Cada año, el anuncio del Premio Nobel de Literatura nos enfrenta a una serie de preguntas: ¿Qué significan los premios? ¿Podemos alegrarnos o enojarnos si el galardonado es o no es de nuestro agrado? ¿Nos ofende que le den el premio a algún escritor remoto de Europa del Este? ¿Se premia la literatura o qué? ¿Sentimos validada o anulada nuestra sensibilidad cuando la Academia Sueca coincide con nosotros? Todas esas preguntas se esfumaron cuando me desperté el jueves 8 de octubre y vi que le habían dado el Nobel a Louise Glück.
Sentí, ante todo, alegría genuina, como cuando te encontrás con un amigo muy querido en un lugar inesperado y le sonreís porque compartís un secreto. Claro que Glück está muy lejos de ser un secreto, al menos para los que frecuentamos la poesía. Nació en Nueva York en 1943 (es de Tauro), ganó un Pulitzer por El iris salvaje, es una escritora bastante prolífica y casi toda su obra ha sido traducida al castellano.
Confieso que no había leído a Glück hasta hace un par de años (el Nobel siempre demanda una confesión de autenticidad: no vale haber empezado a leer al galardonado después del anuncio de la Academia Sueca). Llegó de la mano de Elizabeth Bishop, de Anne Carson, pero de manera bastante especial. Tal vez esa es la condición necesaria para recibir a los nuevos poetas: circunstancias extraordinarias que nos vuelven sensibles (diría permeables) a sus versos y nos hacen acompañarlos con nuestra propia respiración.
Fue hace dos años: una de mis mejores amigas me regaló Meadowlands (Praderas, de 1996), su preferido. Eran años muy difíciles. Murió mi tío, murió su tía, murió mi madre, murió su hermano: el universo parecía haberse ensañado con nosotras. Antes de empezar a leerlo, el libro, con una dedicatoria simple (“Te quiero mucho”) ya se había convertido en un símbolo (un token, diría: símbolo es demasiado abstracto) de una época de, sí, tristezas ingobernables, pero también amistad y a veces (bastante, de hecho) alegría. También: muchas preguntas.
Leí el libro de un tirón. Diría que es la historia de una familia, la historia de un matrimonio, la historia de una separación, y una reescritura de La Odisea a partir de tres personajes: Odiseo, Penélope y Telémaco. Penélope y Odiseo ocupan los primeros poemas; luego aparece, con claridad total, el punto de vista del hijo, en “El desapego de Telémaco”:
Cuando era niño y contemplaba
las vidas de mis padres ¿saben
qué pensaba? Pensaba:
esto es desolador. Todavía hoy pienso
que era desolador, pero también
delirante. También
muy gracioso.
Ese fue el poema que me convenció: era el libro para mí, era la poeta para mí y, sí, podía también ser para otros, pero eso ya no importaba. En el libro el tiempo está semi suspendido: el mito, la familia, y el mito de la familia existen en un tiempo aparte, no lineal y se recombinan y se fusionan una y otra vez, una y otra vez. Así seguí leyéndola: sin orden específico, de una colección de poemas a otra, armando, también, colecciones imaginarias en mi cabeza.
Después leí que la hermana mayor de Glück murió antes de que ella naciera, que lidió durante muchos años con un cuadro de anorexia nerviosa y que en los 80 su casa se prendió fuego y perdió todo. Tal vez por eso no hay fotos de la infancia de Glück en Internet; tal vez el impulso mítico, la búsqueda de un origen, se cifre en esa fatalidad. Hasta Elizabeth Bishop, emblema de la orfandad trágica, conservaba fotos de sus primeros años de vida. La pérdida de los archivos puede ser trágica, pero también estimula la imaginación y la memoria.
Glück recibió el premio Nobel el 8 de octubre. Ese mismo día, mi madre hubiera cumplido 68 años. La simultaneidad de estos hechos se sintió, también, como parte de algún destino: hace casi un año, traduje para el número 40 la revista Hablar de Poesía (soy parte de su equipo editorial) un ensayo de Glück y una selección de cinco poemas. El ensayo, de su libro Proofs and Theories, se llama “Contra la sinceridad” y analiza las formas en las que los poetas elaboran y reelaboran lo verdadero, lo honesto, lo sincero, en su escritura. La selección intentaba dar cuenta de los modos en los que Glück hace eso mismo en su poesía. Las mitologías sirven a este propósito, claro, pero no son la única forma. Dos versos de “Dolor adulto”, uno de los poemas que traduje, se quedaron conmigo: “Jamás el amor de un hijo/ mantuvo a un padre con vida”.
El mismo 8 de octubre, el New York Times entrevistó a Glück. Con apremio y urgencia, por el Nobel. Glück no es muy fanática de las entrevistas, pero se define como sociable. Está trabajando en un nuevo libro. Volvió a escribir en el verano, después de meses de pandemia y aislamiento y soledad. “La esperanza”, dice, “es que, si sobrevivimos, habrá arte del otro lado”.
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