En primera persona: cómo es vivir con más de la mitad del cuerpo quemado

Hace tres años, Karina Abregú fue atacada con fuego por su ex marido. Hoy irá al “Paro internacional de mujeres” en nombre de las mujeres que fueron asesinadas y de la sobrevivientes.

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Karina junto a la hermana
Karina junto a la hermana de Wanda Taddei, otra joven incendiada por su pareja, en la marcha contra los femicidios.

Es el mediodía y Karina está parada en el jardín de su casa de siempre. Hace un calor demencial, por eso tiene un vestido suelto y el pelo recogido en un rodete. Ya no esconde las quemaduras más visibles, que bajan desde la boca hasta los pezones como raíces sedientas, y lo que hace es levantar un brazo y estirar el índice para señalar. Ese blanco de ahí es el auto en el que volvió con su marido de llevar a sus parientes aquella madrugada de Año Nuevo. La de al lado es la parrilla de donde él agarró la botella de alcohol que unos segundos después le vació en el pecho. La de allá es la pileta de natación a la que Karina se tiró cuando se dio cuenta de que se estaba quemando viva.

Pasaron tres años y dos meses de esa fracción de segundo en la que su ex deslizó el pulgar sobre el encendedor. Y hay dos palabras de uso común que se resignificaron: "sensación térmica". ¿Qué es la sensación térmica para un cuerpo? ¿Qué es para otro? "A veces el dolor se siente tan adentro que creo que llega hasta los huesos. Si yo me pongo al sol con este clima siento que me prendo fuego de vuelta", dice a Infobae Karina Abregú, 42 años. La sensación de algo que vuelve a suceder, una y otra vez, es característica del trauma. Quien lo explica es Ricardo Papalardo, subdirector del Hospital de Quemados: "Ser atacado con fuego puede producir una gran afectación psicológica. Es muy común que sientan que se siguen quemando cuando eso ya no está pasando".

Karina Abregú, antes de ser
Karina Abregú, antes de ser atacada con fuego por su ex marido. Acá junto a una de sus sobrinas.

Karina prepara mate y ceba desde la pava eléctrica. Ceba despacio porque lo hace con el brazo que no pudo volver a estirar. La de hoy no fue una buena mañana: a veces, las heridas de las axilas se abren, las sábanas amanecen manchadas con sangre y la depresión le respira en el oído. "Con este calor me quedo encerrada en la habitación, que es el único lugar con aire de la casa. Y con diagnóstico de depresión, el encierro no es de mucha ayuda", dice.

Tendría que estar tomando dos medicamentos que no puede comprar: el Tramadol, que es un derivado de la morfina, y otro para la picazón que evita que, en la desesperación por rascarse, vuelva a quedar en carne viva. No puede comprarlos porque la echaron de un trabajo con 20 años de antigüedad justo cuando le estaban por dar el alta. ¿Qué hace entonces alguien que tiene que tomar remedios tan potentes y no puede comprarlos? Aguanta el dolor.

Cuenta que era muy coqueta
Cuenta que era muy coqueta y que todos los sábados iba a la peluquería. “Su pensamiento fue: ‘no te mato pero te dejo hecha bolsa”, dice.

Karina es hija de un padre alcohólico y golpeador y de una madre que necesitó décadas para alejarlo. Tuvo un primer marido agresivo -el padre de sus hijos-, hasta que se separó y Gustavo Albornoz apareció en su vida. "Me acuerdo perfectamente de la primera vez que me levanta la mano", dice ella, y sigue hablando en presente. "Había fallecido la abuela de los chicos, yo le digo que voy a llevarlos al velatorio y él me dice que no. Yo espero a que él se duerma, agarro a mis hijos y me voy. Cuando vuelvo está toda nuestra ropa tirada en la vereda. La juntamos, entramos y ahí él encierra a los chicos con llave y me lleva a mí a la otra habitación".

Por supuesto que ella aún no sabía que la violencia crece lentamente y va cubriendo todo, como una enredadera invasora. Y 14 años después del comienzo de la relación, le prendió fuego: era año Nuevo, él que invita a su familia, hace el asado y se emborracha con ganas, ella que se va a acostar, él que la saca de la cama a las 5 de la mañana para que lleve a todos a sus casas, ella que dice no, él que le "destruye la cara a patadas", la arrastra y la sube al auto. Todos ven, nadie dice nada. Un viaje, dos viajes y volver a casa, ya solos, en este auto blanco que ahora señala.

"Yo bajo, él sale corriendo y quedamos en frente de la parrilla. Como él había cocinado ahí, yo me doy vuelta para buscar un cuchillo y tratar de sacármelo de encima. Y cuando vuelvo a girar siento algo mojado. Creí que era agua pero a los dos segundos sentí el calor. Se me fue todo el fuego para arriba. Y yo me tiro a la pileta allá en la punta, qué es lo más profundo".

Albornoz accedió a llevarla al hospital una hora y media después y en el camino la obligó a llamar a su mamá y mentirle. Karina recuerda su propia voz: "Mami, me quise matar, Gustavo me está llevando al hospital". Durante los primeros días en que estuvo internada, tuvo prioridad para verla: era el esposo de esa mujer rubia que agonizaba en terapia. Dos semanas después, fue al hospital, hizo que ella le escribiera las claves del banco y le robó los 40.000 que tenía ahorrados.

Fueron 60 las veces que Karina entró al quirófano, contando las veces en las que su cuerpo rechazaba los injertos de su propia piel. Fueron 35 las transfusiones de sangre que le hicieron. "Fueron seis meses los que estuve en terapia, y me moría todos los días, todos", dice ahora, mientras su ex está preso en Sierra Chica y un patrullero vigila la puerta de su casa porque en el barrio quedaron sus amigos. La habitación con aire y la casa de siempre funcionan como muñecas rusas: el encierro dentro del encierro.

Sobrevivió pero tiene un 55% del cuerpo quemado. Como en la película Match Point, de Woody Allen, su vida quedó pausada en ese instante en que la pelota pega contra la red y no se sabe hacia dónde cae: de un lado, la vida; del otro la muerte. Por eso Karina irá hoy al "Paro Internacional de Mujeres". Es un poco la cara de las mujeres asesinadas y otro poco la cara de las sobrevivientes.

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