Eleonora Wexler se deja descubrir. Confesará deseos y negará ambiciones. Permitirá que asome su lado más vulnerable al contar su tristeza durante la pandemia. Revelará ser un “fósforo” que arde a la primera fricción, y a su vez recordará la noche que lloró como pocas veces mirando una obra. Dirá que no le atrae la política, aunque sentará su compromiso social, el mismo que le trajo consecuencias. Y se alarmará por estar en “una sociedad muy enferma”.
Todo esto, apenas para arrancar.
En estos días se la puede ver en Flow y TNT (con un estreno semanal), protagonizando junto a Mike Amigorena la exitosa serie La mente del poder. Allí, bajo la dirección de Mariano Hueter, el suspenso psicológico se amalgama con lo que sucede en las entrañas de la escena política.
“La filmamos en diferentes lugares: estuvimos en La Plata, en Microcentro, en locaciones eran impresionantes. Y es loco todo, porque es un presidente electo, un outsider, un tipo que no tenía nada que ver con la política. Mi personaje, que es la Primera Dama, tampoco”, describe la actriz sobre el argumento.
“En la serie está el mundo de la política -agrega Wexler-, pero también, de qué manera se vinculan estos personajes, cómo se encuentran o desencuentran. Y Mike es un personaje hermoso, increíble: me río mucho con él. Pero también trabajamos mucho porque era difícil, con textos complejos”.
—Te encuentro trabajando un montón: no paraste, este año es una locura.
—Sí, trabajé un montón. Estuve con la grabación de otra serie, La bastarda, desde principios de año hasta septiembre, cuando arranqué con la obra La mentira, con Gonzalo Heredia, Lautaro Delgado Tymruk y Alexia Moyano, en el teatro Picadero. Y además acaba de estrenar Lo que quisimos ser, con Luis Rubio, una película de amor hermosa de Alejandro Agresti que hicimos el año pasado. Por eso parecía un volumen mayor de lo que es.
—¿Te gusta la política?
—No.
—¿Nada?
—Nada.
—¿Pero te informás, te interesa lo que pasa?
—Sí, me informo. Trato de leer de un lado y del otro, y me armo un poco de lío porque no entiendo del todo. Siento que nos llega una partecita así de todo lo que pasa en el fondo.
—No te gusta la política pero sos una mujer muy comprometida con determinadas problemáticas sociales.
—Sí, eso sí: el compromiso social. Hay causas que me atraviesan. Cuando fue lo del aborto legal estaba comprometida, como estoy comprometida ahora con el tema de las universidades. Es un momento más complejo para darle voz a muchas cosas.
—¿Dónde se origina ese compromiso con las universidades?
—Por el compromiso con la educación. Yo no fui a una universidad, pero fui a un colegio estatal, al Bernasconi (en Parque Patricios), que me dio una formación espectacular. Y estaba la posibilidad de que todo el mundo fuera a ese colegio: ideológicamente, no concibo la educación de otra manera. Tiene que ver con un pensamiento, con una mirada de la sociedad y de un mundo para mí, con la posibilidad de poder crecer, poder estudiar y graduarte.
—Trabajar en lo que a uno le gusta, aun con momentos más arriba y otros más abajo, es un privilegio.
—Es un lugar de privilegio, absoluto.
—¿Se lo lograste transmitir a tu hija?
—Sí. Ella lo tiene. Empezó a trabajar, y está estudiando: tiene su pasión muy marcada desde que a los tres años se subió a un caballo. Hay algo íntegro en ella y en la valoración de las cosas, más allá de que ella nació en otro contexto social, donde tiene cosas mucho más fáciles que las que tuve yo. Yo venía de una clase media media, donde todo era un esfuerzo grande. Mis padres se han esforzado mucho para la educación de mi hermana, de la mía, para que tuviéramos cosas.
—¿Qué vos empezaras a trabajar de tan chica, tuvo que ver con tu vocación o con alguna necesidad en tu casa?
—Con mi vocación. No, ninguna necesidad. Nunca, jamás. Yo trabajaba porque era algo que me gustaba.
—¿Tuvo un costo para vos hablar del aborto?
—Sí, tuvo un costo. En realidad, en este momento tiene un costo hablar de todo.
—¿En qué se traduce ese costo? ¿En qué lo sentís?
—Mirá, no pude creer cuando sucedió lo del veto al financiamiento de la universidad pública. Me interpeló, me movilizó. Y me salió del alma poner algo, un comentario en las redes. También publiqué cosas en mis historias. Y no sabés lo que es, no te puedo explicar... “Primero aprendé a actuar”, me decían. Un nivel de violencia muy grande.
—¿Qué te pasó con esos comentarios?
—En un principio me generó un poco de ira, porque decís: “La gente no entiende”. Y no. Dije: “Respirá, respirá, respirá... Ya sabés lo que querés, sabes adónde vas”. Estamos en una sociedad muy compleja y muy enferma. Venimos de muchos años de muchos quiebres y cada vez más divisiones, y ahora esta división está realmente muy marcada. Si uno retroalimenta eso, va a ser peor. ¡Y la cantidad de cosas que te dicen! Cosas de mucha violencia: “Asesina, ¿por qué no te abortás a vos?”, “Ojalá te hubieran abortado”. Me dieron ganas de contestar, y no dije nada.
