Se lo ve feliz. Lo admite. “Fue un año bueno. Muy intenso, de muchos estrenos, de muchas cosas personales”, dice Benjamín Vicuña que acompañó a Griselda Sicialini en Envidiosa, en Netflix. A Adrián Suar en Felicidades, en el Teatro El Nacional. Y que encabezó La voz ausente, la serie de Disney+ basada en la novela de Gabriel Rolón.
Entre tanto hecho, se viene algo especial: el 2 de enero estrenará en las salas El silencio de Marcos Tremmer. No es un filme más: le remite a El primero de nosotros, quizás la última gran ficción hecha para la televisión abierta, que le valió un Martín Fierro al actor chileno. “De alguna manera se parecen. Es un drama similar”, reconoce Benjamín sobre este drama romántico, esta “película muy grande”, como la define, siendo una coproducción entre Argentina, Chile, Uruguay y España.
—Se asemejan en lo que le pasa a Marcos, tu personaje.
—Sí. Marcos está súper enamorado de Lucía (la española Adriana Ugarte), y le llega un diagnóstico tristísimo de corto plazo. Y entonces, ¿qué se hace en ese momento? La película habla de este secreto de Marcos, lo que oculta: decide atravesar su enfermedad en silencio y alejarse de todos sus seres queridos. Es algo polémico. Pero su decisión es un acto noble, un ejercicio de amor. Este es el disparador. No estamos spoileando nada... Además, Marcos intenta que su mujer pueda tener un novio. ¿Y qué mejor que su amigo? Entonces, empieza a tejer un futuro para los otros.
—Como si uno pudiera controlar todo.
—Como si uno pudiera... Ese es el problema del personaje: es un gran controlador. Lucía sufrió mucho con la muerte de una hermana, está muy propensa a una depresión. Marcos enfrenta un diagnóstico difícil y piensa: “¿Qué hago? ¿La protejo, la cuido, le miento? Pero no le puedo mentir. ¿Y por qué no? Si la estoy cuidando”. Es una película que habla con el corazón, romántica, pero que sobre todo habla de la condición humana. Y creo que la muerte, así como lo hicimos en El primero de nosotros, es un temón. Es un tema que, lo puedo decir, es parte de la vida. Y creo que tenemos la responsabilidad de hablarlo, en los medios, en la ficción, en la literatura.
—¿Te cuesta pensar tu muerte para esos personajes?
—No, no. No me preguntes por qué, pero ya muchas veces viví el simulacro: he filmado como 35 películas y me tocó (morir) muchas veces. Incluso en ficción, en series.
—Por favor, dejen de matar a Benjamín Vicuña...
—Sí, sí. Aparte que es muy difícil actuar. Cuando estás ahí hay una sensación retrospectiva, un intento de acercarse, porque mis 46 años y mis experiencias en la vida no son en vano: tu biografía, lo que pasaste, lo que viviste. Y empezás a simular cada vez con más fuerza y mayor convicción. Obviamente, es un truco, una pequeña mentira. Pero los actores ya empezamos a jugar, a coquetear y a involucrarnos con ese ejercicio, que es tan difícil.
—¿Te da miedo tu propia muerte?
—No.
—Con todo lo vivido, hay temores mayores que la propia muerte.
—Sin duda... Tengo muchas obligaciones, responsabilidades y ganas de seguir viviendo, pero también tengo un abrazo infinito y eterno. Y también tengo un deseo muy grande. Entonces, lo pongo en la balanza. Y eso me hace no tener miedo.
—Me imagino que uno debe anhelar mucho ese abrazo. Vuelvo a Marcos. En esta intención de cuidar a sus seres queridos, se pone en un lugar de mucha soledad. ¿Vos cómo te llevás con la soledad?
—No me llevo muy bien. Lo he ido trabajando porque es una obligación llevarse bien con uno mismo: poder habitar este cuerpo y habitar la soledad, y estar tranquilo. Pero entre mi forma frenética de trabajar, y entre mi forma de amar y de encarar la vida en pareja, que soy muy parejero, me gusta estar con mi novia, con mi mujer... Y también con todos mis hijos que habitan mi vida. Pero sí, la soledad es un temón. Inconscientemente, uno arma una red de afectos y responsabilidades para no caer en esa soledad.
—Hablás de tus hijos. ¿Pueden haber más?
—No, no.
—Vos sos repapá.
