Guillermo Del Toro nunca fue un director tímido. Nunca se contuvo. Desde los primeros compases, cuando en 2001 encontró el lienzo grueso de su estilo de la mano de los hermanos Almodóvar en El espinazo del diablo, el cineasta mexicano se entendió dueño de una narrativa peculiar a la que, obsesivo, se entregó por completo.
Es la narrativa al servicio de sus monstruos, que son fin y medio de su cine, y que son sobre todo metáfora de las miserias y glorias de los humanos que con ellos conviven.
Dijo Del Toro en el discurso que pronunció al ganar el Globo de Oro al mejor director en 2018 por The shape of water: “Desde niño le he sido fiel a los monstruos. Ellos me han salvado y me han absuelto, porque creo que los monstruos son los santos patronos de nuestras bellas imperfecciones y representan la posibilidad de fracasar y vivir”.
En The shape of water perfeccionó una de las claves dramáticas de sus cuentos: dotar al monstruo, un anfibio en este caso, con la bondad de la que carecen sus antagonistas humanos. Lo había hecho ya con los fantasmas de Crimson Peak y, con especial tino, en El laberinto del fauno.
Los monstruos de Del Toro, aun los menos logrados, son metáfora que suelen abofetearnos al devolvernos, como el espejo, las partes más escabrosas de la imagen que vemos de nosotros a diario. A todos esos monstruos, nos recuerda el cine del mexicano, intentamos hacerlos marginales, cuando la más de las veces, como en las películas, ellos son protagonistas.
Es una narrativa de mensajes simples, básicos, revestida de una cinematografía y una estética que, en su mejor versión, puede hacernos respirar rápido, contener el aliento, llorar, como lo hacen las buenas películas. Del Toro es un maestro del lenguaje capaz de llevar a la pantalla esas dosis altas de emoción.
En Crimson peak, una hermosa historia de amor en la que los más lúcidos son, al final, los fantasmas escarlatas que advierten a la protagonista de los peligros que le acechan en una mansión de la campiña inglesa, Del Toro mezcla de forma genial sus ritmos. Combina la calma de planos largos con cortes trepidantes, una banda sonora capaz de mover los hilos del espectador sin que este se entere con unas actuaciones precisas, sobre todo la de Jessica Chastain haciendo de monstruo disfrazada de pálida belleza gótica del Diecinueve. Hermosa es, aquí, la secuencia en que Chastain, movida por una furia asesina, corre desquiciada con un cuchillo en la mano, rodeada de colores rojos y ocres y amparada por la percusión y los vientos de la banda sonora del español Fernando Velásquez, favorito del director.
La forma, en toda la cinematografía de Del Toro, es fondo. Fue así en Crimson Peak, también en The shape of water. Y así pinta que será en Nightmare alley (El callejon de las almas perdidas), como se intuye en la escena fugaz en que un Bradley Cooper extasiado -¿de odio, placer, miedo?- se derrumba en un silla rodeado de inmensas lenguas de fuego; Del Toro en estado puro: la emoción trascendiendo de la intimidad del personaje a todo el encuadre, como cuando la Liz Sherman de Selma Blair inunda la pantalla de llamas azules y rojas en Hellboy.
No es Del Toro, decía, un director tímido. Incluso en El laberinto del fauno, aunque más cruda en forma acaso la mejor y más auténtica de su repertorio, huye siempre de los cánones que las formas y tradiciones asignan a los géneros cinematográficos. Del Toro no hace cine de terror, gótico, suspense, noir. Del Toro se hace a sí mismo con una combinación de claves, guiños e intuiciones propias que le han valido alejarse de las etiquetas y hacer mainstream con una estética que incluso mama orgullosa del cine que alguna vez los entendidos dieron también por marginal, como el fantástico.
Por lo visto en el tráiler, Nightmare Alley, la versión del mexicano que sigue al éxito mayor de su carrera, el Oscar a mejor director por The shape of water, Guillermo Del Toro vuelve fiel a sí mismo: puntilloso en las formas, despreocupado de las etiquetas y absolutamente leal a sus monstruos.
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