Liniers: ¿héroe accidental?

Por Claudio Chaves

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La rendición de Beresford, 12
La rendición de Beresford, 12 de agosto de 1806

Hace 210 años, el 12 de agosto de 1806, los ingleses rendían sus armas, fracasado su primer intento de ocupar Buenos Aires. Las circunstancias y, sobre todo, el fervor combativo de los porteños, acotaron la ambigüedad de algunos jefes.

El 12 de agosto de 1806, el general William Carr Beresford se rendía incondicionalmente a las fuerzas militares comandadas por el brigadier Santiago de Liniers. La muchedumbre enardecida coloreaba la escena y certificaba con su presencia la derrota absoluta de los británicos. Lo que era un final feliz para los albores de nuestra Patria era al mismo tiempo el inicio de una inquietante fractura política que dividiría a la sociedad porteña en los primeros cincuenta años del siglo XIX: desde muy temprano hubo quienes se mostraron más proclives a hacerle el juego a las manipulaciones externas.

No fue sorpresiva la invasión, se la esperaba. La situación europea anticipaba los hechos dado que Inglaterra proyectaba ocupar las colonias españolas de América. La oportunidad se presentó cuando Napoleón, hegemónico en Europa, decretó el Bloqueo Continental. Esto es, la prohibición de que las regiones ocupadas por Francia comerciaran con Inglaterra. El objetivo: asfixiar económicamente a Gran Bretaña en pleno desarrollo industrial y dependiente del mercado externo.

El plano de la primera
El plano de la primera invasión inglesa (1806)

Fue así que un grupo de oficiales británicos, a la sazón en Ciudad del Cabo, vio la oportunidad de atacar al Río de la Plata sin consultar el asunto con la Corona. Estos hombres conocían ciertamente los diversos planes de su gobierno para con América y, viendo que Napoleón complicaba a Inglaterra, decidieron atacar a España, aliada de Francia, precisamente en Buenos Aires.

¿Por qué aquí? Porque era la boca de entrada al interior del país y salida directa de la riqueza minera del Potosí. Pero también y fundamentalmente porque en la ciudad había un selecto grupo de espías vinculados a algunos criollos que maquinaban alzarse con el poder si los británicos alentaban la independencia. Si así fuera, necesitarían de nativos dispuestos al "sacrificio" de gobernar. Entre los espías había personajes de gran importancia como James Burke, Tomás O'Gorman, su mujer Ana de Vandeuil (La Perichona) y Guillermo White rodeados de criollos como Saturnino Rodríguez Peña, Aniceto Padilla, Bernardino Rivadavia, Juan José Castelli, Juan Martín de Pueyrredón y fundamentalmente Santiago de Liniers. Este círculo conspiraba a la vista de todos y su triunfo dependía de lo que hiciera Inglaterra. En esta nación había dos partidos, los tories y los whigs. Los primeros, conservadores, se inclinaban por alentar la independencia, los segundos, liberales, se inclinaban por someternos como colonias. Según quien gobernara sería la política a llevar. Este disenso se observaba, asimismo, en la oficialidad británica. De modo que no era sencillo unificar criterios en los mandos militares y menos ponerse de acuerdo con aquellos criollos que los esperaban ansiosos.

Uniformes de época
Uniformes de época
 

Desembarcaron el 26 de junio en las playas de Quilmes en las tierras de don Gaspar de Santa Coloma quien informó la novedad al Virrey Sobremonte. Hubo una pequeña resistencia pero fue en vano. Al son de las gaitas y luciendo sus vistosas polleritas coloridas, el Regimiento 71 de Escocia encabezó la marcha por las calles barrosas de la ciudad. La sudestada y la humedad calaban los huesos. Finalmente a las tres de la tarde del 27 de junio se apoderaron del Fuerte. Desde el Río una salva de cañonazos de la flota británica tronó brutalmente. ¡Jamás se había escuchado semejante batifondo! El espectáculo no pudo ser más demoledor. La bandera inglesa en lo alto del fuerte, las tropas acantonadas en lo que hoy se conoce como la Manzana de las Luces, y partidas de soldados británicos andando las calles más alejadas anunciando su dominio y poder.

