Esta entrevista comienza con la simpleza de la pregunta cotidiana que se realiza al encontrarse dos personas: “¿Cómo estás?”. Y no es casual. Porque esta vez no será una consulta de rigor, dicha al pasar por educación. Existe un interés genuino. Y además -aquí lo más importante- no habrá un “todo bien” protocolar como respuesta. Ya no más mentiras. Ana Paula Dutil contesta con el corazón en la mano, como lo hace a lo largo de todo el reportaje: “Estoy contenta. En un buen momento. Disfrutando la vida, cuando puedo. Tengo días malos, como todo el mundo, pero a cómo estuve, estoy muy bien”.
Para acercar esa respuesta positiva Ana debió transitar un arduo camino, recorrido muchas veces a tientas, ante la oscuridad reinante. Lo inició siete años atrás cuando la tristeza, sin previo aviso, se instaló en su vida como una niebla constante, espesa, siempre gris, que la envolvía allí donde estuviera.
Llegó entonces la depresión. Y las internaciones, el derrumbe del matrimonio de dos décadas con Emanuel Ortega, el dolor y el desconcierto de sus hijos, el alcohol, los intentos de suicidio, los tratamientos psiquiátricos desacertados. Y el no entender; más bien, el no entenderse. Y algo todavía peor que vivir sin ganas: las ganas de no vivir. Y el dolor, la angustia, la desesperanza.
Pero también llegó la salida. Con el amor de los suyos, con la asistencia profesional. Con la importancia de hablar, de poner en palabras lo que le sucedía. Con el dejarse ayudar.
Ahora Ana Paula Dutil comparte su experiencia de vida en el notable podcast Las pibas dicen, que armó con sus amigas Julieta Ortega, Rosario Ortega y Fernanda Cohen. En octubre grabarán la segunda temporada. Además entendió que tiene una gran llegada a otros y eso busca con Hablemos, los dos encuentros mensuales que realiza en la Universidad de la Ciudad, en los que cuenta con la asistencia de profesionales y busca ayudar a quienes están sufriendo.
Porque solo Ana sabe cuánto le costó transitar este camino. Y quiere compartirlo, para ayudar a quienes hoy están a tientas, en la oscuridad de su propio sendero. “Yo la pasé, pero hay muchos que la están pasando mal -advierte Dutil, en esta charla con Infobae-. Esta es una enfermedad silenciosa. Uno no ve los síntomas, como pasa con otras enfermedades. Entonces, como el otro no ve, no entiende nada: ‘¿Por qué no se levanta de la cama? ¿Por qué no tiene voluntad? ¿Por qué no tiene ganas de vivir?’. Y es eso: te quita las ganas de todo”.
—Voy un cachito para atrás.
—Dale.
—Muchos años antes de llegar al diagnóstico, eras una mujer con tu vida en Miami, con tu familia.
—Sí, una mujer normal, como cualquier otra. Cuando nació mi tercer hijo dejé de trabajar como modelo para trabajar mucho como madre en casa.
—¿Fue una decisión tuya?
—Sí, sí. Mía, total. Soy muy madre: me encanta la casa, me encantan los hijos.
—Muy Susanita.
—Demasiado. Y eso no ayudó porque, más allá de que me diera placer, es necesario tener una vida fuera de lo que es la familia, la pareja. No tuve ayuda durante los diez años que vivimos allá porque era muy costoso, nosotros no podíamos, y entonces lo hacía todo yo. Pero con ganas, aunque muchas veces me cansaba y quería mandar todo al diablo. Lo hice yo, y está bien: ¿cuántas mujeres lo hacen?
—Pero alguna vez, por supuesto, debías poder salir con tu pareja y que alguien cuidara a los chicos.
—Sí, pero nosotros nunca... creo que eso tampoco ayudó: no éramos de salir, no teníamos vida social.
—¿Se encerraron mucho?
—Demasiado... La familia de mi ex iba todos los años para pasar Navidad y Año Nuevo, y era una fiesta tenerlos ahí. Pero no, no teníamos vida social.