—Sí, sí, pero a propósito de este fin de año, le vamos a poner un poquito de humor a la situación: no doy más. Esto es un llamado de atención: no sé qué pasa con los colegios. Ya por niño hay como unas seis o siete actividades de fin de año: que la clase abierta, que gimnasia con papás y abuelos... Chicos, paremos, por favor. No estaríamos soportando el nivel de exigencia.
—¿Viste el meme tuyo que está dando vueltas?
—No. No quiero verlo... ¿De qué va?
—Cuando alguna de las mamás de tus hijos viaja por una situación, aparece Benjamín Vicuña con todos los chicos en modo padre, porque sos muy papá.
—Quiero ser justo también: es una caricatura. Las mamás también son muy mamás. Y de esto se trata, ¿no? De poder compartir este rol maravilloso: paternar. Tenemos los roles bien definidos, lo que pasa es que lo nuestro es muy público, y en el caso de ellas, es muy notorio, y automáticamente se da este ejercicio. Pero no hago más ni menos que cualquier papá. Detrás del humor de los memes, hay un machismo implícito. Bueno, hay que reírse también. Y está todo más que bien.
—Me imagino que en estos últimos meses, cuando viste algún título vinculado a las mamás de tus hijos, te agarraste la cabeza y dijiste: “Ay, ¿cuántas respuestas voy a tener que dar de esto?”.
—Sí, un par de veces. La respuesta es la misma que te voy a dar ahora: no puedo hablar ni meterme en la vida de los demás. Sí lo vivo a veces con cariño, y a veces con... Hay un parentesco familiar, y a la vez tampoco tengo una responsabilidad porque son exparejas de hace muchos años. Obviamente que los entiendo a los periodistas: “Tenés que opinar”. ¿Pero por qué tengo que opinar? Han pasado muchos años, somos todas personas libres, independientes. No me gusta que me pongan en ese lugar de vocero de la vida de los otros. Y si el día de mañana cualquiera de mis hijos tomara una vida pública, en lo que fuera, tampoco me gustaría que me vinieran a preguntar. Sobre todo por sus temas románticos.
—¿Hay algo de ese papá que a vos te prohibió cosas y, que en tu caso, quiere algo completamente distinto en el vínculo con sus hijos?
—Sí. Yo me encontré con un antagonista fuerte: mi papá no quería que estudiara teatro. Pero a la vez, me dio la fuerza para ser quien soy. Hoy, con el diario del lunes, se lo agradezco. Yo me planté.
—¿Se lo pudiste decir?
—Se lo dije. Luego nos peleamos, pasamos varios años sin hablar. Yo logré una autonomía económica siendo muy joven, para sostenerme en esta decisión de querer ser actor. Logré conseguir un objetivo a pesar de una decisión. Y eso tuvo un final feliz: después de muchos años mi papá reconoció mi oficio, terminó siendo un fan. En sus últimos días era: “Te felicito por la película. Está buenísima, me la vi siete veces”. Como papá, yo intento no repetir ciertas cosas. Nosotros, como generación, somos más críticos, ¿verdad? Ciertos límites, sobre todo en el tema físico. Nuestros viejos, viste, un correctivo, esas cosas. Todos cobramos.
—¿Vos también?
—Sí, mucho.
—¿De papá o de mamá?
—De papá. Y esas son de las primeras cosas que uno dice: “Bueno...”. Así como participar muchísimo más, aunque recién hablábamos y nos reíamos de las actividades del colegio. Estar presente. El abrazo. Pero hay una herencia genética donde de repente repetimos patrones. Hay que tener cuidado con eso.
—¿Mamá es la que te trajo el amor por la lectura y la escritura?
—Mi mamá escribe muy bien. Es una artista, una mujer que tiene un gusto y un amor por la vida, por lo bello. Una mujer muy culta, sensible. Sí, me dio muchísimo.
—¿Es verdad que tu mamá tiene peso en tus decisiones de pareja? Porque le han atribuido una responsabilidad.
—La pusieron como un personaje, como una villana. Yo soy independiente, vivo solo desde los 17 años. Armé una vida y tomé decisiones. Me equivoqué. Pero mi mamá acompañó eso siempre con mucho respeto.
—¿Escribís cartas de amor?
—Sí, obvio. El problema es que se transformaron en chats: ya estoy dejando el ejercicio de sentarme frente a una página con papel.
—La carta de amor se escribe a mano.