Beresford se hizo llamar pomposamente: Excelentísimo señor Mayor General Comandante en jefe y Gobernador. Buscó caer simpático entre los vecinos de la ciudad, pero semejante altanería generó un natural rechazo, especialmente en la gente de pueblo que lo llamaba hereje, enemigo de la religión, hijo de Satanás y engendro del infierno. Que además lo creía perverso y corrompido, siendo su ojo bizco la seña indubitable de la bestia. (Vicente F. López: Historia de la República Argentina T.2).

Santiago de Liniers, que había sido desplazado por Sobremonte como jefe de la Escuadra del Río por desconfiar de él, fue enviado a un lugar de menor jerarquía, como era la fortaleza de Ensenada. No obstante ese cargo y esa responsabilidad, entró a la ciudad ocupada gracias a su amigo O'Gorman, el espía ya citado. Participó de la reunión social que organizó su suegro don Martín de Sarratea –Liniers estaba casado con la hija de éste- con la alta oficialidad invasora. Especulaba con la ayuda británica.

Santiago de Liniers
Santiago de Liniers

Había, sin embargo, en la ciudad otros hombres principales y de pueblo que miraron a esa velada como algo indigno. Don Martín de Álzaga y su joven abogado Mariano Moreno, el ingeniero Felipe Sentenach, Gerardo Estevé y Llach, entre otros, alejados de aquel círculo dudoso. Ellos iniciaron los primeros movimientos de resistencia. Planificaron volar por los aires el Fuerte mediante un túnel pero fueron descubiertos.

¿Cuándo comprendió Liniers que se hallaba en el bando equivocado? ¿En qué momento decidió pegar el salto? Son preguntas que quedarán sin respuestas en la medida que Liniers se cuidó de ocultar su pensamiento esos primeros cinco días y luego nadie le pidió explicaciones.

Su envión (para el lado de los patriotas) se produjo cuando comprendió que los ingleses venían para quedarse y no para alentar la independencia. Con tropas dadas por el gobernador de Montevideo, ante el desbande de Perdriel, quinientos soldados sostenidos con el dinero de Alzaga, don Santiago avanzó sobre la Plaza de Mayo.

Los británicos, acorralados en el Fuerte y temiendo a la furia de la muchedumbre que se acercaba peligrosamente, no lo dudaron más e izaron bandera de parlamento. Liniers, al observar la divisa blanca, pretendió aproximarse, pero el pueblo redobló su furia. Por medio de escaleras, alcanzaron lo alto de las murallas gritando: ¡a cuchillo!

Ahora sí, Beresford, prudentemente, arrió la banderola blanca y elevó la bandera española. El gentío atronó en vítores y también mueras al hereje. Liniers se acercó a la puerta que se desplomó ruidosamente, apareciendo el General Beresford con sus principales ayudantes. Cubiertos de polvo y marcado cansancio en sus rostros fueron informados de que debían salir y entregar sus armas.

El asunto de la banderola blanca o la bandera española y a cuál de las dos atender dio mucho que hablar por aquellos días y levantó nuevas sospechas sobre Liniers y su conducta engañosa. Es que, al izarse en el Fuerte la bandera blanca, los británicos procuraban iniciar negociaciones en donde poder imponer algunos de sus reclamos en la medida que esa bandera significaba parlamento. Para Liniers ese gesto alcanzaba. Para el grueso del pueblo que se hallaba rodeando el fuerte, no. Se buscaba una rendición incondicional y para que eso fuera así, el dato incontrastable consistía en elevar la bandera española. Luego se vería que Liniers, no obstante lo evidente de esa rendición, buscó cambiarle el sentido, de alguna manera lo deja entrever en carta a Beresford que se encuentra en el Archivo General de la Nación: "…entre mis más fervorosos deseos de complacerle he hallado tanto en los jefes de la provincia como en el pueblo una oposición irresistible al cumplimiento de mis deseos y de los de V.S."[1] De modo que la capitulación fue incondicional.

