Lo perdió todo, empezando por ella misma. El vínculo con sus tres hijos, su casa en Córdoba (donde nació, creció y todavía vive), la relación con su mamá. La oscuridad absoluta en la que se había sumergido de a poco no le permitía verse, encontrarse. Había empezado “como muchos, con un porro y alcohol”. Apenas había terminado la secundaria cuando vinieron las fiestas electrónicas y “todas las drogas sintéticas que necesitan de ese contexto”. Creyó que “no era un problema”, que todo “era una cuestión de diversión”. Y siguió. Hasta que probó la cocaína.
Cuando se quiso acordar estaba en el infierno, en situación de calle, sin un lugar adonde ir, expuesta a todos los peligros imaginables, víctima de la violencia y el desamparo, presa de la depresión. Aunque en rigor, ni siquiera eso: María Albastro no podía tener la lucidez necesaria para darse cuenta de dónde se encontraba, hasta qué instancia había llegado.
Hoy sí, ahora lo recuerda todo. Porque cuando se rindió ante la enfermedad -como explica- y comprendió que debía pedir ayuda, logró superar sus adicciones, en esta batalla que ya no tendrá final, que jamás le permitirá bajar la guardia. “En mi enfermedad también encontré mi propósito de vida: ayudar a aquel que quiere salir de ese infierno y llevar el mensaje de que sí se puede”, dice, en este encuentro con Infobae, mientras sueña con recomponer ese vínculo dañado con sus tres hijos adolescentes.
Y entonces, María cuenta: “Al principio, siempre te la regalan. Yo trabajaba en un boliche muy conocido de Córdoba y tenía mi plata: (la droga) era uno de mis gastos. Ahí conocí a mi exmarido y era parte de la salida”.
—¿Consumían juntos?
—Sí, pastillas. Y en un momento dado, cuando ya había tenido a mi primer hijo, que hoy tiene 19 años, vino la cocaína.
—¿Pudiste estar todo el embarazo sin consumir?
—Jamás consumí en mis tres embarazos. Además, en ese momento era un consumo más social.
—¿Existe el consumo social?
—Al principio, sí. Yo podía acomodar mi consumo a mi ritmo de vida: podía ocuparme de la casa, de mis hijos, de cumplir con mis responsabilidades, mientras a la vez estaba en ese consumo. Había una fiesta, una juntada, una salida, y ahí consumía. Consumo funcional.
—¿En tu familia sabían que consumías?
—No, no sabían.
—Y fueron pasando los años.
—Sí, y el consumo fue aumentando. Y también se fue acomodando. De alguna manera sigue siendo funcional, pero también empiezan las crisis dentro de la pareja, en la familia. Uno va dejando de cumplir con ciertas responsabilidades.
—¿Con tu exmarido, el consumo era parejo?
—Sí, porque lo hacíamos juntos.
—¿Y cómo lo vivían? ¿Él no se ponía violento?
—No, no. Era yo la que por momentos me violentaba porque me sentía abrumada, ya más entrado el consumo. Y me empezó a pesar. Después de un fin de semana, una se levanta y está irritable. Le cuesta llevar las responsabilidades con los hijos, que demandan un montón. Yo tenía el privilegio de cuidarlos, de no tener que salir a trabajar; estaba en mi casa, los podía educar y criar yo.
—¿Ahí se empieza a incrementar el consumo?
—Sí. Progresó, digamos. La adicción es una enfermedad que siempre es progresiva para mal. Nunca va a retroceder. Y el consumo funcional, esto de acomodar el consumo a las actividades, no puede sostenerse durante bastante tiempo.
—¿Con tu pareja nunca hablaron y dijeron: “Che, paremos con esto”?
—Sí, sí. A lo último. Yo pedí ayuda varias veces.
—¿Hiciste algún tratamiento psicológico?
—Sí, varias veces hice terapia con psicólogos. También tuve dos internaciones en un neuropsiquiátrico, por depresión y con un diagnóstico de bipolaridad. Estuve medicada mucho tiempo con litio, antidepresivos, porque yo no mencionaba el consumo. Por lo general, se confunde: todos los adictos tenemos un grado de bipolaridad en el consumo, estamos acá arriba, abajo...
—A ver si entiendo: ¿estabas internada y seguías un tratamiento, pero no contabas que consumías?
—No. Porque es difícil llegar a esa aceptación.
