La primera escena de Thelma Fardin en Giro de Ases muestra al personaje –una maga que fabrica y vende trucos en su propio bazar– seduciendo a la chica que le gusta con un truco de su propia marca: “¿Sabés que las flores tienen poderes?”, le pregunta mientras hace una rosa de papel con las manos. “No importa de qué material estén hechas, así sean de plástico, de papel, las flores tienen poderes”, le explica mientras hace levitar la rosa de papel en el aire. “Y lo mejor es que esta rosa algún día puede llegar a ser de verdad”, remata mientras la prende fuego. De la explosión sale la rosa de verdad. Como los demás actores, Thelma tuvo que aprender magia para su interpretación y este truco en particular lo sabe hacer detrás de cámara así como lo hizo delante de la que grabó esta primera escena.
Con la servilleta, el fuego y la flor, el personaje de Thelma pone en acto una alegoría: el poder que tiene una rosa que, habiendo sido papel, en lugar de quemarse, nace del fuego fresca y roja. Un poder intrínseco, escondido en una materia frágil, cuyo devenir extraordinario es imposible de vencer. Es increíble que alguien pueda ver esta escena y hacerse preguntas maliciosas y es una pena que la actriz Thelma Fardin haya tenido que responder a la suspicacia de espectadores sin luces con un artículo publicado en Página 12 que se tituló “No tengo miedo, tengo a mis compañeras”. Al día siguiente la acompañó una solicitada firmada por 370 personalidades de la comunicación, el arte, la cultura y la política: “El fin de la violencia: una construcción colectiva” es un llamado a sanarnos como sociedad, a dejar de naturalizar la violencia en los medios para que el futuro no sea “un escarnio mediático y un estigma perpetuo”.
Del descargo de Fardin varios puntos son interesantes:
1. Que el reciente estreno de Sebastián Tabany no es la primera película que hace después de denunciar por violación a Juan Darthes (“yo no regreso porque nunca me fui”, aclara).
2. Que nadie debe seguir estigmatizando a una víctima de violación (lo único que falta es que, encima de que te violan y que te animás a denunciarlo, después te conviertan en una eterna violada).
3. Que los periodistas en particular tenemos una responsabilidad como comunicadores (para esto recomienda leer la “Guía para el tratamiento mediático responsable de los casos de violencia contra las mujeres”).
Hay un cuarto punto, de una relevancia ineludible: las mujeres violadas no se retiran del sexo, la violación no nos define, el deseo puede sobrevivir al trauma.
“¿Por qué jode que nos hayamos apropiado del deseo?”, se pregunta Fardin. “Quiero con esto decir que no solo trabajamos, también cogemos. Son muchos los que no nos ven como algo roto, pero sobre todo, somos nosotras, nosotres les que no nos sentimos rotas, sino rearmadas, armadas de nuevo y mejor, armadas con nuestra arma palabra.”
Thelma Fardin usa el lenguaje inclusivo, una poderosa herramienta de acción que ha llegado a trascender al feminismo y a la juventud. Menciona así a los géneros disidentes (la solicitada, por su parte, también incluye la violencia que sufrimos mujeres, travestis, trans e infancias), pero eso no le impide recurrir, cuando lo necesita, al género femenino y al masculino. Son “muchos los que" no la ven –ni a ella ni a otras víctimas de violencia sexual– como mujeres rotas. Si bien intercala en su discurso la flexión inclusiva al escribir “nosotres, les que”, decide no concordar los adjetivos que le siguen: "nosotres les que no nos sentimos rotAs, sino rearmadAs, armadAs de nuevo y mejor, armadAs con nuestra arma palabra”. El título mismo dice “compañeras” y no “compañeres”. ¿Por qué irrumpe la "a"? Tal vez porque hay una problemática específica en lo que concierne a la violación, el acoso o el abuso de una mujer y porque la necesidad de abordarla no es en desmedro de los que padecen los demás géneros.
Nada más legítimo que el reclamo que la tercera ola feminista le hace a la segunda: era, sin dudas, una agenda limitada. Luchar por la igualdad entre hombres y mujeres siendo blanca y teniendo un cuarto propio era una cosa. ¿Pero qué pasaba si eras, además, negra y obrera, si eras una trabajadora sexual, si eras trans, o si no te encontrabas en ninguna de las categorías del binarismo sexual obligatorio? Este tipo de interseccionalidades fueron conceptualizadas por la jurista estadounidense Kimberlé Crenshaw: al género se agregaban la clase y la raza como nuevos ejes para pensar la causa feminista. La realidad estaba ahí, pero todavía no se había formulado: mientras Simone de Beauvoir buscaba emancipar a la mujer de su rol doméstico burgués, qué no hubiera dado una mujer pobre, empleada en una fábrica, por poder pasar el día en su casa con sus hijos. Para Gramsci el inconsciente no empezaba a existir sino a partir de tantos miles de pesos de renta. El epigrama sirve también para pensar una zona de la problemática feminista.
