El jueves pasado, la torre Eiffel se iluminó de rosa como sucede cada octubre en París. Fue apenas uno de los tantos monumentos teñidos de este color en un esfuerzo por lograr una mayor conciencia sobre el cáncer de mama, enfermedad que sufre 1 de cada 8 mujeres antes de alcanzar los 80 años. En el pasado también se han iluminado el Big Ben, las cataratas del Niágara, el Empire State y muchos otros emblemas urbanos en un espectáculo pintoresco que a veces acompañan fuegos artificiales, todo siempre rosa.
En octubre, las vidrieras de los negocios se llenan de productos rosados, los medios ponen en sus portadas el clásico lazo, las marcas realizan sinergias rosas con asociaciones no gubernamentales que recaudan fondos para la causa y sus redes sociales repiten frases esperanzadoras que hablan de curación, de mantenerse positivas frente a la adversidad y de lucha. Todo regado con un buen baño rosé, que a primera vista nos hace pensar que, después de todo, tener cáncer de mama no debe ser tan terrible. De esto se trata el pinkwashing.
El problema es que el cáncer de mama no es rosa. Es más, si tuviéramos que ponerle un color, sin duda muchas de las mujeres que lo han sufrido dirían que es negro como es oscura la muerte.
El proceso que, en nuestro imaginario, fusionó el color rosa con una enfermedad que en su mayor parte sufren las mujeres (aunque también hay una pequeña incidencia en hombres) es fascinante. Del activismo político femenino que pedía más inversión en investigación y desarrollo de potenciales curas, hoy queda poco y nada. El escenario es más digerible: se corren maratones con presencia de sobrevivientes, familiares y enfermas, se realizan caminatas con grandes despliegues de entusiasmo y música disco, se reúnen fondos en elegantes galas a beneficio y se venden productos; cada vez más y más productos. Productos rosas que tranquilizan, que son bellos, que desplazan el terror y se convierten en talismanes para espantar eso que les pasa a las demás, porque una nunca es parte de ese 12% que indican las estadísticas.
En los últimos 30 años, las corporaciones y sus flamantes departamentos de responsabilidad social empresarial han logrado convertir un reclamo social en una causa benéfica cuyos dividendos terminan dando saldo a favor en términos de visibilidad, marketing de nuevos productos, y sobre todo llegada a un público masivo (las mujeres). El pinkwashing nos insta a consumir la edición especial de un sérum antiarrugas con envase rosado o a tomarnos un mocktail hecho con jugo de granadina en el bar de un coqueto hotel por una buena causa.
El rosa, color que simboliza la lucha contra el cáncer de mama, fue elegido por la Fundación Susan G. Komen en 1991, durante la Carrera de la Ciudad de Nueva York. De a poco, el color se convirtió en símbolo y estandarte de la enfermedad. Como afecta en gran medida a las mujeres, las empresas –sobre todo las relacionadas con cosmética, alimentación, bienestar y moda– vieron allí una oportunidad para asociarse con una causa noble. El problema con las empresas y las causas nobles es que no siempre tienen los mismos intereses. El rosa cooptó el imaginario del cáncer de mama y en el camino borró de un plumazo algunas imágenes que no servían para vender cremas, tés, yogures ni lápices de labios: las mujeres peladas a causa de la quimioterapia, los pechos arrasados por mastectomías radicales, el dolor y el cansancio de afrontar los tratamientos invasivos del cuerpo, el silencio de las que no pudieron contar su historia. Nada de eso vende. Todo eso asusta.
El marketing del rosa y la lucha
¿Qué significa el rosa? Es infantil, es dulce como una golosina, es divertido, es ingenuo, es puro. El rosa reconforta, calma, es sentimental, invita a vivir la vida sin preocupaciones. Por algo Barbie lo lleva a todos lados, por algo es desde que somos niñas nuestro color por default. Las asociaciones con este color funcionan como una anestesia frente a las facetas más difíciles de la enfermedad. La cultura del cáncer de mama está tan imbricada con el marketing rosa que las mujeres hemos dejado de pedir inversión a los gobiernos y se la hemos transferido a las organizaciones privadas.
Hay énfasis en la detección temprana, en la necesidad de que más mujeres puedan realizarse mamografías, en que accedan a tratamientos a tiempo. Pero no hay en la conversación pública voces que pidan más dinero para investigar las causas de una incidencia tan alta (en los años 40, era de 1 en 22) en mujeres de zonas urbanas.
Mientras tanto, seguimos comprando papel higiénico rosa, macarons de frutilla, joyas con piedras preciosas. No vemos las caras de las mujeres que lo sufren, no vemos sus pechos trazados con cicatrices, sus cráneos lisos y relucientes. Solo formas innovadoras de atar productos a una causa, que tal vez tienen una intención genuina pero que leídas en conjunto tejen una trama compleja, digna de una nueva Erin Brocovich. Los números no mienten: se gasta más dinero en las publicidades de las campañas de concientización que en las donaciones en sí. Una famosa tarjeta de crédito tuvo que cancelar una campaña en la que se destinaba un centavo por cada compra que se realizara con la tarjeta. El eslogan rezaba: “Cada dólar vale”.
Las que quedaron en el camino también son borradas del imaginario rosa. En su léxico combativo, las palabras relacionadas con el universo de la batalla florecen como lugares comunes que pueden ser muy dañinos para quienes atraviesan la enfermedad. Se habla de “larga lucha”, de “ganar”, de “guerreras”. Como si se pudiera hacer efectivamente algo para curarse, más allá de seguir el tratamiento sugerido por los médicos. Las metáforas bélicas también son injustas con las casi 100 mil mujeres que mueren cada año a causa de esta enfermedad. ¿Acaso ellas no lucharon lo suficiente? ¿No sobrevivieron por debilidad, por falta de espíritu de combate?
Mientras la concientización del cáncer de mama esté atada a un producto que tape la angustia y a campañas preocupadas por no alejar a potenciales consumidoras, resultará difícil verle la cara verdadera al cáncer de mama. Las redes sociales abren un camino esperanzador: muchas mujeres que lo han sufrido están dispuestas a contar sus historias, a mostrar sus procesos, a revelar las cicatrices en sus plataformas. Lo que resta pensar es en un camino con menos sponsors, con más verdad, la que se merecen las enfermas, las curadas y las que murieron. El camino que reconoce el dolor de las demás.