que te hablé", le dijo. Subieron al auto y lo llevaron hasta una supuesta fábrica. Allí Fernández Laborda sacó un cuchillo y lo amenazó. Aulet no se resistió. Dieron varias vueltas antes de dirigirse a la casa de Martín y Omar. Alejandro abrió el portón. Lo subieron a la oficina de Arquímedes.

Díaz detalló: "Vi a Aulet al día siguiente. Estaba secuestrado en un cajón o casilla de aproximadamente dos metros de lado y alto, como para que una persona deambulara dentro. Ese cajón estaba a su vez dentro de una carpa armada en el escritorio de Puccio. Aulet estaba sin atadura alguna, y sin capucha o venda en sus ojos. Nos miramos sólo un segundo y no nos dirigimos la palabra".

-Queremos 350 mil dólares por su hijo.

La voz de Puccio sonó metálica en el teléfono. Florencio Aulet pidió una prueba de vida. Los delincuentes le ordenaron al joven secuestrado que escribiera una carta para su mujer, Rogelia: "Sé amoroso, ponele cosas íntimas".

"Querida Roly: te quiero muchísimo y no sabés todo lo que te necesito. Por favor no hables con nadie de esto; ajústense al reglamento de seguridad. Tranquilizá a papá y confíen. Tranquilizate vos también y cuida a Sonia (su perra). Yo aquí, pese a que me tratan muy bien, no aguanto más; las horas son días, por favor terminen rápido todo esto. Por favor, quiero estar junto a ustedes. Por favor. Por favor".

Arquímedes en el balcón de su escritorio, junto a su hijo Guillermo y los albañiles que reformaron su casa. Allí mantuvo secuestrado a Aulet, en una “caja” de dos metros por dos

El teléfono comenzó a sonar a cualquier hora en la casa de los Aulet. Roly se aferraba a él sintiendo que era lo único que la conectaba con su marido. Puccio se tomaba su tiempo: hablaba cuarenta o cincuenta minutos, siempre con mucha educación. Disfrutaba de la angustia de la chica, manipulaba su dolor.

-A tu marido le gusta jugar al rugby… ¿Te acordás del viaje que hicieron juntos a Puerto Vallarta? Eduardo tiene bellísimos recuerdos… Y veo que es un muchacho noble que ama los perros… Tenés que convencer a tu suegro para que pague. ¡La plata va y viene, la vida no!

Roly escuchaba con desesperación. Lo insultaba: "¡Hijo de puta, no le hagas nada a mi marido!". Lo amenazaba: "¡Si no me lo devuelven vivo ustedes se mueren en la cárcel!". Puccio ni se inmutaba.

Al cuarto día los secuestradores dejaron de llamar. Las negociaciones se habían dilatado y estaban alterados. Puccio fue terminante: "El padre afirma que no puede pagar ese dinero y para colmo la mujer hizo la denuncia a la policía. Es una barbaridad. A éste hay que eliminarlo".

Puccio me exige la ‘prueba de fuego, porque todos estamos metidos en lo mismo’. Sin pensarlo le disparé tres tiros en la cabeza

"Sacamos a Aulet de la casa, con las manos atadas y encapuchado. Lo metimos en el baúl del Dodge 1500 de Franco. Llegamos a un lugar cerca del hospital de leprosos de General Rodríguez. Tomamos una calle de tierra, paramos cerca de una arboleda y ya estaba hecho un pozo en la tierra. Lo hizo el albañil boliviano que trabajaba para Puccio. Abrimos el baúl. Fernández Laborda me da un revólver, y Puccio me exige la 'prueba de fuego, porque todos estamos metidos en lo mismo'. Sin pensarlo le disparé dos o tres tiros en la cabeza. Entre todos sacamos el cadáver, lo arrojamos al pozo y lo tapamos con tierra. A los pocos días, Puccio cobró el rescate", se quebró Díaz frente al juez Alberto Piotti.

Arquímedes con Adriana en la casa de San Isidro durante las primeras reformas

Habían pasado casi diez días cuando volvió a sonar el teléfono en lo de la familia Aulet. Esa misma voz metálica dijo, casi como disculpándose: "Tuvimos contratiempos". Y les comunicó que estaban dispuestos a reducir las pretensiones económicas: "Exigimos 100.000 dólares". Doscientos cincuenta mil menos que la primera vez. Roly dijo: "Yo voy con mi papá y pago". Exigió una prueba de vida. No se la dieron. Ella no sabía que Eduardo ya estaba muerto.

