Las cosas que más deseamos son las que fingimos no desear, dijo Marcel Proust.
“¿Cuál es tu fetiche?” es la pregunta que se repite en cada chat con extraños desde la época más incipiente de Internet hasta las actuales redes. Una pregunta que sobrevivió los diferentes cambios tecnológicos y de comunicación seguida de una respuesta que siempre enmudece. Muchos años han pasado y aún hoy nos sigue tomando por sorpresa como si fuera la primera vez que la escuchamos.
Todos aquellos que ostentamos más de treinta primaveras sabemos que el uso fresco del concepto de fetiche es relativamente nuevo. Una idea difícil de explicar que en el pasado estuvo reservada para solteros hedonistas y hoy encuentra terreno llano para arrasar con los prejuicios más rústicos en una explosión de autoconocimiento. El abanico del placer se ha democratizado y está al alcance de todo aquel que tenga ganas de experimentar sobre sus propios límites.
El listado de fetiches es largo, variado, de difícil pronunciación e interesante. Se trata de elementos o situaciones muy específicas que estimulan el encuentro sexual. Existen aquellos que sienten placer por los genitales completamente depilados, quienes pierden el control frente a unos zapatos de taco alto o los que solo se prenden fuego si algún tejido de lana mohair interviene en la escena. Y hasta leí sobre quienes se excitan por el orden o la limpieza extrema. Se llaman “basetofilia”, aunque sospecho que puede tratarse de algún truco para alinearnos en las faenas del hogar.
Tener un fetiche, en resumen, consiste en atribuirle propiedades sobrenaturales a elementos inertes. Los religiosos lo tienen y los amantes también. La diferencia está en que el religioso no pierde su fe en ausencia de sus símbolos, mientras que el amante corre el riesgo de perder una erección si acaso el fetiche no se encontrase presente.
En el camino del autoconocimiento sexual, pretendiendo descubrir mi fetiche, me adapté a los ajenos con la esperanza de albergarlos como propios. Usé medias largas, lavé medias sucias, aprendí a hablar en diferentes tonos y acentos, de a pocos, de a muchos, y hasta me senté en la última fila de un cine en Lavalle a no mirar la película Alexander. Todos eran coloridos y excitantes pero ninguno era mío. Llegué al punto de reconocer que tal vez no tenía ninguno y que eso estaba bien. Mis padres parecían haberse criado sin la idea de un fetiche; seguro que yo también podría hacerlo.
Ahora, ¿qué pasa cuando se introduce un fetiche en el seno de la vida conyugal? Un elemento creado entre dos que, en mi caso, ninguno supo mencionar a tiempo y hoy ya es tarde para deshacernos de él. Se incorporó de forma sigilosa y progresiva, con claras intenciones de quedarse para siempre en nuestra cama. Un fetiche que no encontré en ninguna lista, pero que podría responder a la pregunta inmortal: se trata de la “eyaculación coordinada” (el nombre está en construcción, y consiste en la excitación producida por acabar al mismo tiempo). Un acto con estándares ambiciosos y pretensiones casi imposibles. Los fetiches no deben ser medidos con valores cualitativos, pero de hacerlo, este sería el CHANEL de los fetiches. Una coreografía sin ensayos ni pruebas. Un vivo donde no se puede traicionar. El acto sexual se vuelve un examen. Una ruleta rusa cargada con una única bala de plata. Una única oportunidad. A todo o nada. La presión se convierte en un aliado, y la adrenalina se confunde con la excitación.
Los tacos, la limpieza, la lana, los pies o las pulseras son fetiches de fácil incorporación. La eyaculación coordinada comprende un reto mayor. El semen pasa a ser esa estrella a la que se espera y se anhela como a una vedette en el último cuadro de una revista. Un bien preciado, sujeto de análisis, juzgado por su cantidad, proyección, longitud y, en algunos casos, sabor.
El problema se da cuando la vedette se rehúsa a bajar. Ahí, la dialéctica del amo y el esclavo se hace carne: el siervo se desprende de sus propios deseos para satisfacer los de su señor, que espera ver, sumido en un frenesí, a la estrella de la noche. Si falta eso, el acto no está cumplido, y el apetito sexual resulta insatisfactorio. No importa cuán virtuoso haya sido el resto de tu desempeño en la pista. Erección, tamaño, posiciones, todo se vuelve insignificante sin ese elemento fetichista. ¿Sería lo mismo La Pasión sin la Cruz? ¿De nada habría servido acaso el flagelo, la tortura, y la humillación sin el símbolo final? La carne debería tener más memoria. La cama también.
La eyaculación está cargada de valores que van desde lo simbólico a lo biológico, pasando por lo energético, lo cosmético y lo gastronómico. Otorgarle además la potestad sobre un orgasmo ajeno parece una empresa ambiciosa, que me obliga a abrazar esta verdad: el sexo es nuestro; el orgasmo solo mío.
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