—¿Y empezaron a aparecer bajones?
—Al principio de mi estadía allá, no. Pero a los seis años, ponele, empezaron los bajones: no sabía qué me estaba pasando. Y empezó a aparecer el alcohol en exceso. Allá hubo dos intentos de suicidio; después hubo uno más acá, en el 2021. Fue muy difícil para Emanuel, también para los chicos, que no sabían por lo que yo estaba pasando: no sabían que yo había intentado...
—¿Ubicás el inicio de todo?
—Sí, hace siete años. Mi depresión empezó hace bastante, pero se diagnosticó más tarde, ya estando acá, cuando vuelvo a la Argentina. Para mí, yo estaba triste y no sabía por qué. Y nos tendríamos que haber separado antes. Hoy entiendo que toda esa tristeza, que era una depresión que se estaba gestando y fue creciendo con los años, viene de la niñez: tuve una infancia difícil, con una madre que también tenía problemas con el alcohol. Mi madre también estuvo deprimida mucho tiempo, pero en mi casa de eso no se hablaba. Hasta el día de hoy no se habla.
—¿Nunca lo hablaste con tus papás?
—Muy poco. A mi madre le ha costado mucho ser madre, porque su madre tampoco supo serlo con ella. Y lo que a mí me pasó tiene que ver con todo eso. No culpo, porque cada uno hace lo que puede. Incluso, yo también les hice daño a mis hijos con las malas decisiones que tomé.
—¿En esa infancia, te sentiste querida, cuidada?
—Cuidada no, porque si mi madre no podía cuidarse a ella, ¿cómo iba a cuidar de alguien más? Y mi padre trabajaba, no estaba en todo el día. Él era un poco negador. Entonces mi mamá, joven, se encontró con dos hijos chicos, y no podía con nosotros. No podía con ella... Fue depresión, recuerdo que estuvo medicada.
—Vuelvo a Miami. En ese primer evento, ¿Emanuel te encuentra?
—Sí, Emanuel. Pobre, hoy lo entiendo más... Porque a medida que pasa el tiempo empiezo a ver a mi entorno desde otro lugar. Hace poco mi hija dijo: “Yo tuve que hacerme cargo de mi mamá, pero en otro momento mi papá tuvo que pasar por todo eso”. Y cuando la escuché, dije: “Claro, en ese momento yo no veía”. La depresión te quita la empatía: no ves al otro, solamente te ves vos. Y para el otro, es muy difícil.
—¿Qué te ayudó a salir?
—Me costó mucho salir... Tuve dos internaciones muy duras, todavía más la de allá, porque en Estados Unidos son más rígidos en todo. El lugar donde estaba internada era horrible.
—¿Te medicaban mucho?
—Sí, pero casi no podía hablar. Además allá interviene la policía y no me dejaban salir. Comía en una mesa con la gente que estaba internada, con diferentes patologías, y una mujer me escupía en la cara. Lo llamaba a Emanuel, llorando: “No puedo, no puedo...”. El día que salí, Emanuel estuvo muy enojado conmigo porque no entendía qué estaba pasando.
—¿Vos sí entendías?
—No. Yo tampoco... Y es triste lo que digo, pero me frustré cuando supe que no me había salido el plan. El día que salí, Emanuel me dejó en casa y se fue porque estaba realmente enojado; ahora entiendo que no era conmigo, sino con no saber qué estaba pasando. Y yo quise hacer de cuenta que nada había pasado, entonces me puse a ordenar mi casa. Tapé: quería que todo volviera a ser como antes. Ahora me lo hiciste pensar... porque eso nunca me lo había preguntado. No le di espacio a saber qué estaba pasando, por qué había hecho lo que había hecho. ¿Cómo les decís a tus hijos: “Tu mamá no elige la vida”? Es terrible.
—¿Sentís que no elegías la vida? ¿Y que te dolía un montón?