—Se tiene que escribir a mano. Muy de vez en cuando me gusta dejar notitas en los hoteles. Viste que te dejan el papelito y el lápiz, y ahí aprovecho, que sé yo. Pero es verdad: lo estoy dejando en manos de la computadora y del teléfono.
—Me dijiste: “Notitas en los hoteles”, y me acordé automáticamente de tu video con Lucía Galán. Ella me dijo acá que hizo esa canción para chaparte, básicamente.
—¡Qué bueno saberlo! Fue todo un descubrimiento. A mí me encantaban los Pimpinela cuando chico: se escuchaba mucho en mi casa. Y de repente esta vuelta de la vida, que me invitan a ser parte de un videoclip. Y mi primera reacción fue: “Te lo agradezco, pero no”. Pero después leí el guion, y estaba muy bien. Era una peliculita. Y lo que hicimos quedó muy lindo. De hecho nos quedamos con ganas de hacer una serie con ese tema: una mujer madura que se puede vincular con un tipo 20 años más joven. ¿La maté (a Lucía)? Bueno... algunos años más joven. Y con todo lo que significa volver a amar, la apuesta y la crítica del afuera.
—Hace poco también estuvo acá Roberto Moldavsky. Me contó de una cena que compartieron. Se sentó a tu lado y dijo: “A ver qué es lo que tiene, que todas, todos, todes, mueren con él”. Así empezó la noche. Y terminó medio enamorado: te convertiste en su permitido.
—¡Mirá que bueno saberlo!
—¿Cuál es tu forma de seducción?
—El perfume.
—¡Dale!
—Tengo que meter el chivo. No, en mi caso, creo que es algo que heredé de mi vieja: la empatía. Escuchar es algo que no pasa siempre. Y yo escucho. Me gusta la charla, la sobremesa, soy de conversar.
—Hoy estás enamoradísimo. ¿Cuánto tiempo ya?
—Un montón. No sé...
—¿Cómo te conquistó Anita Espasandín? ¿O vos hiciste este trabajo de la escucha y la empatía?
—No, fue mutuo. Fue la vida, que nos fue llevando de forma súper orgánica, fluida. Cuando las cosas van, es todo muy lindo: con mis hijos, con sus hijos, con el entorno, con su familia. Como que... Muy muy muy bien. Reconozco que yo soy muy precipitado, muy ansioso, y quiero todo rápido. Y en este caso vamos muy lento. Y está bueno.
—¿Ella pone esa calma?
—Pone una calma. Y una visión, una madurez. Me enamoré de su forma de ver las cosas, la vida.
—En una escena de la película, Lucía le pregunta a Marcos: “¿Qué pasa si abrimos la pareja?”. Y si viene Anita y te lo plantea, ¿estás para una pareja abierta?
—Creo que hay una mutación de nuestras personalidades en el tiempo: no somos los mismos que hace un mes, un año, diez. A mí a veces me cuesta entenderme en decisiones que tomé hace 15, 20 años atrás. Tenemos derecho a evolucionar y cambiar. Entonces, en esa evolución, hoy te digo que lo veo difícil. No sé mañana. La pareja, la monogamia, los vínculos, son temas sensibles. Todos estamos constantemente revisando eso.
—En un posteo escribiste: “Soy el hombre que un día soñé”. ¿Es así? ¿Sos el que querías ser?
—Sí. Tiene que ver con la paz. Y con cómo me estoy vinculando con mis hijos, incluso por momentos. Nada es así, perfecto. Pero por momentos puedo también dialogar con el Benjamín de antes, con el niño.
—¿Te sale sentarte a jugar con Amancio y conectar absolutamente con esa situación?
—Me sale. Y también me lo exijo, porque hay hábitos que te perjudican: si no dejo el teléfono en otro cuarto, literalmente, no logro ese nivel de conexión con mi hijo. Porque si no estás así, viendo información, una entrevista, un coso. Una de las llaves hacia la felicidad que encuentro en mis días es conectar con mis hijos: en lo que charlo, en lo que nos reímos, en nada más que estar. Suena fácil, pero es un trabajo.
—¿La actuación sigue siendo para vos un lugar de paz y de felicidad?
—Sí, sí. Aunque suene dramático, por momentos me salvó la vida. Es un lugar donde encontré una forma de expresión, de liberación a mis emociones, también a mis fantasmas y a mis demonios más crueles. Cuando estoy en un escenario lo disfruto muchísimo, y por lo mismo, sufro. Suena fuerte, pero amo tanto mi profesión que cuando veo algo que me está haciendo ruido, me alejo o tomo cartas en el asunto. No me permito pasarlo mal en el trabajo.