“Ha llegado a feliz término. Mientras dejan el dinero nosotros entregamos a Eduardo en el auto”, decía el mensaje en la última posta

A las diez de la noche del 18 de mayo el clan dejó las postas en latitas de gaseosas. La primera en Juncal y Callao. La última en Lanús, con un cínico mensaje final: "Ha llegado a feliz término, al lugar indicado, dejen las puertas del auto abiertas. Mientras dejan el dinero nosotros entregamos a Eduardo en el auto".

Padre e hija dejaron el dinero debajo de un árbol marcado con una flecha verde. Y volvieron corriendo hasta el Renault 12. "Ahora va a aparecer", se ilusionaron.

El cuerpo de Aulet fue hallado el 18 de diciembre de 1987 en el descampado de General Rodríguez. Rogelia quiso estar presente cuando los peritos del Cuerpo de Antropología Forense hicieron las excavaciones en la zona señalada. El cadáver estaba en avanzado estado de descomposición, con las manos atadas en la espalda. Vestía las ropas con las que había sido secuestrado. Su viuda lo reconoció: "Es Eduardo".

Pacto de sangre

"Hicimos un pacto como la mafia siciliana, de sangre. Una vez que entrabas, no podías salir", confesó Roberto Oscar Díaz, el integrante de la banda que fue condenado a reclusión perpetua y hoy cumple prisión domiciliaria. Al borde de la fosa que cavó el albañil Herculiano Vilca -quien luego construiría el sótano en la casa de Puccio- le disparó sin piedad a Eduardo Aulet. Pero lloró desconsolado a la hora de la confesión: "Me exigieron la prueba de fuego. No pude negarme".

El albañil Herculiano Vilca cavó el pozo donde enterraron a Aulet y refaccionó el sótano en la casa de Puccio

Díaz describió la intimidad de la banda con rigor y precisión. "Puccio nos daba la orden de matar. Nos ponía la mano en el hombro, nos manejaba, nadie podía decirle que no".

Los miembros de la banda coincidieron en sus relatos: Puccio infundía temor. Manipulaba las relaciones. "Mirá que me enteré que Díaz no te banca. Puede matarte, así que no hagas cagadas", le dijo a Gustavo Contepomi, el entregador de Aulet.

Arquímedes le había pedido al albañil Vilca que construyera con madera barata un ataúd “con la medida exacta” de Contepomi

Arquímedes le había pedido al albañil Vilca que construyera con madera barata un ataúd "con la medida exacta" de Contepomi. El hombre estaba aterrado. Puccio dejaba entrever, con sonrisa socarrona, que había más cajones, y que cada uno tenía el suyo… En el clan reinaba Arquímedes, pero nadie confiaba a en nadie. "Todo era traición", confesó uno de los implicados.

En las reuniones que mantenían antes de asesinar a sus víctimas, Arquímedes solía abrir una botella de whisky y todos brindaban. Le gustaba hablar de política. Tenía sobre su escritorio el libro del Plan Quinquenal de Perón. Juraba que lo había leído más de una docena de veces. "Soy Montonero y cuando llegó la democracia quedé en Pampa y la vía", decía como justificando su nueva actividad. Nunca hacía referencia a su pasado ligado a la extrema derecha y a la Triple A.

Puccio admiraba al dictador Francisco Franco, hablaba de Mussolini, del mariscal Tito y del general Perón. Se ponía de pie al nombrarlos

"Ahora que terminó la lucha armada quiero capitalizar la plata que estamos ganando. Mi idea es fundar un partido político", exclamaba como dando un discurso. Y agregaba que todas las víctimas eran "culpables por haber colaborado con la dictadura con sus millones mal habidos". Teñía de falsa ideología sus brutales crímenes. Pomposamente firmaba los mensajes para los familiares: "Ejército de Liberación del Pueblo" o "Movimiento de Liberación Nacional".

"Lo único que le importaba era la plata, y nos mejicaneaba los botines", afirmó Díaz frente al periodista Rodolfo Palacios, hace dos años.

Puccio repetía con devoción una frase del general Perón: “A los amigos todo, a los enemigos ni justicia”

Arquímedes se sentía superior a sus socios. Los consideraba simplemente "mano de obra". Se llenaba la boca recordando que había sido nombrado "el embajador más joven del país" por el gobierno peronista, en 1947. En su carrera diplomática llegó a vicecónsul en la cancillería y se codeó con figuras internacionales: "Le di la mano al mismísimo generalísimo Francisco Franco", decía, y se ponía de pie al nombrar al dictador español. También hablaba del mariscal Tito, de Mussolini, de Fidel y de Hilter. Y siempre se ponía de pie.