—¿Y quién te frenó de contestar?
—Yo. Antes, en otro momento más impulsivo que tenía... Porque yo soy muy impulsiva, no parece porque estoy trabajadita. Estoy calmada.
—O sea que yo te veo así, toda buena...
—No. Preguntale a la gente cercana.
Eleonora Wexler se presta a jugar con Infobae y así entre otras anécdotas recordará el objeto que le prestaron y no devolvió pero seguía usando, responderá si prefiere tener sexo todos los días o una vez cada tres meses y hablará de sus recuerdos.
—¿Seguís noviando?
—Sigo noviando.
—Entonces, si le pregunto a él cómo sos en una pelea, ¿me escondo?
—Un poco sí. Pero me calmo. Yo soy un fósforo, ¿entendés? Fósforo. Prendés. Y me pasa mucho manejando. A veces me vuelvo loca, soy una bestia.
—¿Qué te enoja?
—Me enoja cuando hacen cosas en la calle. Digo barbaridades, y mi hija dice lo mismo. Pero ya no hago cosas que hacía antes, cuando era más chica.
—¿Por ejemplo?
—Perseguir a un auto, encerrarlo. No, señora... Eso, no. Cálmese, señora. ¿Para qué? O sea, ¿para qué? Pero me salía.
—¿Tuviste alguna situación complicada en ese encerrar a alguien?
—Por suerte, no. Porque me vino a buscar, y le dije: “¿Qué pasó? No me di cuenta”. Le actué un poquito.
—En La mente del poder, hay una cosa de ambición en Ana, en esa Primera Dama.
—Sí. Para ella, la ambición es todo. Como las piezas de ajedrez.
—¿Vos, sos ambiciosa?
—No mucho. O poco, la verdad. Sí tengo deseos, pero no me siento ambiciosa. La ambición tiene que ver con algo más desmedido. A veces el fin justifica los medios, y para mí, no es así. Vas creciendo y sabés que hay deseos no se van a cumplir, y otros que por ahí, se pueden llegar a cumplir. Pero no siento la ambición de llegar a tal lugar. La ambición no es un sentimiento de construcción.
—¿Hoy, el sueño por dónde pasa?
—Uno siempre tiene sueños. Estoy en un plan desde hace tiempo que me hace bien: tratar de estar presente donde estoy. No estás ni allá (en el futuro), porque no sabés, ni tampoco anclada en el pasado. O sea, estar. Eso es lo más difícil de lograr.
—¿Y cómo hacés?
—Bueno, no lo puedo hacer todo el tiempo. No es que puedo decirte la fórmula. Muchas veces respiro, cuando me voy. Porque mi cabeza es tramposa, es futurista, y maquino a la noche, y pienso. Yoga fue una práctica que me ayudó. Siento que en la pandemia, en 2020, de estar bastante centrada hasta agosto, en septiembre entré en depresión. Tuve miedo, incertidumbre. No tuve una gran depresión, pero estaba muy triste. Los teatros y todo, cerrado. Y no sabía qué iba a pasar con todos nosotros (por los actores y las actrices). Cuando se pudo entrar al teatro, obviamente con el barbijo, con el aforo reducido, fui a ver El equilibrista.
—Con Mauricio Dayub.
—¡No sabés lo que lloré! Más allá de que seguramente en otro momento también hubiese llorado. Pero era compulsivo, era un montón...
—¿Qué te ayudó a enfrentar esa tristeza?
—Mis clases me ayudaron. Mis perros, mi hija. Traté de verlos a mis padres porque sabía que lo vincular era fundamental, que somos seres sociales. Mis amigas. No estaba en pareja en ese momento. Sentía que necesitaba estar con gente. Y que el miedo no era un buen consejero.
—¿Cuánto tiempo ya de novia?
—Un tiempo ya. Pero un tiempo para mí, en este momento, es un tiempazo.
—¿Están conviviendo?
—No, no. Y me encanta así.
—Hablábamos de la importancia de estar presente, aquí y ahora. Pero si te doy la posibilidad, ¿elegirías viajar al pasado o al futuro?
—Al pasado.
—¿Con quién te querés encontrar?
—Con mi abuela. La mamá de mi mamá.
—Te regalo una charla con tu abuela.
—Sí, me encantaría... “Che, abuela, mirá dónde estoy. ¡Mirá mi hija! Mirá, Miranda. Miren lo que hice. Estoy bien, abuela”.
—¿Cómo era tu abuela?
—Mi abuela... Una mujer que sufrió mucho: perdió a su hija, a su marido. Siempre tuve una conexión muy particular con ella. Yo me acuerdo de que cuando se murió su marido, mi abuelo Raúl, yo tenía diez años. Y me fui a dormir con ella a su casa. Pregúntame por qué; no lo sé... Ella me iba a ver a todos lados. Y tenía guardados todos los programas de todas las obras en una cajita. No sé si tenía charlas tan profundas con mi abuela, pero había algo de mucho amor.