—Las dos cosas: me dolía la vida, y no la elegía. Era mucho dolor y mucha angustia. Muchos pensamientos oscuros que me atormentaban. Lo único que necesitaba era dormir para que mi cabeza parara, porque siempre eran pensamientos de no querer vivir.
—Cuando fue el evento del 2021 acá, en Buenos Aires, ¿ya tenías un diagnóstico?
—Sí. Antes de mudarme había empezado un tratamiento con psiquiatra. Y seguía con mi terapeuta a la distancia, hasta que me encontró tan mal que me dijo: “Siento que me tengo que correr porque no te estoy ayudando. Tenemos que probar con otra gente”. Y para mí esos cambios eran peores porque era volver a empezar con otro psicólogo, y la parte del psiquiatra con otra medicación, y esperar a que me hiciera efecto. Ya no tenía esperanza con nada de lo que me proponían.
—¿La sensación era que no te ibas a sentir bien nunca más?
—Nunca más. Por eso elegís mal. Los dos primeros eventos no fueron planeados, pero el último sí: fue muy planeado, muy pensado, muy organizado. La noche anterior estaba hablando por teléfono con un amigo como si nada, y mientras hablaba con él, ya había hecho el plan: que no hubiera nadie en mi casa, cómo trabar la puerta, qué decirles a los demás. Porque estaban todos muy pendientes: sabían que yo no estaba bien porque era un trapo, estaba flaquita porque la comida no me pasaba por la garganta.
—Ya en Buenos Aires, vivías en el mismo edificio de Julieta Ortega.
—Sí. Las dos hablábamos de ventana a ventana. Y yo sin fuerza, siempre. Julieta estaba todos los días pendiente de mí. Me llevaba a pasear, a dar una vuelta, y yo le decía: “No me gusta Buenos Aires”, y lloraba en la calle. Veía todo feo. Hoy no. Antes iba con la cabeza para abajo, y ahora veo todos los cielos que tiene Buenos Aires, porque para mí hay un montón de cielos.
—¿Y tus padres?
—Cuando pasó lo de Miami no estuvieron, no viajaron. Cuando me mudo para acá, con mis padres hablábamos siempre por WhatsApp pero no les contaba cómo yo estaba. A todo el mundo le decía: “Estoy bien”. Mentí mucho. Un día les escribí para ver si podía pasar el fin de semana a su casa, en La Plata. Una cosa rara, pero sentía la necesidad de volver a la casa de mis padres y sentirme hija. Cuando fui, hablé con ellos con mucha honestidad sobre cómo yo estaba. Y me mimaron, me cocinaron, me escucharon. El día que me voy mi mamá me dijo: “Volvé cuando estés bien”. Me dolió, me sentí muy mal.
—Necesitabas un: “Estoy”.
—Necesita un: “Quedate acá, instalate”. Necesitaba que me maternen, que me cuiden. Pero repito: no los juzgo. Los adoro, hicieron y hacen lo que pueden, como lo hacemos todos con las herramientas y con lo que nos dieron.
—Hablaste del alcohol. ¿En qué momento sentís que el consumo social se volvió una situación complicada?
—Cuando empecé a consumir en mi casa a toda hora y a escondidas. Eran esos vasos que no se ven, mientras iba por la casa haciendo mis tareas del hogar. Fue durante mucho tiempo. Hasta que Emanuel se dio cuenta.
—¿Qué encontrabas en el alcohol?
—Me adormecía. Hacía que esa tristeza que estaba, que era constante, como un agujero en el pecho, como si algo faltara acá, no sé... me mareaba y la llevaba mejor.
—¿Anestesiaba?
—(Asiente).
—Volvamos a esa internación en Miami.
—Emanuel llamó a una ambulancia porque no sabía qué pasaba. No tengo muchos recuerdos porque en ese momento… Sí recuerdo cositas, como haber hablado con un terapeuta que ni siquiera iba a verme. Acá por lo menos el psiquiatra y la psicóloga entraban a tu cuarto, se sentaban y hablaban con vos. Allá era por teléfono. Todo era absolutamente frío.
