La pérdida de biodiversidad deja de ser un problema abstracto para manifestar su dinámica en forma concreta con la pandemia por el COVID-19. Lo que empezó siendo una zoonosis se convirtió rápidamente en una pandemia que afecta al mundo entero con muertes masivas y daños económicos de proporciones catastróficas gracias a la globalización.
Sería muy fácil, cómodo y conveniente aceptar las teorías conspirativas que pregonan que el virus fue creado o esparcido por laboratorios. De esta forma desviaríamos la responsabilidad de la pandemia a entidades ajenas a nosotros, sin la necesidad de modificar nuestro estilo de vida al exonerarnos de la culpa y causa. Sin embargo, las teorías negacionistas y paranoicas son también irresponsables y extremadamente peligrosas al no reconocer que los únicos culpables de la pandemia actual somos nosotros mismos, y que la forma de revertir el escenario a futuro implica un cambio drástico en nuestra forma de relacionarnos con el medio ambiente.
La familia de los coronavirus, entre los que se encuentra el SARS-CoV-2 (el virus que causa el COVID-19), incluye varios virus patógenos que afectan a un amplio rango de mamíferos y aves. Se caracterizan por tener una cadena de ARN como material genético, con características similares al ARN mensajero del hospedador. Por microscopía electrónica se observa que los viriones (forma infecciosa del virus) poseen en su envoltura pequeñas proyecciones de proteínas que le dan una apariencia similar a una corona, lo que originó su nombre.
Los coronavirus son virus zoonóticos, es decir que pueden transmitirse entre animales y humanos. Varias evidencias científicas permiten determinar que el origen del-SARS-CoV 2 o COVID-19 es natural y no artificial. Por un lado el análisis genético mostró un estrecho parentesco con los coronavirus que infectan a murciélagos y a pangolines, sin embargo, la similitud no es tan alta como para pensar en un salto directo de murciélagos o pangolines a humanos, por lo que se especula con la existencia de un hospedador intermedio que aún no se ha determinado. Otra posibilidad es que el virus se haya esparcido automáticamente en humanos durante un tiempo, evolucionando hasta desarrollar la virulencia que observamos actualmente. Por otro lado, la falta de rastros moleculares de ingeniería genética muestra que el virus no ha sido manipulado artificialmente, sino que ha evolucionado naturalmente.
Según la Plataforma Intergubernamental de Ciencia y Política sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (IPBES), cada año mueren 700.000 personas a causa de zoonosis. El 75% de las enfermedades infecciosas emergentes en los últimos años, como ébola, zika, SARS, MERS, gripe aviar, gripe H1N1 e incluso sida, son de origen animal de acuerdo a un informe del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA). Estas enfermedades zoonóticas pueden ser producidas por virus, bacterias, hongos, y otros patógenos. En promedio hay una enfermedad infecciosa que emerge en humanos cada cuatro meses. En 2016, el PNUMA describía una “emergencia de enfermedades zoonóticas”, asociada a "cambios medioambientales, como resultado de la actividad de los humanos, del cambio climático y de la transformación del uso de las tierras”.
Según la Plataforma Intergubernamental de Ciencia y Política sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (IPBES), cada año mueren 700.000 personas a causa de zoonosis
¿Cómo se relaciona la pérdida de biodiversidad con la aparición de enfermedades zoonóticas emergentes? Los virus, bacterias y muchos otros patógenos son parte natural de los ecosistemas y ocupan un eslabón esencial en procesos ecológicos. Están presentes en todos lados y no podemos evitarlo. Estos patógenos cambian genéticamente (mutan) a medida que evolucionan, lo que les permite atacar nuevos huéspedes y sobrevivir en nuevos entornos. Como ejemplo, podemos mencionar la resistencia que desarrollan las bacterias a los antibióticos, por más de que se desarrollen nuevos medicamentos, las bacterias con el tiempo mutan y se hacen resistentes. No podemos cambiar esta situación. Lo que sí podemos cambiar es evitar la probabilidad de encontrarnos con patógenos nuevos, para los que nuestro sistema inmune no se encuentra preparado y con el potencial de sufrir nuevas enfermedades, como ocurrió con el COVID-19.
