Sylvia Plath tenía treinta años, dos hijos chicos y estaba separada de su marido, Ted Hughes, cuando se dio a sí misma muerte de la manera más célebremente literaria que fuera posible (a fin de cuentas, antes de meter la cabeza en el horno, había escrito: “Morir es un arte, como todo lo demás, y yo lo hago excepcionalmente bien”). Entonces Ted Hughes, víctima y verdugo, acusado y acusador, adonis literario, poeta encantador y domador de zorros, heredó la obra –incluido el diario íntimo– de su mujer, o su ex mujer, Sylvia Plath.
Cuando el diario se publicó, por primera vez, en 1982, fue él quien decidió destruir los cuadernos en donde ella dejó registrados sus últimos meses. Pero la leyenda empezó a arder. Que la amante de Ted, Asia Wevill, por quien había dejado a Sylvia, se suicidara años después de forma casi idéntica a la ex, hizo que fuera imposible evitar la propagación del fuego.
Janet Malcolm nació en 1934 (dos años después que Sylvia), en Praga. A los cuatro años se mudó con su familia, escapando de los nazis, a los Estados Unidos, donde hizo su carrera, se casó dos veces –Malcolm es el apellido de su primer marido– y estudió en la Universidad de Michigan. Cronista, periodista, crítica literaria y biógrafa, su nombre podría resonar con tanto bombo y platillo como el de otras cronistas de la cultura norteamericana, como Joan Didion o Norah Ephron. Pero por esos misterios del azar y del mercado, en Latinoamérica es poco y nada conocida.
Yo tampoco sabía de ella hasta que una amiga me contó que Malcolm había escrito un libro sobre Sylvia Plath y sugirió que podía interesarme. El libro se llama La mujer en silencio, un título demasiado críptico, cuyos sentidos se van revelando a medida que avanza la lectura, y que requirió de un subtítulo para resultar más atractivo: La controvertida relación entre Ted Hughes y Sylvia Plath.
Pero La mujer en silencio, más que sobre la relación controvertida entre Sylvia y Ted, se trata de la complicada relación entre sus biógrafos y la familia, entre los muertos –los rastros que dejan los muertos– y quienes los sobreviven. Se pregunta por los límites entre realidad y ficción, y por las encrucijadas éticas en las que a veces quedan atrapados los que escriben sobre personas reales. ¿Qué pasa cuando una persona real vive su vida para escribir, y vive como si ella misma fuera un personaje de ficción? ¿Qué pasa cuando su vida –y su muerte– calan con tanta profundidad en el imaginario colectivo que cada lector, cada espectador, cree que esa historia le pertenece?
Miremos las fotos. Hay muchísimas en internet. Basta con googlear. Cualquiera de esas imágenes serviría como ilustración para una campaña de electrodomésticos sobre el telón de fondo de la felicidad conyugal. Sylvia con su melena plateada, sujeta por una vincha, mira a su esbelto marido con quijada de príncipe, ojos resplandecientes, jopo abundante, cuerpo de atleta. Él la abraza. Ella brilla. Él sostiene en brazos a su bebé, bendecido por la mirada de ambos padres. Los dos se recuestan en la playa, están en su luna de miel, ella Marylin, él Rock Hudson. Ni remotamente seríamos capaces de imaginar mirando ese álbum que detrás de bambalinas se cocinaba un infierno. ¿Quién puede culparnos por querer husmear entre los restos del derrumbe? ¿Quién no se sorprendería, mirando esas fotos, con una de las entradas del diario de Sylvia en la que escribe: “Poseo una violencia interior que llega al rojo vivo. Me puedo quitar la vida o –lo sé ahora– incluso matar a otra persona”?
Hasta la auspiciosa llegada de este libro, las otras biografías sobre Plath te expulsaban de un lado u otro de la grieta: o estabas con Sylvia, retratada como una persona extremadamente sensible, oprimida por los mandatos de una época (en la que ser buena madre, buena cocinera y buena esposa debían ser las máximas aspiraciones de una mujer) y un marido cuya sombra opacaba su genio; o estabas con Ted: un caballero inglés, artista supremo, víctima de las circunstancias, la fragilidad psíquica de su esposa y de su propio, irresistible, atractivo.
“La cuestión con Ted –le dijo Al Alvares, viejo amigo del matrimonio, a Janet Malcolm un día, durante una entrevista– es que es un hombre tremendamente atractivo. Antes de mi segundo matrimonio tuve una novia australiana que conocía a Ted y me dijo que cuando clavaba sus ojos en él se le doblaban las piernas”.
No es extraño que algunas lecturas sobre el episodio intentaran derribar la estatua de yeso de la pareja perfecta para descubrir que detrás de esa sonrisa, esa valla de dientes blancos, se ocultaba una lengua venenosa que emanaba una rabia incandescente.
La relación entre Álvarez y Hughes sufrió un golpe que dañaría su amistad para siempre cuando Álvarez publicó su versión acerca del estado en el que se encontraba Sylvia unos meses antes de matarse y escribía, posesa, su libro póstumo –y más celebrado– Ariel. Hughes lo trató de entrometido. “Tú no sabes nada acerca de nuestro matrimonio”, le dijo, y lo acusó de escribir para “unos devotos medio histéricos en busca de sensaciones”. Al trató de defenderse, alegando que no había develado muchas de las intimidades que sí conocía y justificando su texto como un homenaje al genio de Sylvia. Pero Ted lo consideró una traición. No sólo a él, a la memoria de su mujer y a su familia, sino a la verdad.
Si hay algo que una persona que se dedica a escribir biografías sabe es que no hay un solo punto de vista válido: hay un archivo, testimonios –cuya precisión es tan dudosa como la memoria–, y también está la propia historia, esas marcas sin las cuales, en primer lugar, no se tendría el interés, o la necesidad, de hurgar en la vida de otro.
“Raramente se reconoce la naturaleza transgresora de la biografía –escribe Malcolm–, pero esa es la única explicación del estatuto de la biografía como género popular. La asombrosa tolerancia del lector, (algo que no ampliaría a una novela escrita la mitad de mal que la mayoría de las biografías) sólo tiene sentido cuando la vemos como una especie de convivencia entre él y el biógrafo en un excitante compromiso prohibido: van los dos juntos de puntillas por el pasillo, se detiene en la puerta del dormitorio y tratan de atisbar por la cerradura”.
Lo novedoso en el libro de Malcolm –un libro extraño, anfibio e hipnótico, un juego caleidoscópico de espejos enfrentados– es que recoge todos los guantes tirados de las biografías anteriores para mostrar cómo calzan a la perfección según lo que se quiera interpretar, pero ninguna de ellas constituye una verdad. Hacia el final del libro, da vuelta la cámara con la que viene registrando, como un detective privado, las huellas que le van a permitir resolver el caso, y se mira a sí misma, a sí misma como lectora de signos, para terminar con una revelación sobre la escritura. Que es lo mismo que decir que no termina, sino que empieza: abre un nuevo signo de interrogación.
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