—Mientras atravesabas esa depresión, ¿alguna vez te lastimaste?
—Sí. Me autolesioné varias veces. Me cortaba. Sentía que por ahí se desinflaba un poco mi dolor. Después me contaron que es muy común en el adicto autolesionarse. He tenido episodios en que estaba muy mal, y era la manera de sacar... Descomprimir, esa es la palabra.
—¿Lo hacías para que te doliera otra cosa?
—Tal vez. Quería parar ese dolor.
—Querías lastimarte, pero no estaba la fantasía de morir.
—Siempre está... Porque por momentos se vuelve insoportable: el consumo ya no pasa a ser divertido, y el mismo organismo necesita ese químico. Esa es la enfermedad. Estuve mucho tiempo con depresión, y era consecuencia del mismo consumo. Me diagnostican bipolaridad, pero porque yo tenía estos subidones propios del consumo, y de repente estaba acá abajo, con mucha depresión: no podía levantarme de la cama.
—¿Tu familia se entera de tu adicción cuando suceden esas internaciones?
—Sí. Fue en el 2018, por eso digo que tuve esa bisagra. En esa internación, de un mes, me hicieron análisis y surgió el tema de la adicción: ingresé por alcohol, pero detrás de eso estaba la cocaína. Cuando me dieron el alta me fui a una comunidad. Fue como un pacto para mi alta: de ahí, a un centro de rehabilitación. Estuve un mes y me fui, porque yo todavía no terminaba de aceptar mi enfermedad. Ese fue el principio del fin.
—Un derrotero.
—Sí... Me fui a la casa de una amiga, porque no podía volver a la casa con mi exmarido y mis hijos: tenía una restricción de parte de él, que me había denunciado por consumo de alcohol. Ahí empecé a dar vueltas por casas de amigos.
—¿Habías vuelto a consumir?
—Sí. Y también estaba muy medicada. Con el consumo buscaba calmar un poco el dolor que venía sintiendo después de todo eso que pasó muy rápido: la internación; mi papá, con un cáncer terminal; la separación; no poder volver a mi casa con mis hijos, por la restricción.
—¿Por qué te impusieron esa restricción? ¿Les habías hecho algo a tus hijos?
—No. Sí los hice pasar situaciones muy difíciles, pero nunca los lastimé, ni quise hacerles daño. Aunque lo haya hecho indirectamente, tal vez con... Igual, siempre cuidé la cabeza de mis hijos, los protegí. Fui mamá. Y después, cuando empecé a dar vueltas, me empecé a desestabilizar cada vez más. Y después de que mi papá muere, me voy a la calle. Literalmente. Conozco una persona que... me fui a traer la droga. Esa es la palabra. Estuve en situación de calle mucho tiempo, en el 2021, yendo de un lado a otro.
—¿Qué quiere decir que conociste a una persona y terminaste en la calle?
—Conocí a la persona correcta para irme a los lugares donde me tenía que ir, donde conocí la mayor oscuridad que pude haber conocido. Y ahí vino robar, hacer todo tipo de cosas.
—No podías volver a tu casa, con tus hijos. ¿Pero qué pasaba con tus hermanos, por ejemplo? ¿Sabían lo que vos estabas viviendo?
—Sí, pero bueno... Yo no pensaba, me desconecté de la vida. Me perdí totalmente. Entré a un infierno. Fue lo peor que me pasó, una oscuridad total. No entendía nada.
—¿En ese momento, de dónde sacabas la plata para las drogas?
—No sé cómo, pero el adicto siempre consigue plata. Y siempre tenés a alguien que te las habilita; algún amigo, entre comillas.
—¿Los veías a tus hijos?
—Sí, su papá nunca me impidió verlos. Pero los veía poco porque no me sentía con fuerzas. Yo los extrañaba un montón, lo que pasa es que estaba perdida en espacio y tiempo: no sabía que pasaba un montón de tiempo y no los estaba viendo.
—¿Seguías en contacto con tu familia?
—Sí, pero de muy mala manera porque me ponía agresiva. Quería que me ayudaran. Pero mi familia me quería ayudar de la manera que todos piensan que pueden ayudar a un hijo con problemas, y esa es la manera totalmente equivocada: me abrían la puerta, me seguían dando plata. Y hay que hacer todo lo contrario.
—Vos, esa plata la convertías en droga.
—Claro. En el acto.
—Necesitabas límites.
