Siempre me gustó la expresión “revólver de cartera”. La sola idea me hundía de chica en un sueño despierto. Una mujer guardando un arma como se guarda un rouge, un espejito, un tampón por si acaso, el teléfono. El objeto en sí era ya una novela: armas hechas a medida, fáciles de empuñar y prêt-à-porter; las imaginaba rosas, de carey o nácar blanco, con algún que otro destello distinto que las volvía, además de letales, bellas.
Cuando era chica, mi juego preferido consistía en pasearme por la casa con una cartera enorme, de golpe pararme en seco y buscar adentro algo que por supuesto no encontraba: ése era el juego, revolver en la cartera con cara de queja y ansiedad, y el divino goce de pasar los dedos ese mar de adminículos indispensables y preciosos donde se escondían siempre las llaves que abrirían la puerta de la casa. Como muchas niñas, copiaba a mi madre. Copiaba su cara de “nunca encuentro nada”, su gesto odiado porque tenía tantas cosas, su pose doblando una rodilla en la que apoyaba la cartera y hundía la mano, pero era el sonido de ese revolver entre objetos maravillosos lo que despertaba en mí una imaginación de alas rosadas.
El mismo gusto innato por el melodrama que compartía con mujeres cuya existencia ignoraba y de las que, por lo tanto, no podía copiarme. Pensar que cuando la extraordinaria Antonieta Rivas Mercado revolvió en su cartera antes de salir para Notre Dame aquella tarde de febrero, en ese océano oscuro de joyas perdidas estaba también su revólver de dama enamorada, el que le había robado a su adorado José Vasconcelos. Así terminó la historia de amor de aquellos dos próceres de la intelectualidad mexicana del siglo XX.
Si pienso a vuelo de águila, no se me ocurre ninguna anécdota de la historia, ya sea trágica o melodramática, en la que el arma en la cartera no tenga como blanco el corazón de un hombre. Es un lugar trillado de la desesperación femenina que no suele despertar empatía. En general, el reclamo irrita a todos por igual y tiene como único efecto perder a su interlocutor. A mí, sin embargo, la impotencia armada de una mujer sin voz, cuyos reproches, por más válidos, han ido menguando su volumen hasta volverlas mudas como sirenas con piernas, es un cliché que siempre me ha conmovido.
Lo de Antonieta, funesto como cualquier suicidio, refulge con el más negro glamour: matarse de un tiro en la iglesia más literaria del mundo un día de invierno en la Île de la Cité. El día que Victoria Ocampo metió un arma en su cartera antes de subirse al auto e indicarle al chofer la dirección del departamento de la calle Garay donde se encontraban en secreto con su amante, lejos estaba de jugarse la vida por un ideal de belleza truculenta; tampoco la habitaba una desesperanza tan cruel como para convertir una bala en un alivio. No, Victoria estaba en un ataque de ansiedad y remordimiento porque Julián Martínez, por primera vez ofendido en serio, se negaba a verla. Si hubiese tenido a mano un perfecto cigarrillo de flores bio, o la gotita mágica del Rivotril sublingual, el arma hubiera quedado en el cajón –aunque, pensándolo mejor, difícilmente hubiera ella preferido el apaciguamiento químico, voluptuosa como era, al desborde pasional.
Cuando no es para poner punto final, el arma en la cartera suele tener la impronta de un decreto de necesidad y urgencia. Por supuesto, el cuadro escénico de Victoria logró, cual Isolda en el último acto, el efecto mágico que tiene el acorde de Tristán cerrándose por primera vez antes de apagarse para siempre. Julián, conmovido en su alarma, admirando el terror que aquel exceso implacable de mujer producía en su corazón viril, no sin antes manifestar repudio por todo tipo de extorsión del estilo, volvió manso a sus pies. Hay que decir que, por más reprimido que estuviese su deseo de dedicarse al teatro, ella era una gran actriz.
El caso de Cocó Ducados no es el de Antonieta, tampoco el de Victoria. Combina, sin dudas, algo de ese estado entre la espera y la expectativa, la impotencia y el hartazgo, pero le agrega, contundente, su toque personal. Paul Gégauff, escritor, guionista de Claude Chabrol y actor, era todo lo seductor y todo lo misógino que un joven dandy de la Nouvelle Vague puede ser. Dicen que Jean-Luc Godard se inspira en él para el personaje de Michel Poiccard en À bout de souffle, y que por lo menos seis personajes de Éric Rohmer habrían nacido a su imagen y semejanza (Henri de Pauline à la plage es uno).
Paul no decepciona su fama de galán y se casa tres veces: primero con una enfermera, después con una productora y más tarde con Cocó, que era actriz y noruega. “La tercera es la vencida”, habrá pensado ella con espíritu romántico para darse ánimos, a sus veinticinco años, en cualquier ataque de inseguridad (él tenía sesenta y uno). Pero las cosas no tardaron en cambiar de color cuando la vida conyugal empezó a gastarse, Paul a tratarla con indiferencia y cumplir con los vicios de un narciso cualquiera sin perspectiva de género. Entonces Cocó sin duda pensó, resignada a no resignarse: “la tercera es la que vence”.
La historia es mítica y dice así: en la Nochebuena de 1983, en Noruega, Cocó ve caer esa última gota que rebalsa el vaso y confronta a su marido. El tipo la ignora y ella le exige su atención, con la mano en alto, empuñando la amenaza de muerte como último recurso. Dicen que el recio Gégauff estaba leyendo el diario, que apenas si dio vuelta la cabeza para atender la demanda de su mujer, y que le dijo, antes de volver la vista al papel y después de darle una última pitada al cigarrillo: “Matame si querés, pero dejá de romperme las pelotas”.
¿Qué hizo Cocó, con semejante apuesta en el aire? En un segundo lo que era un bluff se convirtió en un vértigo. Negada a aceptar que la indiferencia de su marido podía ser una carta más alta que el ancho de espadas que ella tenía en la mano, Cocó se desquicia y lo mata. La historia real es todavía un poquito más sangrienta: esta vez, era un arma blanca y no de fuego, que le clavó tres veces en el pecho. La última frase de Gégauff, tan humillante como desconcertante para cualquiera que no consienta la indolencia francesa (recordemos que Cocó era noruega), había logrado convertir la desesperación teatral de una pelea doméstica en su propio asesinato.
SEGUÍ LEYENDO: