“Cenamos. Los acosté a dormir. Como todas las noches les di un beso y un ‘Te amo’. Esa fue la última vez que los vi”.
Hay un dolor que es inabarcable, que supera cualquier umbral. Su dimensión es ilimitada: lo alcanza todo. Y su presencia, absoluta: se apodera de nosotros. Nos absorbe, nos consume, nos atormenta. Nos derrota. Nos convertimos en ese dolor. Pero además es intransferible: solo Lorena Agüero sabe cuánto duele la muerte de tres hijos, a los que ni siquiera pudo despedir.
No hay forma de compartir tanto dolor, para al menos así, aliviar un poco esa carga. Solo el tiempo. Y las palabras. Por eso Lorena elige hablar, 14 años después de aquella mañana trágica. “Es la necesidad de que tanto dolor sirva para algo -explica-. Quiero ponerlo en palabras porque todo lo que uno no habla, el cuerpo por algún lado lo manifiesta”.
Lorena alquilaba una casa en Trelew junto a quien era su pareja, un antiguo novio de la secundaria. Habían tenido a Lisandro (por entonces de cinco años), Iona (tres años y nueve meses) y Lautaro (un año y medio). “Hasta ese día, fue un momento más feliz que el otro. Era plenamente feliz, con mis hijos para todos lados. Siempre, desde chica, había querido ser mamá y tener muchos hijos”, cuenta.
—Y un día, ¿qué pasó?
—Y un día pasó que tuvimos un accidente...
6 de mayo de 2010. Un mes atrás Lorena se había quedado sin trabajo: atendía en un consultorio odontológico. Por eso se quedaba en su casa con los chicos cada vez que su pareja se iba a trabajar. “Esa mañana me levanté, no sé a qué hora. Sé que era de día, que había luz -relata Lorena-. Me acuerdo de ir hasta el baño. Sé que me golpeé y me caí. No sé cuánto tiempo habré estado ahí, desmayada. Me levanté por segunda vez y me volví a caer en el pasillo. Tirada ahí, sentía que no tenía fuerzas, que no podía levantarme. No entendía qué era lo que estaba pasando. Y me desvanecí. Lo próximo que recuerdo es que me desperté en el hospital, 10 días después”, recuerda Lorena que desde sus redes sociales (@lorena.aguero78) busca con su historia ayudar a otros.
—En tu casa estaban tus hijos y tu pareja.
—Sí. Él se levantó y se fue a trabajar. Y fue él quien nos encontró al volver, a las 13. Y pidió auxilio: llamó a mi mamá. Poco tiempo atrás yo había estado durante días con dolor de cabeza. Después uno empieza a darse cuenta de un montón de cosas: había sido un indicio. Me acuerdo que le decía (a mi pareja): “Cuando vayas a trabajar bajá la estufa porque me despierto súper abombada”.
—¿Cómo era esa estufa?
—A gas, con tiraje hacia afuera, donde vos tenés rejillas para que circule el aire. Pero estaba quemando mal. Mi mamá vino un día y me dijo: “¿Por qué no llamás a un gasista?”. No recuerdo si llamamos y no pudo. Él (por su pareja) lo limpió como pudo. Hizo lo que pudo.
—¿Qué pasó con vos durante esos 10 días en el hospital?
—En realidad, caímos todos internados. A Lisandro lo conectaron (a oxígeno) junto conmigo, pero al otro día lo desconectan porque ya tenía muerte cerebral. Y Lautaro e Iona fallecieron ahí, ese mismo día...
—¿A ellos dos ni siquiera se los pudo conectar?
—Ni conectar... No sé si trataron de reanimarlos, si les agarró un paro o trataron de... No había posibilidad. No había...
—¿Vos estabas en riesgo?
—Sí. Yo no tenía probabilidades de vida. De hecho mi mamá, que fue la que siempre estuvo ahí, me dijo: “Yo no me quería ir, no me quería mover de tu lado porque si te morías y yo no estaba, me iba a...”. Estaban esperando que me muriera. De hecho, esperaron tres días para hacer el sepelio de los nenes.
—Hasta que un día, te despertaste.
—Me desperté. El médico le decía a mi mamá que yo tenía un ancho de espadas: era joven y no era fumadora. El tema era saber cómo iba a quedar si me despertaba: las posibilidades eran que quedara ciega, con problemas de riñones o neurológicos.
—Desde que te despertás, ¿cuánto tiempo pasó hasta que lograste entender?