—¿Y la internación en Buenos Aires, cómo fue?
—Cuando pasa todo esto con mis hijos delante, mi hermano y Emanuel me dijeron: “Te tenés que internar porque sos un peligro para vos misma”. Si yo estaba sola capaz que no accedía, pero estando mis hijos dije: “Está bien”.
—En ese último episodio, la que se aviva es Julieta.
—Sí. Un viernes a la noche le digo a Julieta que el sábado me iba a pasar el día a la casa de una amiga. Mis tres hijos mayores estaban de viaje y mi hija más chica, en un campo con amigos; yo lo había planeado así. El sábado Julieta me empezó a llamar y yo no atendía, no atendía y no atendía. Entonces llamó a esta otra amiga, que le dijo: “No está conmigo”. Ahí supo que estaba pasando algo y lo llamó a Emanuel. Y llamaron a la policía, porque yo había trabado la puerta para que nadie entrara. Julieta me salvó la vida.
—¿En qué momento pudiste sentarte a hablar con tus hijos de todo esto y decirles: “Me hago cargo de un montón de cosas, pero estoy enferma”?
—Cuando sucede lo del podcast Las pibas dicen, nos reunimos a ver cómo lo íbamos a armar y yo dije: “Quiero hablar de mi depresión”. Entonces fui con mis hijos: “Si alguno de ustedes no está de acuerdo, no lo voy a hacer”. Y ahí empezamos a hablar más del tema. Porque en mi familia no se hablaba de esto. Al haber hablado yo públicamente... se enteraron todos de lo que me estaba pasando (risas). Me río porque no pudimos... Hablar me hizo bien. Y hay que decir que estamos teniendo pensamientos suicidas. Hay que poder decirlo.
—¿Vos podías decirlo?
—No. Me costó decírselo a mi terapeuta, a mi psiquiatra, por miedo a que me internaran. Y al entorno tampoco se lo dije; jamás, jamás... Pero hay que decirlo porque es la única manera de que te pueden ayudar. Hay que hablar.
—En estas conversaciones con tus hijos, ¿qué preguntas surgieron?
—No hubo muchas preguntas. A ellos los ayudó mucho entender que su mamá no elegía la vida pero porque estaba enferma. Que no tuvo que ver con ellos, porque también hay culpa: “Algo hice mal porque mi mamá no quiere estar conmigo”, decía mi hija India. Hubo un momento... Los dos (hijos) más chicos me sentaron en el baño a cortarme un nudo que yo tenía acá atrás, en el pelo, y yo lloraba: “Estoy siendo hija de mis hijos. Mis hijos son mis padres”, decía.
—¿Tenías ese nudo porque no te bañabas?
—No me bañaba. No me levantaba de la cama. Era un desastre.
—¿Cuánto tiempo estuviste sin levantarte de la cama, Ana?
—Meses. Me levantaba para ir a comprar alcohol en cuanto se iban mis hijos, y después volvía a la cama.
—¿Qué sentís que te salvó?
—Mis hijos, en primer lugar. La familia, los amigos. La medicación: mi psiquiatra, que dio en la tecla. Y hablar: pedir ayuda, hacer caso. Hay gente que se cansa y te suelta la mano: “Bueno, ¿sabés qué? Hacé lo que quieras”. Y está bien; lo entiendo. Pero hubo un amigo que no se frustró, y un día me dijo: “¿Por qué no llamás a esta psiquiatra? Yo sé que te va a ayudar”. La llamé. Y después de ese momento del baño... empecé a ir para arriba.
—¿Eso del baño fue después de la internación?
—Sí. Casi un año después. Porque después de la internación fui empeorando. Estuve bastante tiempo mal.
—Pero no volviste a intentar lastimarte.