—Lo primero que un adicto necesita son límites. Esta es una enfermedad: uno no elige enfermarse, pero sí elige curarse.
—¿Cuando decís que hiciste todo tipo de cosas, a qué te referís?
—Y bueno... hacer todo lo que se puede hacer en la calle, digamos, en consumo. Delinquir.
—¿Lastimaste a alguien?
—No, no. Nunca.
—¿Robabas?
—No sé si robar, literalmente. Pero encontrar la manera de buscar la plata.
—¿Te prostituías?
—No llegué a eso, aunque la prostitución es muy común en la mujer. Sí surgen relaciones que son como en el libertinaje, por el consumo. Hoy pienso que tuve un ángel de la guarda a mi lado porque estuve en situaciones muy peligrosas, y muy expuesta, con hombres drogados, en lugares y horarios en los que podría haber sucedido cualquier cosa.
—¿Te acordás cómo eran tus días en ese momento?
—Sí. Miro para atrás y es como una película de terror: fui sobreviviendo a un montón de situaciones problemáticas, propias del consumo. De todo tipo. Estaba constantemente en problemas con la policía. Vivía en riesgo y en constante estrés: tenía mi cuerpo inundado de cortisol. Y estaba acostumbrada. Yo pensaba que esa era mi vida.
—¿Qué pasaba con la policía?
—No sé puntualmente por qué, pero la policía siempre está presente. También estás perseguida, porque estás haciendo cosas que no son de bien. A la vez, esa persona con la que estuve era muy violenta, y tenía una restricción que no cumplíamos para nada.
—¿Con quién tenía una orden de restricción?
—Conmigo. Fue por una denuncia de mi mamá: cuando yo iba a su casa, yo estaba muy mal, muy golpeada, porque con esta persona hubo situaciones de violencia. Pero era de los dos, porque eso también genera el consumo: la violencia de ambas partes.
—Y como no se cumplía esa restricción porque seguían juntos, entonces aparecía la policía.
—Sí. La policía siempre estuvo de por medio, por situaciones de violencia con esta persona.
—¿Cómo está esa persona ahora?
—No. Prefiero ni hablar de esa persona.
—¿Te lastimó mucho?
—Me lastimé yo, permitiendo exponerme a tantas situaciones de oscuridad. En ese momento estaba en un modo víctima y echaba culpas a todo el mundo: a mi familia, a mi exmarido, a mis hijos. Estaba enojada. Estaba perdida; esa es la palabra. Y no podía ver el daño que me estaba haciendo. Y que estaba haciendo.
—¿En algún momento tu mamá te dijo: “Basta, hasta acá. No vengas más”?
—Sí. Y ahí empecé a ver que yo había perdido todo.
—Era el último lugar que te quedaba para volver.
—Exactamente. Aunque mis hermanos siempre estuvieron, ayudándole a mi mamá. Así fue cómo mi mamá y mi hermana Agustina empezaron a ir un grupo donde les dieron las herramientas para poder lidiar conmigo. Y el “no” de mi mamá, fue el sí a mi vida.
—El límite.
—El límite. Exactamente. Ahí ella empezó a entender de la enfermedad, y esos límites que vos mencionás.
—¿Qué sentiste cuando ella te dijo que no volvieras?
—Sentí que se me venía el mundo encima. Mi mamá primero cambió la cerradura y después la puerta, directamente. No pude entrar más. Cuando hablaba por teléfono con ella, mi mamá me menciona el grupo donde iba: Grupo Esperanza. Y me decía que Rita, la coordinadora, quería conocerme. Yo no quería saber nada, hasta que acepté: me di cuenta de que necesitaba ayuda.
—Ese es un punto: reconocer que uno necesita ayuda.
—Es lo que los adictos necesitamos. Ese es el primer paso: entender que necesitamos pedir ayuda. Y que viene a través de un límite, de que la familia diga “hasta acá”. El 18 de abril de 2023 nos encontramos con Rita y pude poner en palabras lo que me pasaba. Pero volví a desaparecer un tiempo, hasta que el 10 de mayo llegué a un grupo en otro lado, Esperanza, sin saber que pertenecía a los mismos grupos que iba mi mamá. Esas casualidades, ¿no? Ahí empiezan a nombrar a las comunidades Fazenda, donde uno puede ingresar voluntariamente para recuperarse de cualquier adicción.
—¿Es una comunidad religiosa?