El coronel Franco: daba consejos al clan, proveía las armas con las que luego cometían los crímenes y, por sus contactos, avisaba si las familias de las víctimas habían llamado a la policía

Al único que le daba la palabra -y respetaba- era al coronel Franco. El militar había pasado a retiro en 1955, tras el golpe que derrocó a Perón. "Participé en el golpe del general Juan Valle de la restauración peronista, a quien fusilaron por esto. Tuve que exiliarme en Uruguay y Brasil", confesaba con orgullo el militar. Su rol en la banda era claro: daba consejos, aportaba ideas, y conseguía las armas que usaban para los crímenes. También era quien les informaba si las familias de las víctimas habían llamado a la policía: "Tengo mis contactos", se jactaba.

“Esta es una próspera industria sin chimenea y con mano de obra barata”, decía Puccio al repartir el botín

Puccio era obsesivo y meticuloso. Le gustaba tener todo bajo control, organizado. Anotaba cada detalle en cuadernos y agendas. Daba órdenes con tono militar. Y terminaba sus charlas citando frases célebres de grandes personalidades. Maquiavelo: "El fin justifica los medios". O Einstein: "Primero debes aprender las reglas del juego, y luego jugarlas mejor que nadie". Y, por supuesto, del general Perón, su favorito: "A los amigos todo, a los enemigos ni justicia".

Nunca tuvo un gesto de piedad ni arrepentimiento. Disfrutaba del sufrimiento y del miedo de los secuestrados. Se regodeaba con el dolor y las súplicas de los familiares. Se sentía poderoso. Cuando cobraba los rescates y llegaba la hora de repartir el botín, repetía con una sonrisa: "Esta es una próspera industria sin chimenea y con mano de obra barata".

Nadie le dice que no a Puccio

El 22 de junio de 1984 el clan ejecutó un nuevo secuestro. El marcado fue el empresario Emilio Naum, dueño de los locales de venta de ropa y zapatos de hombre McTaylor y McShoes. Pero las cosas no salieron como esperaban.

Esa mañana "Milo" desayunó con su mujer, Alicia, y juntos planearon cuatro días de esquí en Las Leñas. Se despidieron con un beso y un "hasta luego". Ella no volvería a verlo con vida.

Puccio conocía a la víctima. Había sido testaferro de los propietarios que le vendieron el local de la calle Florida. Dos días antes de ejecutar el plan volvió al local con la excusa de proponerle un negocio: "Quiero abrir McTaylor en San Isidro y que Alex sea el modelo para tu marca". Naum le dijo que no estaba interesado, pero Puccio se quedó horas dando vueltas por el local. "Quería estar seguro de que el tipo reconozca mi cara para el gran día", le informó el jefe del clan a sus socios.

Arquímedes, su familia y sus amigos en una celebración a principio de los 80: “La familia es todo”, repetía el jefe del clan

Esa fría mañana de junio Arquímedes lo esperó en la esquina del Museo Sanmartiniano, muy cerca de los bosques de Palermo. Sus socios lo siguieron de cerca. Le hizo señas y subió al auto. Volvió a hablarle del negocio. El empresario le dijo que no quería saber nada. Discutieron. Puccio se enojó: "¡Te vamos a secuestrar!". Intentó atarle las manos con una soga. Naum se resistió. Fernandez Laborda lo tomó del cuello. Díaz se sumó a la lucha. El coronel Franco entregó su arma. En medio del forcejeo se escuchó un disparo. La bala impactó en el pecho de Naum.

"Corrí hacia el Falcon, donde ya estaban Franco y Díaz. Arquímedes se quedó limpiando las huellas con la mayor parsimonia y tranquilidad del mundo", relató Fernández Laborda.

Emilio Naum se resistió al secuestro. Murió de un tiro en el pecho

Alica Betti de Naum, la mujer del empresario, recibió una llamada telefónica poco después de haber enterrado a su marido.

-Hola, Alicia, usted no me conoce, pero yo a usted sí. Su esposo me debía 290.000 dólares, pero ahora quiero 350.000. ¿Estamos? No cometa la estupidez de decírselo a nadie. Corren riesgo su vida y las de sus dos hijas. La vamos a llamar nuevamente. Siga las instrucciones y no dé aviso a la policía
-¿Quién es usted? Mi marido no le debía plata a nadie…

Puccio cortó. Alicia se aterrorizó. Llamó a un juez amigo. Él la conectó con dos oficiales de Defraudaciones y Estafas. Los policías le recomendaron: "Acepte el pago con su extorsionador. Usted va a ser la carnada para que podamos atraparlo". A las 11 de la noche volvió a sonar el teléfono.

