A Silvia Saravia la mató su marido Jorge Neuss. La sorprendió en el baño por la espalda, agarrándola del pelo, apoyándole un revólver atrás de la oreja mientras ella forcejeaba, pegándole un tiro que le atravesó la cabeza y la dejó tirada en el piso con una bala hundida en el brazo. Sin vida, su cuerpo fue obligado hasta en la muerte a permanecer junto al de su asesino. Su sangre se mezclaba con la de él, hasta que el hijo de ambos rompió la puerta que estaba trabada desde adentro y los encontró.
Como a otras mujeres cuyos femicidios conmocionaron al país o fueron apenas conocidos, a Silvia su marido la mató en un country. En general, los nombres de estas mujeres pasan a integrar en el imaginario social la fosa común de las mujeres ricas que murieron en manos de sus ricos y exitosos maridos empresarios. Así quedan en la memoria de quienes no las conocieron; no hay activismo si el femicida es rico.
Para los que sí las conocieron, puede ser aún más cruel. Se borra la circunstancia insoslayable de la violencia de género en pos de las buenas formas, que entierran a las víctimas en una segunda injusticia: que su vida sea borrada y silenciada educadamente junto a la del femicida.
Gabriela Rangel, directora del Museo de Arte Latinoamericano MALBA y amiga de la víctima, manifestó públicamente su indignación al respecto: “Uno de los aspectos más ominosos de este asesinato, además de su brutalidad, ha sido el tratamiento informativo que se ha dado a la noticia: la centralidad ubicua que el asesino ocupa dentro del relato y el desdén que se ha mostrado por la vida de la víctima, descrita como un apéndice mudo, adosado a la biografía de un acaudalado marido”.
Con cariño y oraciones, amigos del matrimonio han despedido a Silvia y a su marido en obituarios compartidos. Serán enterrados juntos: como si fueran Romeo y Julieta, de Shakespeare. La sola idea de un pacto suicida indignó a sus amigas incluso antes de que se conocieran los resultados de la autopsia. ¿Cómo, si Silvia tenía proyectos y amaba la vida? “Además, él la mató a ella. ¿Dónde está el suicidio?”, pregunta una de sus amigas más queridas, que prefiere mantenerse anónima.
El jueves antes de morir, Silvia compró una colección de orquídeas. Les dijo a las amigas de golf que las iba a invitar a la casa a tomar el té para que las vieran plantadas. Silvia tenía “mano verde”, le encantaban las flores y la jardinería. También defendía con pasión sus ideas políticas: el viernes 9 estuvo hasta las cinco de la tarde convocando por Whatsapp a la marcha del 12 de octubre, y en las últimas elecciones había convencido a tres de sus amigas de ser fiscales de Cambiemos en Pilar.
Otra razón por la que desde el principio a sus amigas no les cerró esa hipótesis de un “pacto” era su personalidad y las dolorosas circunstancias de la enfermedad de su hijo: “Silvia era una madraza, lo último que habría hecho ante la enfermedad de un hijo hubiera sido quitarse la vida: ella hubiera movido cielo y tierra para salvarlo”.
Silvia y su marido estaban acostumbrados a pasar los inviernos argentinos en su departamento de Nueva York y en su casa de los Hamptons. Este año, por la pandemia, fue la primera vez en mucho tiempo que estuvieron tanto tiempo en Martindale. Las amigas del golf dicen que Silvia estaba encantada con esa vida porque tenía a sus cuatro hijos cerca y disfrutaba de sus nietos y de las caminatas: “Era un encierro dorado, o al menos eso era lo que pensábamos”.
“Con Silvia éramos seis. Teníamos un grupo de chat y nos juntábamos siempre a jugar. No era una gran golfista, pero nos divertíamos. Este año estuvimos más unidas que nunca por la cuarentena, porque todas nos mudamos al country. Primero salíamos a caminar y, cuando se pudo jugar, fuimos las primeras en reservar cancha. Jugábamos los lunes, los miércoles y los viernes”, dice Ángela Goetz. Es una de las amigas del golf que firmó uno de los dos únicos avisos fúnebres que la recordaron sin el nombre de su femicida delante del suyo. “Para nosotras fue fácil: nuestra amiga era ella. No tenemos derecho a juzgar a los amigos del matrimonio que todavía tienen que procesar lo que pasó, pero en nuestro caso no hubo mucho que pensar. A la que estábamos despidiendo era a Silvia”.
“Ahora nos preguntamos con las chicas si la hubiéramos podido ayudar en algo –dice Goetz–. Pero si tenía algún problema, Silvia se lo guardó. Para algunas cosas era muy hermética. Nos contaba lo lindo y el resto se lo reservaba. Por ejemplo: tuvo COVID y no vino esos días a jugar, pero no dijo nada, nos enteramos después. Jamás nos dijo si tenía problemas con Jorge. Alguna cosita, pero nada que diera indicios claros de que tuviera un problema serio”.