—No entendía qué hacía ahí. Primero pensé que estaba soñando. La veo a mi mamá, y quería que avisarle que llamara a mi pareja para que me despertara. Esas cosas que vos decís... Y claro, me durmieron de nuevo porque yo estaba toda conectada, sumamente desorientada, y uno reacciona mal. Cuando me despierto por segunda vez, estaba mi mamá y mi pareja. Entonces ya dije: “Esto no es un sueño”. Pero me quería sacar todo. “Lore, quédate tranquila porque te vas a lastimar”, me decía mi mamá. En la tercera oportunidad, me dice: “¿Querés que te duerman?”. “Sí”, le respondí, porque yo sabía que reaccionaba mal, no entendía nada. La cuarta vez ya me desperté más tranquila.
—¿Y te sacan el respirador?
—Sí. Pero antes le pedí a mi mamá un papel y un lápiz para escribir. Como no tenía pulso, puse: “Mis soles”. Así les decía a mis hijos. Quería saber dónde estaban. “Quedate tranquila que están con la tía”, me dice. Tres veces pregunté y tres veces me respondieron lo mismo. Pero ese mismo día me dijeron la verdad, porque la psicóloga y los médicos le habían dicho que no podían estirar esto. Que sí o sí yo tenía que saber. Y que no se preocuparan, que yo iba a estar controlada por si se me disparaba algo. Yo los quería ver. Y mi mamá vino con mi pareja, y entonces ella me dijo la verdad.
—¿Qué te dijo?
—”Lore, ¿vos te acordás qué fue lo que pasó?”. “Sí, mamá”. Yo no entendía cuánto tiempo había estado ahí, internada; pensaba que había sido ayer, o antes de ayer. Estaba desorientada con los días. Pero me acordaba absolutamente todo. Entonces le cuento: “Hice esto, esto, lo otro”. Y me dice: “Los nenes tuvieron un accidente”. “¡¿Cómo un accidente?!”, le digo yo. “Los nenes se durmieron”, me dice. “No, mamá. ¡Andate! ¡Andate!”. Yo no podía entender lo que estaba pasando.
—¿En ese momento te contaron que habían tenido una intoxicación por monóxido de carbono?
—Sí. Yo no sabía que era tan grave, que uno se podía morir. Le dicen la muerte dulce, porque es como si fuera una anestesia: vos no te das cuenta. Por ahí estás sentado mirando la tele, hay una pérdida y te dormís.
—Tu mamá te dijo: “Los nenes se durmieron”.
—Sí. Pero yo trataba de saber qué les había pasado a ellos. O sea, el hecho de que me dijeron que ya no estaban más...
—¿Entendiste que te estaba diciendo: “Tus hijos se murieron”?
—Si. Porque ella me dijo: “Se durmieron, Loli, se durmieron”. Y yo digo: “¡No!”. Lo entendí, sí. Yo estaba muy medicada, me costaba reaccionar. Esa noche no podía dormir. Ya me habían sacado el respirador, pero me ponían oxígeno porque me costaba respirar. Venía el enfermero y yo le decía: “¿Para qué me ponés esto si yo no quiero respirar? Me quiero morir”. Eso es lo que quería. Yo me quería morir.
—Desde que despertaste, ¿cuánto tiempo continuaste internada?
—Otros diez días más.
—¿Sin ganas de vivir?
—Sí. Me pesaba estar despierta. Y no podía dormir. Era todo el tiempo imágenes en la cabeza.
—¿Imágenes lindas y tristes, o imágenes que abrumaban?
—Sí, eso: que abrumaban. Cuesta entender. Vos decís: “¿Qué pasó?”. Uno nunca está preparado para la muerte, ni siquiera nosotros, que ya habíamos pasado la muerte de mi papá meses antes, por un cáncer. Pero menos cuando es una muerte así, tan repentina, que te desestabiliza emocionalmente en todos los sentidos. No podés entender, no podés entender...
—Cuando te dieran el alta, ¿el plan era volver con tu pareja a ese departamento?
—Con este tema del monóxido lo habían clausurado. Así que sé que había sacado todo. Pero sí, la idea era irme con él. Unos días antes de que me dieran el alta, me dice: “Lore, los chicos me dijeron para ir a pescar”. “Bueno, andá”, le digo, por el hecho de estar acompañado, ¿viste? “Cuando vuelvas me voy con vos”, le digo. Y me responde: “Me quiero separar porque no te puedo contener”. “¿Qué pasó? No es lo que yo quiero, pero tampoco te puedo obligar”. Así que quedó ahí. Cuando me dieron el alta, él no estaba. “Bueno, se le va a pasar. Debe estar shockeado. En algún momento va a volver”, pensé. Y nunca volvió.
—¿Qué creés que le pasó?