-¿Señora de Naum? Escúcheme una cosa, mañana a las 14, en uno de los baños del Automóvil Club Argentino, va a encontrar las instrucciones correspondientes. Sígalas.

Al día siguiente le pusieron un micrófono oculto en la ropa. Dos policías encubiertos la siguieron. Fue hasta el ACA. Pero nadie apareció. Alicia supo que alguien de la policía había filtrado el plan. El coronel Franco había avisado a tiempo, y Puccio faltó a la cita.

El sótano

Puccio gastó una fortuna para reformar la casa. Le pidió al albañil Vilca que construyera el sótano con un pequeño cuartito de dos por dos en la parte trasera. "Me salió 100 lucas verdes", le dijo a sus socios. Compró un catre, puso ganchos en las paredes, eligió unas gruesas cadenas, empapeló todo con diarios viejos, adosó una tapa de madera con un agujero en un tacho de pintura ("baño de lujo", se burló), y ocultó la puerta del cuartucho detrás de un gran aparador. Puso fardos de pasto y un ventilador, para que sus víctimas creyeran que estaban en el campo. "Humedecemos el pasto, encendemos el ventilador y tendrán el aire de una pradera", se rió. También le regaló una camioneta a su hijo Maguila, recién llegado de Nueva Zelanda, para "transportar a los elegidos".

El sótano de la casa de los Puccio

A mediados de 1985, tenían todo listo para el siguiente golpe. La elegida era Nélida Bollini de Prado, una empresaria de 58 años, viuda y dueña de una funeraria y de dos concesionarias Ford en Llavallol, al sur de la provincia de Buenos Aires.

La mujer fue secuestrada en la tarde del 23 de julio, a una cuadra de su casa -Quito 4300- en el barrio de Almagro. Fue el debut criminal de Maguila. El joven empujó a Bollini de Prado dentro de la camioneta y la inmovilizó con unas cadenas. La llevaron directo hasta el flamante sótano de la casa. "Le toca inaugurarlo", anunció Puccio cínicamente. El jefe del clan ya sabía que la viuda no iba a salir con vida de esa mazmorra.

-Quiero un millón de dólares por la libertad de su madre.

Puccio le exigió a los hijos de la empresaria el más alto rescate de todo su raid delictivo. El fallido secuestro de Naum lo tenía desesperado, necesitaba plata fresca. Por primera vez los familiares no le hicieron caso y llamaron a la policía. La jueza María Servini de Cubría comenzó una investigación que terminaría 32 días después, destapando uno de los casos criminales más oscuros de la historia policial argentina.

El cuartucho de dos metros por dos y el camastro donde tuvieron encadenada a Nélida Bollini de Prado durante 32 días

El 23 de agosto de 1985, los hombres de Defraudaciones y Estafas atraparon a Arquímedes y a Maguila en una estación de servicio cerca de la cancha de Huracán, cuando estaban a punto de cobrar el rescate. "La casa está llena de dinamita. Apenas entren, vuelan todos por el aire", amenazó el jefe del clan. Su hijo se quebró: "La tenemos en el sótano de la casa".

Me ataron a la cama con cadenas y me dieron pastillas para dormir. Dos hombres me atendían, siempre encapuchados

Pasadas las diez de la noche, doce patrulleros rodearon la casa de San Isidro. "Asaltaron a los Puccio", se sorprendieron los vecinos. Alejandro estaba con su novia mirando una película cuando irrumpieron en el living. Al verse rodeado gritó: "¡Soy inocente, soy inocente!". "Calmate, nene. Ahora no digas nada, pensá que se termina una pesadilla", le dijo un oficial.

“Maguila”, al ser detenido, en 1985.

Los policías bajaron los 18 escalones de madera hacia el sótano. "Fue una casualidad que se me ocurriera mover el placard, porque en el sótano no habíamos encontrado a la mujer secuestrada", recuerda hoy uno de los encargados de aquel allanamiento. Detrás de ese mueble se ocultaba la puerta al horror.

Alejandro Puccio: murió a los 49 años luego de varios intentos de suicidio.