Los ecosistemas son sistemas complejos en equilibrio dinámico que se autorregulan. Todas y cada una de las especies presentes, ya sean animales, vegetales, insectos, hongos, bacterias, virus, etc., están estrechamente relacionadas e interaccionan permanentemente mediante dinámicas de competencia, mutualismo, relaciones predador-presa, parasitismo, simbiosis, etc. Los animales tienen ciclos silvestres naturales en sus enfermedades, y actúan como reservorio genético de sus patógenos, es decir, pueden ser portadores de una enfermedad sin presentar síntomas. Las especies que hospedan a los patógenos han evolucionado conjuntamente con ellos, generando inmunidad, en un equilibrio que permite la sobrevivencia a ambas partes.
Estas complejas interacciones hacen que todas las especies se encuentren interconectadas, regulando las poblaciones y la abundancia de cada una de ellas en su conjunto. Es este equilibrio dinámico dentro de un ecosistema biodiverso uno de los factores que nos protege, al diluir el impacto de enfermedades infecciosas emergentes entre los distintos organismos y especies, dificultando su llegada a los humanos, ya sea por el aumento de número de especies en la cadena de contagio o por el efecto cortafuegos natural que provoca una alta diversidad genética.
La pérdida de biodiversidad y emergencia de enfermedades zoonóticas se ha descrito previamente con varias enfermedades como la enfermedad de Lyme, trasmitida por las garrapatas en la costa este de Estados Unidos. En un bosque biodiverso, las garrapatas tienen muchos animales diferentes para alimentarse, algunos, como las comadrejas o los ratones silvestres, pueden ser hospedadores de la enfermedad de Lyme y pueden trasmitirla a las garrapatas, y éstas a su vez, a los humanos.
Los ratones tienen una alta carga viral, mientras que en las comadrejas es baja, además de que pueden matar a la mayoría de garrapatas cuando se acicalan y de esta forma cortar el ciclo de infección. La degradación del hábitat por la actividad humana provocó que las comadrejas desaparecieran, mientras que los ratones se adaptaron rápidamente, transmitiendo la enfermedad a la garrapata y, consecuentemente a humanos, de forma más efectiva. El SARS-CoV-2 podría haber seguido existiendo en el mundo silvestre sin que nos afecte, sin embargo, debido a la acción humana se ha terminado gestando la zoonosis que derivó en la pandemia actual.
Los ecosistemas son inherentemente resilientes y adaptables y, al sostener la existencia de diversas especies, ayudan a regular las enfermedades. Cuanto más diversidad biológica hay en un ecosistema, más difícil es que un patógeno se propague rápidamente. Hay un aumento significativo de la frecuencia de aparición de enfermedades zoonóticas en los últimos 30 años y esto se correlaciona con la pérdida de ecosistemas por deforestación o degradación debido a la actividad humana. Cuando el equilibrio natural se rompe, aumentan las posibilidades de que un virus, potencialmente patógeno, cruce la barrera de especie con la posibilidad de infectar al ser humano. Se estima que podría haber 1,7 millones de virus desconocidos que podrían dar el salto a la especie humana.
La OMS alertó que los problemas sanitarios mundiales que afrontaremos en los próximos años dependerán de la manera en que gestionemos los cambios medioambientales derivados de la pérdida de biodiversidad y de las respuestas que les demos. En el 2018 la OMS presentó un listado actualizado de enfermedades que representan una gran amenaza para la salud global por su potencial epidémico, incluyendo una enfermedad ‘X’ con la que pretendió sensibilizar a los estados miembros sobre la necesidad de estar preparados ante una posible emergencia causada por un patógeno todavía desconocido, que podría ser o no la actual pandemia por SARS-CoV-2.