—Abrazan mucho la espiritualidad. Trabajan con tres pilares: la convivencia, el trabajo y la espiritualidad. Pero pueden ir personas de cualquier religión o sin religión. El propósito es recuperarse. Yo no ingresé a Fazenda: hice mi proceso por fuera, en este grupo donde voy todos los lunes, un espacio de escucha y acompañamiento para familiares y adictos.
—¿Y pudiste solo con eso, sin internarte?
—Sí, sí. Pude. Fue un año de aprender todo: volver a hablar, aprender a escuchar, descubrir la vida.
—Hubo un momento en el que tuviste que decir que no podías volver a consumir, ni cocaína ni alcohol. ¿Cómo llegaste a esa instancia?
—Aceptando mi enfermedad, realmente. Me rendí ante la enfermedad. Fue como: “No puedo más así, con esta vida”. Acepté que me había enfermado y tenía que pedir ayuda.
—¿Y así fue? ¿Nunca más?
—Nunca más.
—¿No tuviste recaídas?
—Nunca. No sé, capaz fue un milagro.
—No. Fue un laburo enorme.
—Sí, enorme. Y tuve mucho la contención de mi familia. Volví a lo de mi mamá, y empecé a ir a los grupos con ella y con mi hermana. Y empecé a perdonarme, a quererme.
—¿A partir de que todos los lunes empezaste a ir con este grupo, te retiraste inmediatamente de la calle?
—Sí. Fue un cambio radical. La vida que te sane nunca podría ser la misma que aquella que te enfermó. Por eso el cambio es radical: uno no puede seguir frecuentando los mismos lugares. Los adictos no sabemos pedir ayuda. Aprendí a entender que no puedo con todo, que hay situaciones que me superan, pero hoy yo no elijo anestesiarme. Entonces, a veces duele. Los adictos vamos al límite: la felicidad es euforia, la tristeza es depresión. Y hay que saber controlar y gestionar esas emociones. En el fondo, los adictos buscamos tapar con cualquier sustancia un vacío espiritual que sentimos.
—¿Vos identificás de dónde viene ese vacío?
—Creo que todos tenemos ese niño herido. Yo tuve una infancia muy feliz, pero siempre hay algo uno no resuelve. Yo busqué taparlo, en lugar de enfrentarlo. Después de las situaciones en las que estuve, le perdí el miedo a todo. A lo único que le tengo miedo es a mí misma: yo soy la única que me puedo hacer daño.
—¿Y te da miedo volver a hacerte daño?
—Hoy no está en mi cabeza. La mejor decisión que tomé en mi vida fue haber decidido salir de ese infierno. Esta es una enfermedad de por vida, pero tengo mucha paz. Cuando cumplí un año, mis hijos fueron a mi grupo porque me dieron como un diploma porque había terminado este proceso de un año, de mucho trabajo. Fueron los dos más chicos y estuvo muy lindo.
—¿El más grande está enojado?
—Sí, está enojado. Pero es entendible. Yo voy a estar siempre esperándolo. Con mis hijos estamos sanando el vínculo, y cuesta un montón. Cuando me ausenté, estaban transitando la etapa de la niñez a la adolescencia, y cuando volví a mirarlos con ojos nuevos, habían crecido un montón: eran dos hombres y una mujercita. Así que yo estoy aprendiendo a la par de ellos. Y aunque no estamos viviendo juntos, los veo cuanto más puedo.
—¿Qué les decís a los que nos están mirando y hoy todavía no pueden arrancar, como arrancaste vos, con los encuentros semanales?
—Que sí se puede. Que hay una vida esperándonos. Yo estaba desconectada de todo, y en esa oscuridad encontré a Dios. Y me funcionó eso. Yo no era creyente, y no lo encontré en una iglesia sino que lo encontré en mi oscuridad máxima.
—¿Y a tus hijos, qué les decís?
—Que me den la oportunidad de ser esta mamá nueva, que ansía por tenerlos. Siento que tengo mucho amor, y en este momento que estoy transitando, y no los tengo conmigo, no lo puedo volcar del todo en ellos.
—¿Entendés que a tus hijos les puede estar costando un poco?
—Sí, lo entiendo. Aunque a veces me cuesta entenderlo, porque uno quiere que los tiempos de uno, sean los tiempos de ellos. Y no, no. Pero que me esperen. Que me den esa oportunidad de ser esta mamá nueva.