—Cada uno hace lo que puede y cómo puede. En realidad, todos perdimos. Yo perdí a mis hijos. Pero se perdieron nietos, sobrinos, primos. Había dolor por donde miraras.
—Cuando recibís el alta, ¿adónde te vas?
—A lo de mi mamá. Y ahí empezó un camino sumamente doloroso. Siempre fui muy creyente, y nunca me pregunté: “¿Por qué a mí?”, sino: “¿Por qué no me llevaste? Habiendo estado tan cerca de la muerte, no sé para qué me dejaste”. No entendía eso. ¿Para qué? ¿Por qué tanto dolor? Sentía como si un tsunami hubiera arrasado mi vida. Nada quedaba de todo lo que yo había construido con tanto amor. Nada... Esa sensación de desolación, de angustia, de tristeza, de muerte. No tenía nada. Me preguntaba qué sentido tenía seguir. Y no tenía ningún sentido. Yo me quería morir. Sentía que estaba muerta en vida.
—¿Empezaste algún tratamiento? ¿Tuviste acompañamiento?
—Sí. El primer tiempo tenía que estar muy controlada, así que iba al clínico, al neurólogo, a la fonoaudióloga, porque había perdido la voz. Cuando me dieron el alta estuve tres noches sin dormir, así que empecé con psicólogo y psiquiatra, que me daba medicación para dormir. Porque no podía.
—¿En qué pensabas en esos días, Lore?
—Sentía que no podía ser cierto: “Esto no puede estar pasando. Me voy a despertar y van a estar”. Tenía un dolor que no me dejaba respirar. Sentía que me dolía... todo. Es sumamente tan, tan doloroso. “¿Ahora qué hago? No los tengo a ellos”, pensaba. Yo tenía a mi familia, y ya no la tenía más. Ellos eran el motor de cada día de mi vida. Estuve mucho tiempo en piloto automático. Los primeros meses fueron sumamente difíciles. Dejé de comer porque se me fue el apetito. Mi mamá me llevó a comprar ropa porque había bajado mucho de peso y no tenía qué ponerme, y ya el hecho de ver a la gente me abrumaba. Entonces no quería salir, me la pasaba encerrada en mi casa. Estuve un año sin trabajar. No me interesaba vivir.
—¿Te enojaste con Dios?
—No, no me enojé. La única pregunta que le hacía era por qué no me había llevado con Él.
—¿Y encontraste una respuesta?
—No. Después de muchos años entendí que hay un destino, que la muerte es parte de la vida. Que uno nace, vive y muere en un momento determinado. A veces muchos se nos adelantan en el camino. Y traté de entender que no era mi hora.
—No tenías ganas de vivir, pero nunca te lastimaste.
—No. En un momento digo: “Si Dios me dio la vida, yo no soy quien para quitármela. Así que voy a seguir. Como sea, pero voy a seguir”. A los dos años nació mi primer sobrino, y un bebé siempre es vida. Al año empecé a trabajar. Sabía que cuando consiguiera un trabajo en el que tenía que cumplir horarios, iba a dejar de tomar la medicación. Y así fue. También fue difícil reinsertarme en la sociedad. Al buscar trabajo tenías que exponerte a entrevistas: “¿Tenés familia, hijos?”; “No, no”. ¿Qué iba a decir?
—En los procesos del duelo siempre se habla mucho del primer año. ¿Fue el más difícil?
—Sí. Los primeros dos años fueron terriblemente duros para mí. Y en los cumpleaños de cada uno, las primeras fiestas, el Día de la Madre. En Navidad y Año Nuevo me sentaba en la mesa a comer, pero no brindaba. ¿Qué iba a brindar?
—¿Cuándo pudiste pararte, empezar a vivir, volver a estar contenta?
—Pensé que nunca más iba a volver a reír, a ser feliz. Me acordé que a veces me enojaba y Lisandro siempre me decía: “Mamá, no quiero que estés triste, quiero que seas feliz”. Y entonces dije: “Tengo que ser feliz como sea. Tengo que hacer valer cada día de mi vida por honor a ellos. No creo que la muerte sea esto y que se termina acá. Quiero creer que hay algo más”. Y en todo eso, apareció Gustavo...
—¿Y te permitiste enamorarte y dejarte querer?
