Te separás en septiembre y bajás Happn. Al toque ligás un par de matches prometedores. Con 38, parecés una adolescente de nuevo: sentís que todo puede pasar, amás la libertad de caminar por la calle con un tipo que no es tu marido, el placer de coquetear y sentirte deseada, ahora multiplicado por todos los que te escriben mensajitos más o menos desesperados desde la app.
Probás con una cita. Es realizador audiovisual. Está más bueno que comer pollo con la mano. Te calientan sus tatuajes, su aire de chico cool. Te invita a un recital. No le prestás mucha atención a la banda pero bailar una noche en medio de una multitud en Niceto te recarga con energía de la buena. La segunda vez vas a su casa. Por fin, pensás, vas a garchar. Te ofrece MDMA. Le contás que salvo el Rivotril, no te pegan bien las drogas, que te dan pánico, pero que tome tranquilo. Ni en pedo te ves a la larga con un pibe así, aunque te divierte la experiencia.
Escuchan un buen rato Usted Señálemelo, te da finalmente el primer beso: a la cama. Te franelea non stop pero no se le para la pija. Él parece muy contento en su nube de amoroso coloque de metanfetaminas. A cada rato vuelve a intentarlo, por momentos el miembro parece ganar momentum, pero no. Psicodeflación. Te sigue acariciando, notás que su cuerpo es una enorme superficie de placer… para él. Vos te quedaste afuera del éxtasis. Esto sucede desde las 10 de la noche hasta las 7 de la mañana. Querés irte a la mierda pero afuera se desató una tormenta torrencial y él te pide que te quedes a dormir, un ratito más, por favor. Amanece y te lleva a tu casa. Terminás más caliente que antes, toda toqueteada y sin final feliz.
Hacés match con un fotógrafo. Descubrís que tienen mucha gente en común. Es varonil, un tipo más grande que vos, rudo. Le decís en la primera cita que no querés tener novio, que tenés la cabeza en cualquier lado. Que solo garchar. Parece estar de acuerdo. Lo ves una, dos, tres veces. Es todo un señor. Vas a comer vietnamita y la pasás bien; es gracioso, le gusta leer y tiene un perro divino. Te regala un libro de Patti Smith. En la cama no tiene problemas: se le para, se pone el forro sin quejarse, tiene la pija enorme y hasta ensaya un poquito de spanking sin pedirte permiso y eso te vuelve loca. Acabás como hace mucho tiempo que no acababas.
Con los días, los chats se intensifican. Te empieza a molestar un poco. El señor empieza con planteos. Que no le prestás atención, qué por qué no pueden verse el viernes. Le recordás que no sos su novia, que tenés un trabajo y un hijo pequeño. Se ofende. Sigue jodiendo. Tratás de tomar un poco de distancia. Te acusa de frívola, de egoísta y distante. No te dice puta porque se autopercibe deconstruido. Intentás que comprenda pero no. Lo bloqueás.
En octubre te diagnostican cáncer de mama.
Saliste un par de veces con otro fotógrafo, un chico judío súper sensible, tu debilidad, algo más joven que vos, pero con mucha calle.
Llega la hora de confesar: sí, sentís vergüenza por tener cáncer de mama, como si se tratara de una faceta difícil de tu personalidad. Le decís hasta acá llegamos, me tengo que operar. Me encantó coger con vos, sos un amor, pero... Y ahí te sorprende: quiere acompañarte. Ya lo vivió con la madre, sabe cómo viene la mano.
Pero la quimio. No importa. Pero pelada. Me calentás igual. Pero el bajón. Yo te voy a abrazar.
Las excusas se deshacen una a una y con el correr de las semanas vas sintiendo que por ahí ya está, que tuviste suerte, que el universo te cruzó con uno que vale la pena. Tiene sus cosas, como todos. Es medio cabrón: se pelea con los conductores que no paran para que cruces la calle. Es hijo único con ínfulas, es pisciano. También es lindo, alto y canchero. Lo mirás mientras arma sus cigarrillos y te derrite. Te reís de los mismos chistes. Te quiere de verdad y lo empezás a querer vos también.
Se te cae el pelo y te sigue garchando con pasión y tenacidad. Te dice que tenés una cabeza redondita y divina. Nunca cogiste tanto como durante la quimio. Con las últimas fuerzas que te quedan después de los efectos secundarios, del cansancio de criar a un niño de dos años y del miedo a morirte que no te deja dormir más de cuatro horas seguidas a la noche, pero no parás. Lo contrario de la muerte no es la vida, es el sexo, leíste por ahí, y lo comprobás en carne propia.
Borrás la app del teléfono. Pasás un verano difícil, pero bien cogida y bien querida. Hacés planes de viajes para septiembre de 2020, cuando ya puedas blanquear con tu ex que tenés un noviecito y que te gustaría irte un fin de semana a Río.
A finales de febrero el pisciano cumple años, ya terminaste la quimio. Te calzás la peluca, conocés a sus amigos y hasta le hacés una chocotorta. Lo ayudás a limpiar cuando se van todos, te acostás y te empezás a sentir mal. Vomitás pizza y pastel en el baño, efectos tardíos del desastre que hicieron el docetaxel y la ciclofosfamida en tu estómago. Te querés ir a tu casa, a tu baño, a tu cama. Lo despertás, le decís que te pedís un Uber. Se ofende porque es su cumpleaños y no van a dormir juntos, pero surfean la primera pelea. Un par de semanas después te vas de vacaciones con tu hermana y tu hijo. Le traés un chocolate del freeshop. All is good. Hasta que arranca la cuarentena.
Entonces todo se vuelve borroso. Está indignado por esto que le está pasando a él (la pandemia), por su mala suerte. Empieza que nos vemos, que no. Que ¿vos te cuidás del virus? Que estoy trabajando, que necesito remontar el negocio familiar, que vayamos viendo. Cada tanto le escribís, le decís que lo extrañás; él te dice que también. Rompés la cuarentena una vez, en abril. Garchás con desesperación. Hace un par de meses sos menopáusica y te duele, te arden mil agujas en la concha, pero te la bancás, porque te gusta más coger que respirar. Quedás en volver a verlo pronto. Las promesas se deshacen.
Te da bronca: ahora tenés pelo, ahora estás más linda, ahora no te da más bola. Las llamadas se hacen esporádicas, insistís un par de veces. Te dice que está todo bien. No le creés. En julio te manda un audio para tu cumpleaños. Ni regalo, ni llamada, ni nos vemos: un audio. Te gustaría dedicarle algunas lágrimas pero no tenés más energía. En plena pandemia superaste dos operaciones: te sacaron los ovarios y las tetas. Sabés que el dolor es otra cosa.
Cuando te dejan de molestar las cicatrices bajás la app otra vez. No hay tiempo que perder: a coger que se acaba el mundo.
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