El último informe de IPBES encontró que sólo el 25% de la superficie de la Tierra está esencialmente libre del impacto de la actividad humana. Los humedales son los más afectados, con una pérdida del 87% de sus superficies. De acuerdo al último informe “Planeta Vivo” de la WWF, la poblaciones de más de 22.000 especies de mamíferos, aves, peces, reptiles y anfibios disminuyeron en un 60 % entre 1970 y 2014. La tasa de extinción de especies es de 100 a 1000 veces mayor debido a la actividad humana. Cada año consumimos una cantidad de recursos naturales y demandamos servicios ecosistémicos equivalentes a 1,6 planetas, pero solo tenemos uno. Hemos perdido el 60% de la superficie del suelo del planeta y se tardará miles de años en recuperarlo. A pesar de que hace tiempo instituciones como la ONU, WWF y FAO alertan sobre esta situación, no parece que se haya tomado conciencia hasta ahora de que se debe preservar la salud de los ecosistemas y el efecto protector de la biodiversidad.
Sólo el 25 % de la superficie de la Tierra está esencialmente libre del impacto de la actividad humana
El riesgo epidémico también es sensible al cambio climático. La función protectora de los ecosistemas se está debilitando con el cambio climático que provoca sequías e incendios cada vez más devastadores, inundaciones, pérdida de glaciares, hielos y suelos congelados causando cada vez más pérdida de diversidad biológica y riesgos zoonóticos. Al fundirse el permafrost (la capa de suelo permanentemente congelada en las regiones polares), se están liberando gases con potente efecto invernadero, además de liberar virus y microbios antiguos que han permanecido latentes y que ni siquiera se conocen todavía.
Los encuentros e interacciones con animales silvestres, portadores de patógenos, son cada vez más frecuentes y estrechos, exponiéndonos a la emergencia de enfermedades infecciosas oportunistas. El tráfico de animales, una de las actividades ilegales más lucrativas a nivel mundial, es un factor clave en la emergencia de enfermedades zoonóticas, al igual que el uso de animales silvestres para consumo, como ocurrió en el mercado de Wuhan. El hacinamiento y la malnutrición en el mantenimiento de animales en pobres condiciones sanitarias, provoca que la carga vírica aumente como producto del estrés; de esta forma un animal portador puede llegar a padecer y diseminar la enfermedad al ambiente o a otros animales con mayor probabilidad. Lo mismo ocurre con nosotros, el estrés y la malnutrición deprimen el sistema inmune y nos vuelve susceptibles a enfermedades, contagiando así a quienes nos rodean. La manipulación de animales silvestres enfermos o estresados es un riesgo inminente de emergencia de enfermedades zoonóticas.
El murciélago, el pangolín o cualquier animal al que se quiera responsabilizar por la pandemia de SARS-CoV-2, no eligió estar en el mercado de Wuhan. No todos los animales están enfermos o son portadores, y muchos de ellos son agentes directa o indirectamente beneficiosos para nuestra especie. No podemos ir demonizando animales y desconocer que nosotros mismos somos quienes estamos provocando estas pandemias. Lamentablemente, el negacionismo ha llevado a la matanza indiscriminada de animales silvestres por temor a ellos, cuando la culpa no es de los murciélagos sino nuestra. Es hora de que enfrentemos las consecuencias de nuestro accionar y aprendamos las lecciones de la historia: la mejor vacuna que tenemos para el SARS-CoV-2 y las futuras pandemias es la protección de la biodiversidad y de los ecosistemas y es nuestra responsabilidad mitigar el impacto del cambio climático y revertir la degradación ambiental mediante estrategias globales de uso sustentable de los ecosistemas, de los recursos del planeta, de energías renovables y un cambio de hábitos urgente en la relación que tenemos con la naturaleza.
(*) La autora, Lorena Haurigot, es bióloga, doctora en Química Biológica y Microbiología Molecular y especialista en fauna silvestre
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