—Sí. Fue difícil. Siempre fui una persona sociable, pero como que me escapaba. Cuando aparece él, no me pude escapar porque me enamoré. Entonces lo echaba: “¿Por qué no te vas? ¿Por qué no buscás a otra persona que no tenga una mochila tan pesada?”. “No”, me respondía él. Y desde hace 11 años estamos juntos. Cuando empezamos a salir, Gus me veía unas horas del día y yo trataba de que me viera bien. Después, puertas para adentro, era otra. Cuando nos fuimos a convivir se encontró con otra realidad. Él no entendía muchas cosas, le resultaba difícil saber qué me pasaba. Cuando uno pierde a alguien se termina quedando solo porque la gente no está preparada para el dolor, para la tristeza, para verte mal. Le escapan. La gente no sabe ni qué decir, ni qué hacer. Y no hay nada para decir porque absolutamente nada de lo que me digas me va a llenar. Si supieran que ya el solo hecho de estar, de acompañar, de contener... Si supieran lo que significa un abrazo.
—¿Qué es lo que no hay que hacer en esa situación?
—Dejarte solo. Sé que cada uno hace lo que puede, pero a veces uno dice cosas que te suman más dolor. Hubo muchos comentarios que vos decís: “¿Cómo me estás diciendo esto?”.
—¿Por ejemplo?
—”En tu lugar, yo me pego un tiro” o “no vas a llorar porque yo no sé qué hacer”. Un montón de cosas que hicieron como guardarme todo para adentro.
—En un momento llegó Alma.
—Sí. En diciembre va a cumplir ocho años. Alma vino a darle un poco de paz a mi vida, después de tanto caos.
—¿Cómo fue decidir tener un hijo?
—Yo no quería. Así como tenía miedo de enamorarme por temor al abandono, tenía mucho miedo de tener una hija por miedo a perder todo de vuelta. Pero Gus me decía: “¿Por qué no tenemos un hijo? Te va a hacer bien”. El miedo siempre está ahí: cuando Alma iba llegando a cada una de las edades de los chicos, era terrible para mí.
—¿Por qué?
—Por este miedo de que le pasara algo. Pero siempre traté de no mostrarle mis miedos, de no transmitírselos. Dejo que ella haga cosas y que vaya, si la invitan a algún lugar. No hace mucho, traté de relajarme.
—¿Le hablás de sus hermanos?
—Sí. Ella sabe. Cuando tuvo edad de entender, le expliqué que antes su mamá había formado una familia. Y que era esto lo que le había pasado. Quería que lo supiera porque no puede estar ajena a todo eso.
—¿Todos los días pensás en tus hijos?
—Todos los días. No sé si algún día sanás. Aprendés a vivir con el dolor. La felicidad y la tristeza siempre van de la mano. Te alegrás por algo, pero también te agarra esa tristeza de no poder compartirlo con ellos. O a veces es inevitable pensar en cuán grande estarían o qué cosas harían.
—¿Los soñás?
—Sí. Me pasa que cuando estoy muy mal, sueño, se me aparece esa sensación de abrazarlos, de sentirlos. Y siento sus cuerpos, sus pelos. El día de la ecografía de Alma, cuando supe que era una nena, cayó el 5 de agosto, el mismo día que nació Iona. Fue sumamente emocionante. Creo en las señales.
—¿Entendiste que tenías derecho de ser feliz?
—Si. Pude volver a reírme, pero a reírme con ganas. Porque al principio uno hasta se lo cuestiona: “¿Me estoy riendo después de que perdí a mis tres hijos?”. Después sentís que, más allá de las adversidades que nos puedan tocar, la vida es hermosa, y vale la pena vivir cada día.
—¿Hoy, cómo está tu vida?
—Y... hoy la vida me sonríe. Más allá de esta tristeza que uno tiene, de que aprende a vivir con el dolor, de que no se va. Hay días que, sinceramente, ni yo sé cómo hago para estar de pie. Y pienso que el amor prevalece sobre todas las cosas. Que nos sostiene, nos ayuda a sanar. Doy las gracias por darme la fortaleza para sobrellevar cada día.
—Esta Lorena que sos hoy, ¿qué le dice a aquella Lorena que un día se fue del hospital sin nada, rota por completo?
—Me siento orgullosa de todo lo que logré. Y dónde estoy hoy. Pero no fue sola. No sé qué hubiera sido de mí sin mi mamá y mis hermanas. Y después apareció Gustavo. Y está mi hija. Hay un montón de personas alrededor mío que hacen que sea lo que soy. Es sumamente importante hablarlo y llorarlo las veces que sea necesario. La vida es bellísima y siempre te da revancha. Hay días soleados, días de llovizna; otros dos o tres días de tormenta, que parece que el cielo se te parte en mil pedazos. Pero la vida sigue. Después de la tormenta, sale el sol. Siempre habrá un motivo para volver a sonreír, para volver a soñar. En algún momento hay luz.