“Quiero que a alguien le importe que yo exista”: tiene 20 años, sobrevivió a un infierno familiar y aún sueña con ser adoptado

Néstor Carrizo desea que alguien, alguna vez, en algún futuro, diga: “Éste es Néstor, mi hijo”. Hasta los seis años, el que decía eso orgulloso era su papá. Pero cuando una enfermedad lo mató, su vida cambió para siempre. Vivió con su progenitora, con familias de acogimiento y en la calle: sufrió violencia de su familia e indiferencia del Estado. “Hasta el día de hoy sigo pensando que voy a tener una familia”, anhela

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“Quiero que a alguien le importe que yo exista”: tiene 20 años, sobrevivió a un infierno familiar y aún sueña con ser adoptado

Eduardo Galeano narraba la historia de un médico que en la víspera de Nochebuena, en su última recorrida por las salas de un hospital, sintió que unos pasos de algodón lo seguían por la penumbra del pasillo. Al girar se encontró con un niño, allí internado. Titubeante, el niño se acercó, le rozó la mano y le dijo, susurrando: “Decile a... Decile a alguien que yo estoy aquí”.

Néstor Carrizo no fue aquel niño. Pero ese sentimiento de desamparo y soledad absoluta lo asemejan. Porque todavía hoy, a sus 20 años, mantiene una ilusión frustrada, como la llama. Un deseo que para la mayoría está dado: “Quiero que a alguien le importe que yo esté, que exista. Que diga que soy de su familia. O que me presente diciendo: ‘Este es Néstor, mi hijo’”.

Hasta sus seis años, en La Rioja donde nació y creció, eso fue posible gracias a su padre, que lo amaba y lo cuidaba junto a sus tres hermanos más grandes. “Era una familia homoparental, compuesta nada más que por un papá. Y estábamos bien”, recuerda.

Sus padres estaban separados. Y su mamá -a la que llamará progenitora- vivía en una casa ubicada en el mismo terreno con sus dos hermanos mayores, frutos de relaciones anteriores.

Esa situación de armonía se modificó radicalmente cuando su papá murió. Y ese nene de seis años pasó a ser sometido a la peor de las violencias, a maltratos físicos y psicológicos. Al castigo, al dolor, al hambre. A la negación de sus derechos y hasta de su propia existencia.

El pequeño Néstor comenzaría un recorrido que fue un escape, una huida del tormento, ante un Estado y una Justicia que siempre le dieron la espalda.

Ahora se sienta en los estudios de Infobae para hablar de lo sufrido en aquellos, que lo impulsaron a trabajar por los derechos de las infancias en la Asociación Civil Doncel. “Es una red federal. No sé cuántos somos, pero estamos dispersos por todo el país. Hacemos talleres, fiestas de Navidad. Acompañamos a los niños, niñas y adolescentes: hacemos visitas en los hogares, porque cuando yo vivía en el hogar, casi nadie iba”, enumera quien también es periodista y está a cargo de la comunicación de un complejo de cabañas.

Es momento entonces de que Néstor narre su propia historia de desamparo y soledad.

Nestor Carrizó luchó desde niño por ser escuchado frente a un sistema que lo condenó
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—¿Cuál es el primer recuerdo que se te viene a la cabeza de tu infancia?

—Los primeros recuerdos son de mi papá, y son lindos: acompañándome al jardín, comprándome las galletitas de vainilla que me gustaban. Nos mandaba a la escuela a la tarde y nos levantaba tempranito para que nos duchemos y acomodemos nuestra habitación. Me enseñó a cortarme las uñas. Nos cocinaba.

—¿Y tu mamá?

—Mi progenitora estaba en la otra parte del terreno, con mis dos hermanos mayores, que eran de otros dos padres diferentes. Y los cuatro hermanos menores nos quedamos con nuestro papá.

—A él sí lo llamás papá.

—Era mi papá. Es mi papá. Falleció de cáncer cuando yo tenía seis años. Y ahí se derrumba todo: nuestra vida, nuestro corazón, nuestra cabeza. Mi progenitora pasa a ser la cabeza de la casa, pero no tenía las herramientas necesarias para poder con todo.

—¿Qué edades tenían los hermanos?

—Mis hermanos más grandes ya tenían 18 y 15 años.

—¿Y los cuatro más chicos?

—Todos nos llevábamos dos años: yo tenía seis; después ocho, 10 y 12.

—Y se hace cargo tu progenitora.

—Sí. Y se vuelven a juntar esas dos casas, en el mismo terreno. Comienza todo un proceso de desorganización: de nosotros como hijos; de ella con los cuidados. El que quería ir a la escuela, iba; el que no quería ir, no iba. Nuestra progenitora se desaparecía por días: nadie sabía dónde estaba. Yo tenía muchos problemas con mis hermanos. Todo el tiempo era así: “Si comés, comés, y si no, te vas”. Mis hermanos iban al supermercado a llevar el carrito de personas grandes para juntar una monedas y poder comer. Un tiempo yo también lo hice.

—Cuando tu progenitora se iba, ¿no había nadie que los cuidara?

—No. Y después, había golpes.

—¿Había mucha violencia?

—Sí. Era todos contra todos: no se podía hablar, no se podía comer, no se podía hacer nada porque todo el tiempo eran golpes y golpes.

—Pero eras muy chiquito, tenías seis años: vos no golpeabas...

—Yo defendía mis juguetes. Y no había nadie, ni figura paterna ni materna, a quien acusarle por los golpes.

—¿Esta violencia pasaba más con tus dos hermanos mayores, los que eran hijos de tu progenitora?

—Sí. Yo tenía seis años y era pelear con chicos de 15 y 18 años. Hubo una pelea en la que nos tiramos piedras.

—No eran hermanos peleándose: eran chicos de 15 y 18 años golpeando con piedras a un niño de seis y ejerciendo todo tipo de violencia, sin ningún adulto que pusiera límites.

—Sí.

—¿Sufrías todo tipo de maltratos?

—Sí... Hasta que mi madrina me lleva a su casa. No sé qué habría hecho sin ella. Es una señora muy grande y pensaban que era mi abuela: me llevaba a la escuela, me firmaba la libreta sin tener la tutelaridad legal. Me compraba lo que necesitaba, me alimentaba. Me celebraba el cumpleaños. Había un cariño, un cuidado, un respeto.

Le pegaban con palas y piedras y caminó 400 km para escapar
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—¿Cuánto tiempo estuviste con tu madrina?

—Cinco años. Desde los seis hasta los 11.

—¿Y la seguiste viendo a tu progenitora?

—No.

—¿Nunca reclamó para que volvieras a su casa?

—No. Tampoco la juzgo: creo que ella entendía que ahí, yo estaba mejor cuidado.

—¿Vos pediste ir con tu madrina?

—Sí. También una vecina. Viví una semana con la señora de un negocio, porque cuando me pegaban yo salía corriendo a ese negocio. Pero esa señora no pudo seguir teniéndome, y habló con mi madrina.

—Frente a tanta violencia, ¿nadie llamaba a la policía?

—Sí. La policía venía siempre. Se hacían muchos allanamientos en la casa. Y el más grande, que les pegaba a los otros, se escapaba. Nosotros a veces también nos escapábamos porque nos pegaban. La policía estaba un ratito y después se iba.

—¿Por qué se hacían allanamientos en esa casa?

—Se decía que llevaban cosas robadas al domicilio.

—¿Quiénes salían a robar?

—Mis dos hermanos más grandes.

—¿Y cuando iban a robar, también llevaban a los chiquitos?

—Sí. Todos empezaron a hacer esta vida de robar, de hacer daño todo el tiempo. Quizás era la única alternativa que tenían: nadie les decía que no hicieran esas cosas, ni les ponía un límite.

—¿Tu progenitora estaba en alguna situación delictiva?

—Sí, algo así... Yo no entendía qué pasaba. Y no juzgo a mis hermanos porque sé que ellos la pasaron mucho peor que yo porque no tuvieron quién los rescatara de ahí. Sé que sufrieron. Mi madrina me hizo prometer que yo no iba a decir malas palabras, ni fumar, tomar, drogarme o robar; sino, iba a terminar como ellos.

Nestor Carrizo trabaja junto a Doncel con jovenes que egresan sin haber sido adoptados
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—Pienso en la situación y me enoja mucho, principalmente por un Estado ausente, que no te cuido a vos, ni a tus hermanos. Pero vos sos mucho más bueno que yo, por eso no juzgás a nadie.

—Ojo que ahora empecé a perdonar. Antes los odiaba mucho. Le decía “familia buitre”. Sentía un odio muy muy profundo y dañino. Ese odio se empezó a formar cuando sentí que ni mis hermanos me querían. Una vez me rompieron mi juguete favorito: era un camioncito que tenía desde hacía muchos años. Y era mío. Ahí entendí que no les importaban ni mis juguetes, ni yo, ni nadie. En ese momento me defendí, y mi hermano de 18 años me pegó con una pala para sacar el pasto.

—¿Te pegó con una herramienta de metal?