Los espías desaparecieron de la ciudad y las funestas fantasías de independencia con apoyo británico silenciadas por la gloria de los combates. Ahora, Liniers lucía como un héroe. Sin embargo Álzaga sabía de sus agachadas y trapisondas. En esta situación, don Santiago sumó una nueva conquista: la esposa de Tomás O'Gorman, que se transformó en su amante. Le decían "la Perichona". Ella, que por otro lado era una espía británica, lo convenció de cambiar la rendición incondicional por otra más benigna. Cosa que Liniers hizo y no pudo cumplir gracias al Cabildo. El asunto tuvo poca trascendencia, pues como siempre pasa en política cuando se está en las alturas no son creíbles las macanas. Esta nueva pareja de tortolitos sumamente peligrosa en momentos en que se esperaba un nuevo ataque británico ahondó las diferencias con Álzaga. Es que al vasco nada de lo que hiciera Liniers le caía en gracia. ¡Y menos con la Perichona al lado! El Secretario privado de Liniers, Don Saturnino Rodríguez Peña, también era un espía a sueldo de Inglaterra. En una palabra: ¡el Jefe militar de la Reconquista y ya Virrey del Río de la Plata rodeado de espías! ¿Era ignorancia? ¿Impericia? ¿O decisión?

La reputación de Liniers, por aquellos años, más que la de un felón era la un saltimbanqui. Se conocía que era un hombre frívolo y poco responsable. Mariano Moreno, que se encuadraba en el sector de Álzaga, había inventado un término para calificar estas actitudes cuando las observaba en otras personas y en vez de decirle a alguien veleidoso o inmaduro, le espetaba un "no seas linierado".

Además de estas cuestiones políticas, otras en orden a la moral y las buenas costumbres asomaban ruidosas y no menos preocupantes. Una noche en el solar donde habitaba Anita de Vandeuil y reducto del amor clandestino pero público con Liniers, los solitarios transeúntes que aún quedaban por las calles fueron testigos de un espectáculo que dio que hablar al vecindario. A través de las ventanas se vio a la "loca escandalosa" (como empezaba a conocérsela) y a la vez irresistible, de pie, con sus labios ardientes como un ají reventón, vistiendo el traje militar de su amado y echada a la oreja la gorra de coronela entonar las siguientes estrofas mientras su cuerpo envenenado de lascivia danzaba al compás:

¡A la mierda, a la mierda españoles!

Viva Napoleón

Y muera el rey Fernando, la patria y la religión.

Por lo menos así se comentó entre el circunstancial público que, detenido en la oscura acera de ladrillo, observaba atónito el espectáculo tras las cortinas que volaban por la suave brisa de la noche.[2] Es poco probable que la "desvergonzada" rimara esa glosa pero lo seguro fue la estética de esa noche picante.

“La Perichona”, amante de Santiago
“La Perichona”, amante de Santiago de Liniers

Cierto o no, el vecindario lo creyó, y el partido alzaguista lo desparramaba con profusión.

Ante semejante espectáculo, Alzaga remitió al gobierno español la siguiente carta:

"Esa mujer, con quien el Virrey mantiene una amistad que es el escándalo del pueblo, no sale sin escolta, tiene guardia en su casa, emplea las tropas del servicio en las labores de su hacienda de campo. Las caballadas y atalajes del tren volante costeados a expensas del erario real, se mantienen en la ciudad, con solo el destino de ocuparse durante sus caravanas y paseos, en aquella casa frecuentada por el Virrey. Que ha sido almacén y depósito de innumerables negociaciones fraudulentas; las que abrió huellas al extranjero para posesionarse de la ciudad e imponernos el dominio británico en las comarcas rioplatenses; la que ha servido de hospedaje y refugio a los verdaderos espías"[3]

Al año, Liniers envió al exilio a la señora porque ella seguía pensando en la Independencia y don Santiago ya era Virrey.

[1]A.G.N. Sala 9 26-6-8. Folio 22 a. Fecha 26|8|1806

[2]Groussac, Paul: Santiago de Liniers. Ed. Estrada. Bs. As. 1943. P. 287)

[3]Cutolo, Vicente Osvaldo: La Perichona. Todo es Historia N 103. Diciembre de 1975.

Historiador, autor de "El Perón liberal", "El retroprogresismo", "Un liberalismo criollo de Perón a Menem", entre otros títulos, y de las obras de teatro "Cartas de amor a la Patria" y "Hombres de casaca negra".

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