—¿El Benjamín de antes es el niño o es el de hace diez años?
—La vida son muchos capítulos. Tampoco puedo lavarme las manos y decir: “Yo no tengo nada que ver con ese señor, con el Benjamín que tenía 25 o 30″. Pero son varios capítulos, y me abrazo en cada uno de esos capítulos. Con algunos soy más crítico: creo que los podría haber hecho un poquito más corto, sacado algunas páginas. Con otros tengo una profunda nostalgia y melancolía, como cuando era niño. Todos tenemos ese viaje en el tiempo. Los recuerdos también se van manipulando por la historia, y hay cosas que no sé si fueron tan así. Y hay otras cosas que estoy como medio arreglando...
—No te voy a preguntar con quién, pero esos capítulos que podrían haber sido más cortos, ¿tiene que ver con relaciones?
—Sí, claro.
—Qué preferís: ¿ser infiel o que te sean infiel?
—Creo que como todos, pasé ambas. Y en las dos se la pasa mal.
—¿Cuál sufriste más?
—Es curioso porque son dolores diferentes. Uno tiene que ver mucho con el ego, por supuesto. Con la desesperación y la pérdida. Y el otro, con sentirse en una crisis humana. Y la culpa, que también duele. Son dolores diferentes, pero está clarísimo que no es un lugar lindo.
—¿Perdonaste infidelidades?
—Sí.
—¿Y hoy sos un tipo fiel?
—Sí.
Siempre acá
La charla fluye. Vicuña demuestra que es cierto: se desenvuelve muy bien en el arte de la conversación. Y entonces repasa en una anécdota para dar lugar a una idea. “Estaba en un bar y llegó un chico reality: el bar se paralizó para pedirle una foto -cuenta-. Y está genial. Yo voy a ese mismo bar y vienen tres o cinco personas: dos leyeron mi libro, una vio una película mía que quizás le cambió la vida, y otro me conoce por una ex”.
“Los vínculos que género, llámese de seducción o empatía, son lindos, potentes, casi reales. En las redes llegué a tres millones de seguidores, que tampoco es tanto -agrega Benjamín-. Pero he creado una especie de comunidad: hay un lugar de contención ahí. Es una de las razones por las que escribí un libro sobre Blanca: ese feedback de las redes, esa comunidad que habla, que se expresa. ‘Perdón, a mí también me pasó. Yo perdí a alguien’, me decían”.
—Hay algo que me pareció súper importante con tu libro: Blanca, la niña que quería volar. Quienes acompañamos a alguien en ese dolor, además de lo imposible de pensarse en cómo es, muchas veces no sabemos qué hacer. Y pensamos que tal vez no hay que mencionar, para no llevar al otro al lugar de dolor. Pero acá, en distintas notas, personas que pasaron por lo mismo me fueron explicando que eso es un error.
—Hay tantos duelos como personas existen, es súper individual. Y la forma de acompañar también. No dar un consejo cuando no te lo piden. Acompañar físicamente ya es muchísimo: la atención, poder estar, poder abrazarse. Cuando lo exije una conversación, profundizar en temas que por ahí nos dan miedo. Estar. Y hasta ayudar desde cosas básicas de logística: llevar a los chicos al colegio, hacer las compras en el supermercado.
—Mencionás la importancia de no dar un consejo cuando no te lo piden.
—En un capítulo de mi libro digo eso: la cantidad de cosas, de lugares comunes que la gente expresa. No lo hacen de malos, lo hacen de nerviosos, pero te abrazan y (te dicen): “Bueno, por algo será”. ¿Por algo será qué? ¡Imbécil! O te dicen: “¿Estás mejor?”. Cuando uno está viviendo un momento de dolor, cualquier cosa que te digan no va a estar a la altura. Me pasó incluso con consejos de personas súper espirituales del budismo, que me agarraban cuando yo no estaba para recibir nada, y lo que me estaban diciendo me parecía directamente una canallada. Por ejemplo, que me dijeran que la persona que yo estaba despidiendo, era su destino, y en realidad era porque en otra vida... Son cosas que vos, en ese momento, no podés entender. Y te parece casi cruel que alguien pueda emitir un comentario así.