Encadenada a un camastro, exhausta y llorando, encontraron a una mujer que gritó al verlos: "¿Por qué vinieron? ¡Ahora van a matar a mi familia!". Casi no podía caminar cuando la llevaron al patio de la casa. Sentada en un silloncito de mimbre, con la ropa sucia, las manos y las piernas temblorosas, Nélida Bollini de Prado relató sus 32 días de cautiverio:

"Me metieron en un cuartucho, me ataron a la cama con cadenas, y me dieron unos remedios que me hacían dormir. Dos hombres me atendían, siempre encapuchados. Me daban de comer hamburguesas; alguna vez trajeron pollo con arroz. Una vez por día sacaban el tacho que yo usaba de inodoro, y la radio estaba constantemente encendida. Sentía que me asfixiaba, y el olor a pasto era muy fuerte. Uno de los hombres me dijo: '¿Olió qué rico el olor a pasto fresco?'. Yo pensaba que me iban a meter en una bolsa con pasto y me iban a tirar por ahí. Fue un calvario que no se lo deseo a nadie. Ni un animal merece pasar por lo que yo pasé".

El viejo libidinoso

Arquímedes Puccio pasó 23 años preso, se recibió de abogado en Devoto y vivió sus últimos años en un inquilinato de General Pico, La Pampa. Increíblemente, recompuso su vida amorosa: mantuvo una relación con una mujer cuarenta y cinco años menor que él, Graciela, quien se ocupaba de realizar la limpieza en una comisaría. Se conocieron de una manera especial: él la aconsejó como abogado cuando unos "brujos" la estafaron. Más allá de esta relación, Arquímedes se jactaba de su éxito con las mujeres: "Estuve con doscientas".

Arquímedes Puccio pasó 23 años preso, se recibió de abogado en Devoto y rehizo su vida sentimental con una mujer 45 años menor que él (Télam)

Era libidinoso, perverso, cínico. Y le gustaba hablar de sexo. Tenía un portafolios con papeles y profilácticos que mostraba orgulloso a sus interlocutores de turno. Frente al periodista Rodolfo Palacios, autor del libro "El Clan Puccio", y que lo entrevistó en sus últimos años de vida, Arquímedes habló de su debilidad por las jovencitas.

"Me dejo crecer las uñas porque hay una gordita atorranta que me pide que le rasguñe las lolas… Estoy conociendo a una pendejita que está por cumplir 15 años. Empezó a venderme alfajores y una cosa llevó a la otra. No tengo la culpa de esa incitación pecaminosa. Este hijo de puta que está acá y éste otro (señala a su "colaborador" y a otro amigo), me decían: "Pero entrále, boludo". Yo la veía con ojos de padre. "Si no te la comés vos, se la va a comer otro", me decían estos guachos. La ayudaba por evangélico, no por interés, pero mis amigos me daban manija. Y parece que Satanás me ha pervertido. Si la semana que viene no la volteo, será la otra. Es la teoría de la fruta madura. Qué va a hacer. Muchos me dirán pervertido. Otros, en cambio, dirán: qué viejo hijo de puta, mirá que pescadito que se ha comido, la puta que lo parió. El otro día vino como a las nueve de la noche. "Qué hacés tan tarde". "Le traigo estas rosquitas. Necesitamos la plata porque nos cortaron el gas". Le dije: "No llores, podemos conversar". "Bueno, gracias abuelo". "Ya te dije que no soy más tu abuelo". "¿Por qué?". "Porque me gustas mucho, pendeja". Y la agarré y le acaricié la cola. "Qué ganas de apretarte que tenía", le dije".

Parece que Satanás me ha pervertido. Si la semana que viene no la volteo, será la otra

Puccio nunca reconoció sus crímenes. "De lo único que me hago cargo es del secuestro de Bollini de Prado. Pero no fue por plata. Fue un secuestro político. En la jerga nuestra, una detención. Lo hicimos porque ella tenía una funeraria y nosotros sospechábamos que había enterrado dos desaparecidos", dijo en aquella entrevista con Palacios en 2011.

Repulsión, asco, rechazo. Todo eso provocaba Puccio. Con sus ojos de hielo y su voz de mando. En el último año de su vida se quedó solo. Un pastor evangelista sintió piedad, lo llevó a vivir a su casa y lo acompañó cuando, ya desahuciado, quedó postrado en una cama por un accidente cerebro vascular.

La tumba de Arquímedes Puccio en el cementerio de General Pico, La Pampa

Cuando murió, el 4 de mayo de 2013 a los 84 años, su cuerpo estuvo durante varios días en la morgue. Nadie lo reclamó. Lo enterraron en una fosa común, en el cementerio de General Pico. A su funeral solo fueron los sepultureros. Hoy su tumba forma parte del "circuito turístico" de esa ciudad pampeana.

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