—Sí. Y yo fui a buscar la escoba para defenderme.

—¿Por qué no pudiste seguir viviendo con tu madrina?

—Mi madrina es asmática, y se enferma: no podía seguir con los cuidados de un chico que estaba entrando a la preadolescencia y al secundario.

—¿Y qué pasa con vos?

—Vuelvo a la casa. Y una mañana uno de mis hermanos me golpea con un palo de selfie en la cabeza. Me sale sangre. Yo tenía mucha bronca, mucho enojo. Y fui personalmente, yo solo, a la Dirección de Niñez. Dije que necesitaba ayuda, que alguien me fuera a ver a mi casa. “Vamos a ir a la tarde”, me dijeron. Pero no van. Vuelvo. “Bueno, vamos a abrir un expediente”, me dicen. Me hicieron firmar un papel con todo lo que yo había expuesto, con que estaba golpeado. Y les pedí que fueran a la casa, que hablaran con mis hermanos. Nunca fueron.

—¿Tenías 11 años y fuiste a la Dirección de Niñez a decir que en esa casa te estaban golpeando?

—Sí.

—¿Y no hicieron nada?

—No. Quería que fueran y les llamaran la atención a mis hermanos. Que los retaran. Pero la trabajadora social nunca fue a ver qué pasaba. Y yo seguía recibiendo golpes. En la escuela primaria conozco a una compañera, la Anahí, que hoy sigue siendo mi amiga. Me dice que vaya a dormir a su casa. Estuve en diciembre y enero, pero en parte también en la calle, viendo dónde comer. Porque no podía volver a casa.

—¿Qué iba a pasar si volvías?

—Me iban a pegar. Michelle, una maestra de la primaria, se enteró de mi situación porque una ambulancia me había llevado al hospital: yo estaba anémico y tenía taquicardia. Al otro día me llevó a su casa. Ahí me ducho, puedo dormir; me quedo un par de semanas. Me contuvieron y me escucharon. Me cuidaron. Estaba tan feliz, me sentía tan querido, que decía: “Loco, tengo una familia”. Luego Michelle quiere tenerme legalmente. Yo estaba recontento. Vamos a la Dirección de Niñez, y ahí estaba mi progenitora. Nos dicen que como yo tenía familia, no importaba lo que pasaba: tenía que volver a la casa.

—¿Tu progenitora quería que volvieras?

—No. Nunca quiso que volviera. Pero accedió.

—¿Y qué hacía ahí?

—La habían citado. Y ese 15 de marzo vuelvo a la casa de mi progenitora. Apenas llegué me dijeron muchas cosas, porque frente a mi psicóloga, que me había puesto la doctora que me atendió en el hospital, yo había denunciado que en esa casa había una vulneración de derecho grave.

—Hay cosas que no estamos contando acá, porque son muy dolorosas. Pero cuando volvés a esa casa, fuiste muy atacado. ¿Es así?

—Sí...

Existencia negada

Hubo un sistema que, con la complicidad de una asistente social, le dio la espalda a ese niño sometido a violencia física y psicológica, a todo tipo de maltratos. Que estaba hundido en una situación de vulnerabilidad extrema. “Nadie le daba importancia a lo que yo decía”, recuerda Néstor, todavía lamentándolo.

También hubo un grupo de mujeres que actuó en consecuencia y lo asistió. Su madrina. Más tarde Michelle, aquella maestra de la primaria. La doctora Vanesa Brizuela, directora del hospital, quien alertó sobre su situación. También la psicóloga de un centro de salud, que empezó a contenerlo. Y Doña Ángela y Natalia, como contará después.

Porque Néstor se consumía en ese infierno al que llamaban casa. Alguien debía hacer algo. Y primero, lo hizo él. “Yo solo quería irme. Y entonces, a los 12 años, me fui caminando hasta Sanagasta, a 400 kilómetros”, recuerda.

—¿Caminaste 400 kilómetros, con 12 años?

—Si. Hasta que me agarró Gendarmería y me llevó nuevamente a la Dirección de Niñez. Hablé con la directora (Brizuela) y, a través del hospital y la psicóloga, hicieron la denuncia por vulneración de derechos y muchas otras cuestiones.

—¿Esa denuncia te rescata de esa casa?

—Por un mes. Porque la trabajadora social estaba empecinada con que tenía que volver a la casa. Y la obliga a mi progenitora a llevarme. “Pero ustedes saben todo lo que está pasando en esa casa”, le dije. Sin embargo, volví.

—¿Adónde estuviste en ese mes?

—En una familia de acogimiento, con Doña Ángela.

