Por moda o por otras razones, millones de ambos sexos quieren imprimir en su piel, como el protagonista de "El hombre ilustrado" (Ray Bradbury, 1951, dieciocho cuentos), desde una sirena, un ancla y un nombre de mujer –suficiente para la nostalgia de un marinero–, hasta un gigantesco gobelino que muy poco deja ver de la epidermis y la dermis originales.
Es decir, la piel sin mácula con la que se llegó al mundo después de nueve meses (o algo menos) de gestación: el milagro que nos hizo humanos, terrestres e inteligentes, más allá de lo que nos suceda al final del camino…
Ya se encontraron cuerpos tatuados entre los sumerios: la más antigua de las civilizaciones. De modo que el ritual viene de lejos, y cada uno es libre de practicarlo como se le antoje.
Pero, sin el menor ánimo crítico y con el mayor ánimo libertario, me permito encender una luz roja sobre los multitatuados del mundo. Porque mientras sus cuerpos son jóvenes, se ufanan de las obras de arte elegidas, y luego concretadas por el Gran Maestro Tatuador. Dragones, mariposas, serpientes, tigres, etcétera, rodeados de los más imaginativos colores y formas.
El fiero y temible dragón, arrugado y desteñido, parece más un gallo desplumado
Son su propia galería portante y ambulante. Y como tal la muestran en las playas, los aeropuertos, las calles del planeta, como artistas en un concurso… En cuanto a la intimidad, misterio. Cada uno sabe qué, por qué y con quién.
Pero como bien escribió Rubén Darío, "Juventud, divino tesoro / que te vas para no volver / Cuando quiero llorar no lloro / y a veces lloro sin querer", la vida se pianta, inexorable, hasta su última estación (la vejez, sí), y de pronto ese retablo de maravillas tatuadas siente que sus cimientos vacilan, se aflojan, ceden, cambian…
No hay nada que hacer. Sus majestades Dermis y Epidermis, ya sin corona porque también las carnes cumplen su ciclo, y frente al espejo, proclaman la peor de las noticias…
Ante el espejo, la escena que alguna vez pareció heroica alcanza su peor estatus: la derrota patética
El fiero y temible dragón, arrugado y desteñido, parece más un gallo desplumado que una deidad de leyenda. El tigre empieza a descender a la subcategoría: no maúlla, pero será apenas un gato callejero. La letal serpiente tira a lombriz o lagartija. Y la bella mariposa vuelve, como por arte de magia, a ser el gusano original…
El derrumbe –¡ay!– es doble. Porque si sólo se ha ido por la vida envuelto en la piel otorgada por el Creador, la pena no será tanta. Nadie se va como llegó, pero tal vez con buen espíritu. Así son las cosas, y nada ni nadie puede cambiarlas.
Pero si ante el espejo, el Gran Delator, comparecen, junto con la gastada piel natural, los vastos tatuajes que se creyeron eternos allá lejos y hace tiempo, la escena que alguna vez pareció heroica alcanza su peor estatus: la derrota patética. Una rara mezcla de cuerpo real invadido –como maleza– por trazos informes y colores desvaídos. Como el primer cuadro de un pintor chambón…
No me queda nada más por decir. Tienen la palabra el tiempo y el espejo. Pero no nieguen que les avisé…