Pero no es tampoco tan fácil unir todas estas luchas, porque la complejidad y la multiplicidad de los reclamos de la tercera ola termina jugando en contra de aquello que volvía específica la agenda de la segunda. Así lo explica la filósofa feminista Manon Garcia, autora del libro On ne naît pas soumise, on le devient (Flammarion, 2018): patear el tablero del género binario implica necesariamente patear un concepto clave e indispensable para la lucha feminista contra la dominación masculina: la opresión de la mujer en tanto que mujer, justamente. Es, sin duda, una opresión entre muchas otras, pero existe y tiene de hecho una especificidad que la vuelve bastante única: en palabras de Garcia, “es una de las raras opresiones en que la dominada vive con el dominante y ama más al dominante de lo que ama a las demás dominadas”.
No pasaba lo mismo con los esclavos, tampoco con los obreros, que se juntan y odian juntos al amo y al patrón, y tienen un fuerte sentido de pertenencia, como analiza el antropólogo americano James Scott. Las mujeres viven con sus dominadores, y no solamente: los aman. Los aman más a ellos que a la propia conciencia de mujeres oprimidas en tanto que mujeres, explica Garcia. La filósofa francesa doctorada en Harvard (tuvo que irse a Estados Unidos para que en Francia se tomaran en serio una tesis sobre Simone de Beauvoir) se ocupó de conceptualizar un tema tabú de la filosofía: la sumisión.
En general, cuando los discursos del saber hablan sobre el poder, lo hacen desde la perspectiva del dominante y de la opresión. Notables salvedades, señala Garcia, son Freud conceptualizando el masoquismo y Étienne de la Boétie en su Discours de la servitude volontaire (1574). La mayoría, sin embargo, como Marx y Foucault, piensan al poder desde el ángulo único de lo que nos es impuesto desde afuera. Se da por sentado que la sumisión es pasiva y simple; cuesta pensar que en la pasividad hay también un sujeto y una acción. Esto es lo que viene a mostrar Garcia, que da vuelta la perspectiva y adopta la “de los que no tienen el poder, aquellos sobre los que se ejerce el poder. El poder se ejerce sobre alguien y alguien se somete”. Su hallazgo es conceptualizar filosóficamente que hay una acción en el acto de someterse, que las mujeres participan de su propia opresión, que su sumisión es activa. Y acá hay que distinguir radicalmente sumisión de abuso: una mujer golpeada no es lo mismo que una good wife.
Vayamos al viejo tema del deseo femenino y sus zonas más oscuras. Belle de jour (1967) es una buena película para pensar este problema. Es raro, o como mínimo elocuente, que alguien pueda olvidar la primera escena: en un bosque vemos a una mujer paseando en coche de plaza con su marido, un muñeco de torta que le dice cuánto la ama, pero que ella rechaza no sin cierta condescendencia. Para su gran sorpresa, el marido le ordena a los cocheros, de frac y galera, que frenen los caballos. Entre los tres la bajan a la fuerza, la arrastran, la insultan, le pegan, rasgan su vestido y la atan a un árbol, donde la siguen humillando y azotando mientras el marido fuma un cigarrillo. Luego le ordena a los cocheros que la violen.
De pronto volvemos a escuchar la voz del marido, fuera de cámara —"¿en qué estás pensando, Séverine?"— y pasamos a un primer plano de Catherine Deneuve, acostada en la cama con la mirada perdida. Comprendemos de inmediato que lo acabamos de ver es la fantasía de una mujer casada con un cándido médico burgués. La escena de la vida conyugal es tan estilizada como la de su imaginación. Cuando él se acerca a la cama de ella —duermen como hermanos, en camas separadas— Séverine lo vuelve a rechazar, agradeciendo su comprensión.
La historia de Séverine es la historia de la mujer que no puede desear dentro de su matrimonio. El deber ser y el deseo están polarizados al máximo. Lo perturbador es que la vía de escape a la sumisión conyugal implique un sometimiento aún más radical. Dentro de la jaula de lo doméstico no hay deseo, pero cuando aparece afuera, ya sea en su mente o, a medida que avanza la película, en su vida de puta de media jornada, aparece a través de la humillación. No se trata acá de darle un signo positivo o uno negativo a esta fantasía que, como todas, está llena de contradicciones. Se trata de identificar en su estructura la huella de una violencia.
