Mientras el cine mainstream coquetea seguido con la falta de imaginación, tenemos por otro lado el show de las hordas puritanas encaramadas en luchas emancipatorias que intervienen sobre producciones del pasado y estigmatizan a algunas figuras por la indecencia de sus biografías personales. La operación es lógica: así como es difícil encontrar irreverencia en el grueso de las películas actuales -incluso en muchas de los circuitos independientes o alternativos-, es mucho más sencillo señalar comportamientos incorrectos en vidas ajenas.
En el último lustro, figuras tan dispares como John Wayne y Roman Polanski o películas inocuas como Lo que el viento se llevó, cayeron bajo la lente de nuevos activismos que sueñan con eliminar todo aquello que no les gusta.
“Polanski violador, cines culpables, público cómplice” vociferaban el año pasado algunas feministas francesas durante el frustrado estreno de J’accuse, en el marco de una suerte de campaña internacional que posicionó al director polaco y a su par norteamericano Woody Allen como villanos de la tercera edad. Unos meses después, la infamia post-mortem se hacía carne en Wayne, quien iba a ser homenajeado en la University of Southern California hasta que se difundieron entrevistas visibilizando su añejo racismo.
Hay algo del ahínco totalitario de los fascismos del siglo XX, que se combina con el candor del niño que cree que si algo no se dice, automáticamente deja de existir. Así, el activismo que elige cancelar retrospectivamente se ahorra afrontar el desafío de gestar un corpus cultural y artístico propio.
Siempre fue más fácil juzgar, vociferar y censurar que hacer, pero quizás nunca tanto como hoy. Para contribuir con tan innoble tarea, en FRESCA nos tomamos el trabajo de armar una lista de posibles cancelaciones que consideramos más osadas que las perpetradas sobre un cowboy muerto, dos señores del grupo de riesgo y un bodrio estrenado hace décadas.
Otoño tardío, de Yasuhiru Ozu. Aunque toda la obra del japonés que murió por fumar y beber demasiado al cumplir 60 años tiene un sesgo patriarcal y representa a las mujeres como dóciles y sumisas, cuando no como madres castradoras o seres afectos al chisme y la difamación, esta película de 1960 es, por su sinopsis, el blanco más seguro: tres amigos antiguamente enamorados de la mujer de un cuarto, ahora muerto, pretenden casar a la hija de ésta con un candidato al que la chica se resiste. Inesperadamente, luego de batallar con todos los que la rodean, incluida su mejor amiga, admite que está enamorada del candidato en cuestión y los tres viejos brindan complacidos por haber sabido, antes que ella, lo que ella misma sentía.
Mae West. En 1926, escribió, produjo y dirigió el musical Sex (que Madonna homenajearía décadas después) y luego Drag, prohibido en Broadway por gay friendly, además de un puñado de películas que guionó y protagonizó durante la década del 30. Pero cuando daba entrevistas, decía esta clase de cosas:
“Creo en la censura. Después de todo, he hecho una fortuna a su cuenta. Se podría decir que he creado la Oficina Hays. Soy una especie de madrina junto al Código Picture Motion. Ahora utilizan desnudez y lenguaje soez para ahorrarse la dificultad de escribir una buena historia. Yo no tuve que quitarme la ropa. Los hombres imaginaban lo que estaba debajo de ella gracias a mis palabras y mi actitud. La imaginación de un hombre es el mejor amigo de una mujer”, o “¿qué hora ha sido mejor para las mujeres? Creo que antes había cosas muy buenas. La mujer solía ser un premio muy grande para el hombre, y la cortejaban más”.
Martha, de Rainer Weiner Fassbinder. Como sucede con Ozu, varias películas del desenfrenado director de culto alemán merecen el ostracismo que tanto goce depara a las patrullas censoras de hoy, pero elegimos este largometraje de 1974 porque amamos la belleza de extrema delgadez de su protagonista, Margit Carstensen, y porque condensa algo que los nuevos feminismos niegan y que Fassbinder militó con pasión: el goce masoquista que termina por aniquilarnos.
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