Una amiga del arte, la pasión a la que Silvia dedicó su vida, confió: “Ella era sufrida. No me dijo que se quería divorciar, pero últimamente no estaba bien. Ella lo justificaba a él, por eso que se llama síndrome de Estocolmo. Era presa de los convencionalismos sociales”. “Ella veía todos los miércoles a su psicoanalista. Ahora digo yo, ¿para qué sirve el psicoanálisis?”, se pregunta otra de sus amigas, dolida y estupefacta, que prefiere permanecer anónima.
Muy indignada con el caso, una vecina de Martindale, que no formaba parte del grupo, compartió su opinión: “Neuss la trataba mal públicamente. La menospreciaba frente a todos, incluso le gritaba en el club. Pero nadie habla. Las mucamas de al lado, que son amigas de las mucamas de Silvia, contaron que Neuss varias veces la agarró por el cuello y tuvieron que llamar al hijo. Es una desgracia,” comentó la mujer a FRESCA, que decidió permanecer anónima. “Me impresiona como en los avisos fúnebres ella sigue siendo ‘de Neuss’. El hombre le quita la vida, pero ella debe seguir perteneciendo al homicida”.
Patricia Bullrich la recordó así en un audio de Whatsapp: “Estamos todos muy apenados, muy consternados, muy tristes por lo que ha sucedido. Un drama. Sinceramente, me quedé totalmente congelada de que estas cosas puedan suceder. Ella nos daba mucha fuerza, siempre estaba organizando cosas y al frente de reuniones, al frente de la república”.
“Silvia siempre fue una persona muy considerada con el trabajo de los artistas. Muy amable, muy atenta. Me contrató para hacer varios eventos musicales y siempre me dio libertad de acción. Amaba la música como expresión religiosa y artística. Siempre fue muy generosa y nos recomendaba, de hecho uno de los últimos eventos que hicimos antes de la pandemia fue en Martindale, gracias a ella”, recuerda Laura Degolu, música del Coro Polifónico Nacional Argentino y productora de eventos artísticos.
María Concepción Sudato, responsable de Mediación Cultural de la Alianza Francesa, define a Saravia como “una mujer inteligente, vital, amante de la cultura francesa, lo que nos llevó a desarrollar muchos proyectos. Cuando hablabas con ella, sentías que las ideas fluían… El dolor me va a acompañar siempre”.
Quizá como un acto de resistencia, Silvia Saravia le había comprado una obra a Marta Minujin: “Un colchoncito, que se lo pagó en cuotas”. Cuentan que Neuss era un tipo que solo hablaba de dinero y de caballos, y que como parte del desdén por Silvia, le agradaba decir que a él no le interesaba en absoluto el arte. “Ni siquiera hablaba de caballos, sino de polo. Una artista argentina que lo trató muchas veces decía: él es un monstruo. No, es más que eso. Ella supo inmediatamente quién era él, siempre lo vio como lo que era. Ella es más clara en ver la violencia. Una vez Jorge me dijo, con un aire esotérico: ‘Es que no entiendo el arte porque me cuesta ver, porque soy daltónico’. Y yo le dije, ¿pero qué tiene que ver una cosa con la otra?”.
Todas las amigas describen a Silvia como una mujer inteligente, positiva, generosa, sólida e inquieta. Organizó en la Alianza Francesa un ciclo dedicado a Albert Camus; formaba parte de la Comisión del Hospital de Clínicas, y también del directorio de la Fundación del Teatro San Martín. Se había involucrado en distintos foros para fortalecer la democracia. “Los medios le dieron una dimensión pasiva, deshumanizada. La transformaron en un cero a la izquierda. Como si la hubieran matado de nuevo”, se lamentan sus amigas. “Es cierto que ahora se habla de él, del hombre de negocios, y de ella nada. Es como que se la empañó, cuando ella en esa familia era un sostén enorme, un pedestal”, dice Goetz, muy dolida. Otra amiga se indigna: “¿No viste los programas de tevé? Eran el machirulismo a la máxima expresión. Hacían toda una biografía de él: el tipo que la mató. ¡En cualquier país del mundo les hubieran caído encima!”.
Violeta, de los foros de política donde Saravia era activa, se lamenta: “¡Yo sé que por respeto estamos todos mudos por Silvia! Me siento mal de no decir cuánto lo siento, nos acercamos este tiempo por la política, siempre me apoyó, me alentó, me aconsejó, era muy medida, me hablaba con cariño… Este silencio me hace mal”.
Una de sus amigas de Nueva York recuerda el femicidio de la artista cubana Ana Mendieta a manos de su marido, Carl André, en 1985 en esa ciudad, y se lamenta: “Es como si la hubieran matado otra vez y yo hubiera estado ahí, sin poder nada”.
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