El discurso dominante sobre la mujer que desea la violencia, por otra parte, era muy corriente a fines del siglo XIX y principios del siglo XX. En su diatriba contra el conde Hermann Graf Keyserling, aquel filósofo alemán que osó exigirle favores sexuales como prueba coherente de su admiración intelectual, Victoria Ocampo cuenta que el catecismo de la diócesis de Bayona que leía a los nueve años coincidía con las teorías interpretativas que su acosador tenía sobre ella y, por extensión, sobre todas las mujeres sudamericanas.
En su libro Meditaciones sudamericanas, por ejemplo, Keyserling dice cosas como ésta que cita Ocampo: “de carácter ardiente y apasionado, son ante todo sensibles a la violencia y la violencia les resulta insoportable. Pero, por otra parte, en su fuero interno, desean ser violentadas; desean permanecer absolutamente pasivas, libres de toda responsabilidad”. Y más adelante dice: “los frecuentes éxitos sexuales de los sudamericanos en Europa se deben al hecho de que, por su lado, a pesar de su delicadeza, ejercen la violación como la cosa más natural”. Mirá vos, ¿entonces también a las francesas les gusta que las violen?, ironiza Ocampo, fuera de sí.
Aquello que en Estados Unidos se conoce desde los años 70 como “rape culture” y que en Francia empezó recién a aparecer en la prensa escrita en los años 2000 como “culture du viol”, tiene profundas raíces en la historia de Occidente: la normalización, la banalización de la violación y la objetificación sexual del cuerpo de la mujer han sido moneda corriente durante milenios en nuestra cultura. Lo que en inglés llaman “slut-shaming” y “victim blaming” lo denuncia mejor que nadie Sor Juana Inés de la Cruz en el siglo XVII: “¿Pues como ha de estar templada/ la que vuestro amor pretende,/ si la que es ingrata, ofende,/ y la que es fácil, enfada?”.
En la Edad Media, yendo más lejos, la violación colectiva y pública a chicas pobres, sirvientas o recién llegadas a la aldea era una práctica perpetuada sin castigo alguno. En su libro Le Sexe et l’Occident. Évolutions des attitudes et des comportements (Seuil, 1981), Jean-Louis Flandrin cuenta cómo en el siglo XV, en Dijon, por dar un ejemplo, uno de cada dos hombres había participado al menos una vez en su vida de una violación colectiva sin recibir por eso la menor sanción.
“La cultura de la violación es una herencia directa del pasado”, escribe Jean-Claude Kauffman, sociólogo del CRNS (Centre national de la recherche scientifique) y especialista de la vida cotidiana, que dedicó décadas de investigación al estudio de la pareja. En su último libro Pas envie ce soir (LLL, 2020), se mete con un tema que encuentra todavía bastante resistencia en nuestra sociedad, el del consentimiento dentro de la pareja: no tener ganas, hacerlo sin ganas, fingir, ceder, soportar, ¿dónde empieza el no y dónde termina el sí entre marido y mujer? Pero el libro de Kauffman que nos interesa citar acá es Saint Valentin, mon amour! (LLL, 2017), una historia sobre el 14 de febrero, el día de San Valentín.
Considerado hoy un feriado comercial que hace sentir mal a los solteros y pone presión sobre las parejas, la historia de esta festividad era en su origen, por el contrario, una fiesta para solos y solas. En la Europa medieval, se celebraba en febrero “la fiesta de los osos”: un evento al aire libre, entre romería y fogón, con características tenebrosas si lo vemos con nuestros ojos del siglo XXI. En un bosque, hombres y mujeres se daban cita para iniciar una cacería animal, en la que los hombres eran osos (iban propiamente disfrazados como tales) y las mujeres sus presas. El ritual consistía en perseguirlas mientras corrían sueltas entre los árboles, y violarlas en cuanto lograban atraparlas. Lo inquietante no es solamente que hombres-osos violaran mujeres como un deporte de feriado, sino que ellas acudieran al evento sabiendo lo que les esperaba.
Cuán lejos quedó Lilit, la primera mujer de Adán, nacida del mismo polvo divino que él y no de su costilla de carne, que se negó a estar abajo suyo cuando él quiso “conocerla”, argumentando que si eran iguales por qué tenía que ser la que se acostaba ella y no él, y optó por dejar al primer hombre frío en lo caliente y evaporarse de la escena sexual invocando el nombre de Dios.
El inquietante lado b de la fantasía femenina ha crecido, como la hiedra, trepando por la propia historicidad del sometimiento de la mujer. Sin embargo, el problema del consentimiento no pide necesariamente (al menos por ahora) juzgar la escena de la fantasía. ¿Quién puede controlarla? Se trata, más bien, de una cuestión de poder: que la mujer pueda entrar y salir de esa o de cualquier otra escena cuando quiera y como quiera. Thelma Fardin nos enseña que no hay que tener miedo.
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