—¿Te trataron bien?

—Muy bien. Por eso sufrí muchísimo cuando me dijeron que tenía que volver a la casa. Ahí yo no podía seguir: no me dejaban dormir, ni comer. Cada vez que quería comer, me servían el plato, me sacaban una foto, y me sacaban la comida.

—¿A quién le mandaban esa foto?

—No lo sé. “Para mostrar que estás bien”, me decían. Mi progenitora estaba empecinada: “Si van a comer, ¿cuánto van a poner para la comida?”, nos preguntaba a todos. Y éramos chicos, menores. El colegio N°3 hizo un retrabajo conmigo, más que la Justicia de la Rioja: me daban el desayuno y una vianda para la cena. Lo que no me podían garantizar era un lugar donde dormir.

—¿Llegaste a dormir en la calle?

—Muchas noches las pasé en la calle. Pero no dormía, sino que me quedaba dando vueltas, vueltas y vueltas, caminando por toda La Rioja, hasta las 6 de la mañana, cuando me iba al colegio. A esa hora ya llegaban las ordenanzas y yo desayunaba.

—¿Y cuándo dormías?

—Cuando terminaban las clases, en el laboratorio del colegio. Así estuve hasta julio, cuando Doña Ángela se enteró de que yo estaba en la calle. Como estaba muy pero muy anémico, porque en mi casa no me dejaban comer, literalmente, informa a Niñez. Y me vuelven a ingresar otro mes con esa familia de acogimiento.

—¿Y cuando se termina ese mes?

—Vuelve esa trabajadora social que estaba empecinada con que tenía que volver a esa casa. Toma esa medida junto con una abogada, que actualmente tiene un cargo gubernamental en Dirección de Niñez. “¿Por qué no piden los informes de la escuela, del centro de salud, de la psicóloga?”, les dije. “No te va a servir de nada”, me respondió la abogada. Ese textual me sigue marcando.

—Te hacen volver a esa casa. ¿Y todo se repite otra vez?

—Esta vez era una ignorancia total: nadie te hablaba, ni te contestaba, ni te decía nada. Ni te preguntaba si estabas bien o mal.

—¿Te pegaban?

—No. Directamente, yo no existía para ellos. No existía para nadie. Y la comida, ni hablar: en esa casa no comías. En el Hospital de la Madre y el Niño a veces me daban comida y un lugar en la Guardia para dormir. Hasta que un día llegué tan pero tan mal que me internaron. Estuve dos días y nadie preguntó por mí, nadie me buscó. Nadie preguntó dónde estaba. O preguntó si estaba vivo. Pero la escuela, sí. Y con la doctora Brizuela y la psicóloga del centro de salud, pidieron ante la Dirección de Niñez una intervención urgente. Y la jueza decide ingresarme al dispositivo, ya de manera definitiva.

—Tu situación se judicializa.

—Sí.

—¿Y adónde vas?

—A la familia de acogimiento: yo pedí por Doña Ángela. Ahí estuve dos años hasta que ella renunció a trabajar como familia de acogimiento por muchas cuestiones, como falencias del Estado. Y me trasladaron a otra familia, con la que estuve otros dos años.

—¿Cuándo se dictó tu adoptabilidad?

—Con la segunda familia.

—¿Por qué recién ahí? ¿Qué estaban esperando que sucediera?

—Siempre estuvo latente esa trabajadora social, que quería que volviera a esa casa.

—¿Y vos qué querías? ¿Cuál era tu sueño?

—Desde que falleció mi papá siempre quise tener una mamá que me preguntara cómo me había ido en la escuela. O que me retara porque, no sé, llegué tarde. Alguien que me dé su importancia: de acompañarme al colegio, de preguntarme cómo estaba.

Nestor pasó por diferentes hogares y familias de tránsito, tomó su historia para ayudar a otros
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—¿Y en esa segunda casa, con quién fuiste?

—Con Natalia. Éramos 14 adolescentes, todos institucionalizados. Lo que pasa es que en La Rioja no hay familias de acogimiento y todos íbamos con Natalia porque ella podía contenernos.

—¿Estuviste bien en la casa de Natalia?

—Sí. Había peleas de adolescentes. Imaginate, plena cuarentena. Hasta que Natalia cierra esa casa y me trasladan al hogar. Yo tenía 16 años.

—¿No encontraban una familia?

—No.

—¿Ya entendías que no ibas a ser adoptado?

—No. Yo seguía con fe.

—¿Todavía querías ser adoptado?