—No, no. Nunca más. Porque vi tan de cerca el dolor en mis hijos... Cumplí 50 años estando internada y no podía tener visitas. A mi hija le permitieron ir a un patio porque era mi cumpleaños, y me llevó unos regalitos relindos: eran cartas de todos, de Julieta, de Rosario, de Guillermina Valdés. Y a mí me dio tanta vergüenza que ella me viera ahí. Me dolió. Enseguida le dije: “Bueno, andá”. No quería... Esas cosas son terribles, no te las olvidás: ves el dolor en el otro. Ese momento del baño, ese momento de mi hija el día de mi cumpleaños...
—¿Cómo fue el rol de Emanuel después de la separación? ¿Pudo acompañar de alguna manera?
—Hizo lo que pudo. Él ya estaba en una nueva relación. Sí acompañó mucho a mis hijos: no los dejó solos, en absoluto. En un momento, cuando yo no mejoraba, (mi hijo) Bautista lo llama: “Papá, mamá está mal. Sigue tomando. Necesito ayuda”. Emanuel vino a casa y me dijo: “Mirá, me voy a llevar a los chicos a vivir conmigo y vos vas a tener que ir a vivir con tus padres. No te vas a quedar sola, no podés estar sola”. Y ahí, llorando, le pedí que por favor no, que iba a estar bien. Esa situación me sacudió. Pero entiendo que él hizo lo que pudo.
—Ahí, estaba cuidando a sus hijos.
—Sí. Estoy cien por ciento de acuerdo.
—Se juntaban dos cuestiones: la depresión y el alcoholismo. ¿O son parte de lo mismo?
—No, no.
—Son dos cuestiones separadas.
—Totalmente. Con el alcoholismo, empecé a ir varios grupos, estuve dando vueltas, quizás porque todavía no estaba lista para tomar la decisión de dejarlo. Pero otra amiga me llevó a Narcóticos Anónimos, donde va mucha gente que tiene problemas con el alcohol, no solo con adicción a las drogas. Ese grupo me ayudó muchísimo. Escuchar al otro contar las cosas que le pasan hace bien porque decís “no estoy sola”. Y escuchar que pudo, que lo logró... Había historias terribles.
—Contabas que te hizo bien llamar a esa psiquiatra que te recomendó tu amigo.
—Sí. Nunca le hice caso a nadie en nada de lo que me decían, como que saliera a caminar. Algunas cosas las hacía para que no me molestaran más. Pero a esta psiquiatra sí la llamé. Y me encantó. Algo muy importante: que el profesional que te está atendiendo conecte con vos, que esté ahí, que te mire a los ojos. Y sentía que ella escuchaba lo que me estaba pasando. “Vamos a modificar la medicación”, me dijo. Y me salvó la vida, como Julieta. Hoy, ya no tomo nada.
—¿Estás sin nada?
—Nada de nada.
—Es un montón.
—Es un montón...
—¿Da miedo volver a sentirse triste?
—No me da miedo, pero voy alerta. Hay algunos síntomas, como si paso demasiado tiempo en la cama o si lloro demasiado.
—¿Volviste a dormir bien?
—¡Bárbaro! Mis amigas me dicen que soy una abuela porque me duermo temprano y me levanto a las seis de la mañana, todos los días.
—¿Y con el alcohol?
—Nada. Cero alcohol.
—¿Cuesta?
—Sí, cuesta. El vino, por ejemplo: me encanta tomarme una copa de vino. Pero no se puede. Cuando sos alcohólico es…
—Entendiste eso.
—Sí, claro. Pero me costó entenderlo. Y volví a caer. Y salí.
—¿Hubo recaídas?
—Sí. Y eso a mis hijos los enojaba mucho. Mucho. Porque claro, decían: “Vuelve otra vez a esto”. Y sí... No sé si esa herida y ese miedo se les va a ir, por eso es importante que me vean bien. Y también por ellos, no volver a equivocarme. El dolor que causé... que mi enfermedad causó en la familia, y en mis hijos, principalmente, sé que no va a desaparecer. Es una herida que queda. Pero estoy contenta, de verdad. Disfruto la vida. Tengo momentos no tan buenos, pero voy para adelante. Y disfruto cada cosa. Vivo hoy. No pienso para atrás ni para adelante: estoy acá.