Noël Coward dijo alguna vez que las comedias de costumbres se vuelven obsoletas cuando la gente deja de tener costumbres. Claramente no estaba pensando en la familia real británica, fuente inagotable de comedia y de costumbres (ni hablar de manners): ¿qué otro ámbito de la vida moderna nos ofrece la única y exquisita experiencia de hacer juicios morales sobre sombreros?
Megxit, el último acto de la comedia, es corto pero intenso: a menos de dos años de su casamiento, el Príncipe Harry y Meghan Markle, los duques de Sussex, renunciaron a sus puestos senior en la familia real y se mudaron a California.
Quieren triunfar en Hollywood. Quieren ganar su propia plata. No hay antecedentes para tamaña afrenta: Harry es uno de los royals predilectos del pueblo británico y de los aficionados a una monarquía legendaria. No es que el juego de las dinastías esté en peligro: lejos estamos de aquellos tiempos en los que todos los hijos del monarca tenían que pelear por el trono. Cinco cabezas esperan antes que la pelirroja recibir la Corona, pero sin la gracia del segundón, la británica ya se habría extinguido.
Finding Freedom, flamante biografía de Harry y Meghan, cuenta que a Harry le gustó Meghan desde el principio, y que pocas semanas después de conocerla la invitó a ir de camping a Botswana. Traduzco: “Para Harry, la actitud práctica y realista de Meghan fue una sorpresa agradable. Cuando estaban de campamento, se lavaba la cara con toallitas húmedas y, feliz, iba al bosque cada vez que necesitaba ir al baño”. Claro que Meghan no tenía por qué hacer ni number one ni number two entre los árboles: el príncipe embriagado de amor y la actriz estadounidense se alojaron en fastuosas carpas equipadas con instalaciones más que aceptables.
Pero ese es el branding Meghan: casual, relajada, birracial, universitaria, trabajadora (¡trabajó en la Embajada de Estados Unidos en Argentina!), divorciada, autoproclamada feminista prometía convertirse en una princesa imprescindible, una princesa woke.
Una Lady Di para el siglo XXI. Pero Meghan nunca se dio cuenta de que el affair interminable de Diana con el pueblo británico se apoya aún hoy en la existencia de un incuestionable villano: el diletante Príncipe Carlos, que aún hoy intenta limpiar su imagen y convertirse en un sucesor aceptable para una Corona que, en apariencia, no quiere tener nada que ver con él.
Meghan y Harry no logran dar con el villano de la historia. Intentaron sin éxito que fueran los medios y los diarios amarillistas: y no, Meghan no fue más criticada que cualquier otra princesa británica. Intentaron insinuar –y también fracasaron– que esta vez el villano era toda la familia real, pero esa estrategia tenía su límite: nadie puede morder demasiado la mano que le da de comer, ni siquiera un príncipe.
Puede que estén en juego fuerzas más oscuras e ingobernables. Es una verdad universalmente conocida que cualquier estadounidense que se acerca a la Corona Británica sólo puede albergar una intención: destruirla.
Wallis Simpson casi lo logra cuando Eduardo VIII renunció al trono británico para casarse con ella. Pero tuvo algunos competidores notables, desde Thomas Jefferson hasta Jeffrey Epstein y John Travolta. Es cierto que no es muy difícil. Las familias reales se parecen cada vez más a los pandas: protegerlas cuesta carísimo y están muy mal adaptadas a la vida moderna.
Pero hablar de familias reales es más que hablar de fondos públicos: es hablar de magia y símbolos, de ritos, costumbres y destinos que sobreviven contra todo pronóstico. Harry y Meghan quieren ser independientes; Harry ya conquistó libertades que otros príncipes nunca soñaron. Pero lo único que les asegura a los Sussex un lugar en el mundo es encarnar y negociar algo de esa magia inexplicable.
Pero no falta mucho para que la pierdan: Harry ya se está quedando pelado, y la carrera de Meghan tampoco era la gran cosa. Sus vecinos de Santa Bárbara los detestan: los drones y helicópteros que sobrevuelan su casa nueva les quitan el sueño.
Fundaron una productora y firmaron un contrato con Netflix para producir “contenido esperanzador que impulse a la acción”. Una y otra vez quedan en ridículo tratando de sumarse a discusiones sobre temas actuales. Cuando se encontraron con Gloria Steinem, insigne feminista de la segunda ola, Harry se apresuró a comentarle “Sabés que yo también soy feminista, ¿no, Gloria? Para mí es muy importante que lo sepas”. Harry se convirtió en un príncipe aliade.
Tal vez ese sea el verdadero problema. Ni Harry puede convertirse en un villano, ni Meghan en una santa secular: ya sabemos demasiado de sus funciones fisiológicas.
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