—Sí. Quería ese modelo de familia: el papá, la mamá, los hermanos. Que te pregunten cómo estás, que te lleven al colegio. Yo quería que a alguien le importara que estaba. Que yo... que yo existía. Eso era: que a alguien le importe que Néstor, estaba. Hasta el día de hoy sigo teniendo esa ilusión frustrada. Todavía sigo con fe (de ser adoptado).

Amor ausente

Ya en el hogar Néstor comprendía que tenía entre manos “una bomba de tiempo”, como la llamaba: al cumplir los 18 debería empezar a ganarse la vida con los recursos con los que contaba.

“Con Andrea, la coordinadora del hogar, y junto con la doctora del hospital, mi psicóloga y el colegio, empezamos un proceso de autonomía progresiva: aprender a cocinar, a manejar el dinero -explica-. Terminé el secundario y comencé a buscar un departamento. Y se me cayó todo cuando me puse a pensar que si mis hermanos o mis progenitores hubieran estado conmigo, celebrando porque me iba a un departamento, todo sería diferente. ‘Esta es la vida que te tocó. Y tenemos que seguir’, me dijo Andrea”.

—¿Hubo un momento en el que no quisiste más?

—Sí. Fue hace poco. No conseguía trabajo y tenía que mantener el departamento, seguir con la universidad, comprar una garrafa, comprar cosas para comer. Está el PAE (Programa de Acompañamiento para Jóvenes sin Cuidados Parentales), que es un 80% de salario mínimo, desactualizado. Son 140.000 pesos. Y yo no llegaba... Y no encontraba a nadie que me entienda, que me abrazara. Ahí llegué a ese momento... Fue una fantasía. Hasta que se me vino a la cabeza una frase de mi papá: “Si te tengo a ti, lo tengo todo”. Y me acerqué a una iglesia, Casa de Amistad, donde me contuvieron. Empecé a orar. Le pedí a Dios que me dé sabiduría para ordenar mi vida, mi cabeza, mi todo. Le pedí que me saque esos pensamientos malos. Y que me ayude a perdonar a mis hermanos. Y los perdoné.

—En la Iglesia encontraste el perdón.

—Y también en la Biblia. Hace poco entendí que mi progenitora quizás no tuvo las herramientas para poder criarme. Y le agradezco que haya permitido que mi madrina me criara. Por eso la perdono. Pero no le perdono que me haya dejado todos esos años sin haber ido a verme. Eso todavía no lo puedo superar.

—¿Alguno de tus hermanos era mayor de edad cuando te violentaba?

—Sí.

—¿Lo denunciaste en la Justicia? ¿Hay una causa penal por todo lo que te hicieron?

—Hay una causa penal contra mi hermano mayor. Tengo la teoría de que la trabajadora social tenía algo conmigo porque nunca me creyó. Yo se lo había manifestado, y nunca me creyó.

—Ojalá la causa prospere, porque hay denuncias que no prescriben.

—La única justicia en la que yo creo es en la de Dios.

Nestor Carrizo con Tatiana Schapiro en Infobae (Candela Teicheira)
Nestor Carrizo con Tatiana Schapiro en Infobae (Candela Teicheira)

—¿Cómo es cumplir 18 años sin haber sido adoptado? ¿Qué se siente?

—Les pasa a muchos chicos. Y te sentís muy muy mal. Hay algo que todavía no supero. Cuando me mudo al departamento, la cocina daba a la ventana de los vecinos, donde había una familia. Y yo estaba desayunando solo, los veía a ellos... y me largaba a llorar. No podía creer que yo estaba solo y enfrente, había una familia. Hasta el día de hoy sigo pensando que voy a tener una familia.

—Esa es tu ilusión.

—Si. Lo trabajo mucho con mi psicóloga. Tengo muchas mamás por toda La Rioja, soy muy querido por esas mujeres. Siempre me dicen que me quieren como a un hijo. Cuando me presentan, dicen: “Es como un hijo” o “Es mi hijo de corazón”. Pero nadie, nadie, dice: “Néstor es mi hijo”. Ese es el sueño que tengo: que alguien diga que soy su hijo. O que soy de su familia. Sigo teniendo esa fantasía de que alguien venga ahora, con mis 20 años, o después, cuando tenga 30, y diga: “Néstor es mi hijo”.

—¿Estás preparado para que alguien hoy, con 20 años, te quiera adoptar?

—Tengo esa ilusión. En mis oraciones, le digo a mi viejo: “Tenés grandes planes para mí. Sé que en algún momento me vas a conseguir mi familia”. Y yo voy a crear mi familia. Y voy a cuidar y a contener a mis hijos, dándole dos cosas fundamentales: cariño y límites.

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