"Éxtasis. Estado de la persona que siente un placer, una admiración o una alegría tan intensos, que no puede pensar ni sentir nada más. Ejemplo: el éxtasis creador del artista. Estado del alma en que se experimenta unión mística con Dios. Ejemplo: el éxtasis que describe Santa Teresa en sus obras".
(Diccionario de la Real Academia Española, edición de 2013, su tricentenario)
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Es decir, una palabra que sugiere la Tierra y el Cielo.
Nunca el infierno.
Pero la palabra y su concepto se hicieron trágicos pedazos después de la fiesta del boliche "Punta Stage", Arroyo Seco, Santa Fe.
Dos muertos.
Giuliana Maldovan, 20 años.
Lucas Liveratore, 34 años.
Causa: sobredosis de éxtasis, droga sintética en pastillas diseñada para potenciar el deseo y el acto sexual.
Dos muertos.
Nada.
Nada en un país donde la muerte por drogas empieza a ser un obsceno lugar común.
Detalles.
Fue una fiesta electrónica: definición de que obliga a estar en guardia.
Ya carga otros muertos en su agenda.
Pero el boliche estuvo lejos del Cielo al que –se supone– lleva el éxtasis droga.
Fue, simplemente, un infierno.
Oigamos (leamos) el testimonio de un joven que allí estuvo.
"Pudo ser algo mucho peor. Es una suerte que haya sólo dos muertos. Había más de cuatro mil personas: quinientas más del límite. Las entradas comunes, 500 pesos; las VIP, 2.000. Las botellas de agua, 80 pesos…: ¡agua de la canilla! Faltaba el aire. Había apenas tres ventiladores que alguien prendía, y apagaba a los diez minutos para que la gente, sofocada, fuera a comprar más agua. Pero la espera para conseguirla era más de una hora. Además, la lluvia caía sobre los aparatos del iluminador que estaba al lado del disc jockey. Uno de los techos cedió, y había cables sueltos en el piso".
La rosarina Giuliana Maldovan salió de la fiesta con una fuerte excitación psicomotriz, y murió unas horas después en el Hospital Provincial de Rosario.
Los médicos recuerdan que "era casi imposible sujetarla: pateaba, agitaba los brazos, gritaba".
Como poseída, es de imaginar.
En su conexión con el infierno tan temido, y al mismo tiempo tan cortejado…
Lucas Liveratore, hombre de San Nicolás, fue a la fiesta –y a su cadalso– con amigos.
Murió en su casa cerca de las 8 de la mañana: tres o cuatro horas después de salir del boliche.
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Prima facie, la investigación determinó que tomó éxtasis.
Sorprende su edad: 34 años.
El promedio de los consumidores –las víctimas, en fin– de éxtasis es mucho más bajo.
Causa de la muerte: "Falla en la bomba cardíaca con inmediato paro cardiorrespiratorio".
Y signos de deshidratación: una de las claves del turbio negocio de las fiestas electrónicas.
El 16 de abril pasado, por la misma causa (éxtasis), murieron cinco chicos en la fiesta electrónica "Time Warp", desplegada en Costa Salguero.
El nombre significa, en castellano, "Túnel del Tiempo".
Nombre de estremecedora sincronía.
Túnel (oscuridad, confusión).
Tiempo: la duración de todo.
De la vida.
Que para los cinco fue muy breve.
Un relámpago.
Retornemos a Arroyo Seco.
De Giuliana poco se sabe.
Una chica de 20 años que fue desde Rosario hasta el boliche sólo para bailar.
De Lucas, algo más.
Clase media. Sin padre. Con madre.
Fanático de las series, el cine, el animé.
Le gustaba andar en bicicleta.
Sus amigos lo despidieron por Facebook…
Uno de los fiscales del caso confirmó los testimonios. "La fiesta fue verdaderamente caótica. A la madrugada, cuando empezó a llover, la gente se hacinó en los lugares cubiertos, pero el calor era sofocante. Y el agua, escasa…".
Siguen los pasos legales.
Investigación, peritajes, autopsias.
Unos abogados se presentaron en la fiscalía representando a los dueños del local y de la productora "Live Art", a cargo de la fiesta.
Informes. Papeleo.
Hasta ahora, ningún detenido.
Canción conocida: los muertos no resucitan, y los culpables suelen borronearse en el horizonte.
Y aquí no pasó nada.
Pero hay algo, en estos casos, que desafía el más elemental razonamiento: la inconsciencia.
Vivimos en la era de la información.
Se sabe (abrumadoramente) que las drogas matan.
Se sabe (abrumadoramente) que el éxtasis es una de las más peligrosas. Mortal, sin duda.
Porque detrás de esas pastillas se mueve un mecanismo ab-so- lu-ta- men-te criminal.
Así.
"Te vendo una pastilla, pibe. Ya sabés para qué es, ¿no? Pero mejor comprá dos, por si se te pasa el efecto de la primera. La noche es larga… Que te diviertas, y no te olvides de tomar agua".
Agua que se vende.
No mineral ni purificada: de la canilla.
Esencial como complemento del éxtasis.
Se vende entre 80 y 200 pesos, según el nivel del aquelarre.
Pero al mismo tiempo se retacea, para acelerar desesperación del consumidor, que se siente morir.
Agua. Agua. Agua.
La frontera entre la vida y la muerte.
Y su precio aumenta…
Y las fiestas electrónicas seguirán.
Y habrá miles de pastillas: es fácil conseguirlas.
Porque, tristemente, vivimos en un país narco.
Sin subterfugios ni negaciones: narco.
Y el éxtasis, ese estado sublime, a veces de contemplación terrenal, a veces celestial, se ha estrellado contra un usurpador de su nombre.
Es su infierno y su demonio.
Ambos viven en una pequeña pastilla.
Nada más fácil.
Acaso algún día, una legión justiciera se oponga y derrote al flagelo.
Por ahora, esa legión sólo existe en el territorio de la esperanza.
Un territorio muy pequeño y muy remoto.