“¡Estoy chocha!”, confiesa, y se muestra orgullosa al contar que el otro día Anita Martínez, compañera suya en La 100, le dijo: “Te veo como una nena”. “¡Y sí! -asiente-, porque hay algo en Cocineros Argentinos que me pegó por un lugar de mucho entusiasmo, de juego, de esta cosa de probar cosas nuevas. Como una niña, ¿viste?”.
Y es que de eso se trata: de mimar a su niña interior. De conservar intacta su curiosidad, pero también encontrar las respuestas a sus preguntas, a su desconcierto. De abrazarla y provocarle una sonrisa, bromear con ella. Para que no se apague, que no se opaque. Para que María Eugenia Lozano pueda seguir siendo simplemente Maju.
Este lunes debuta al frente de ese clásico Cocineros Argentinos, ahora en la pantalla de América. “Es muy lindo. Y es mucha responsabilidad porque es una marca registrada. Te dan las llaves de un auto alta gama”, grafica Lozano, segura de asumir el desafío. Y además feliz por haber modificado su rumbo televisivo.
El ciclo de cocina se ubica en las antípodas de Todas las tardes, el magazine que compartimos siete años con una temática que llegó a afectarla. “Una de las cosas que me dio miedo con el programa era que yo sentía que había algo en mí que se me estaba apagando. Y me daba tristeza que no estuviera eso”, se sincera.
—¿Tenías ganas de volver a la tele o estabas esperando un formato que te enamorara?
—Tenía, pero estaba esperando más el formato que la tele. Amo la tele, pero no tenía más ganas de (hacer) actualidad. Sentía que de a poco me había ido alejando... Es trabajo, una ama lo que hace y es conductora de lo que sea, pero sentía que si volvía a la tele tenía que ser con algo que me entusiasmara. Y que no tuviera que ver con actualidad, ni con nada pesado.
—Cuando te corriste de Todas las tardes, ¿fue un poco por eso? ¿Te habías cansado de esos temas?
—Sí. Había sido una experiencia alucinante. Y siete años, también; muchos años... Sentía que ya era un ciclo cumplido. Ya estaba. Y tenía ganas de volver a lo que soy yo, con una cosa más cercana al humor, más relajado. Me llevó puesto... Los últimos años de Todas las tardes me llevaron puesta.
—¿Por la temática?
—La actualidad, sobre todo en el último año, se había puesto muy dura. Y no soy chica de noticiero. Siento que hay muchas mujeres que lo pueden hacer mucho mejor, que es lo de ellas.
—¿Te imaginabas en un programa de cocina?
—No. Pero a la vez, desde hace muchos años anhelaba Cocineros. Es un programa que siempre me gustó. Bueno, yo había empezado (en la televisión) con Cala (Guillermo Calabrese). Y con Cala siempre nos había quedado ese famoso pendiente... Voy a llorar (se emociona). Ese pendiente de trabajar juntos y que... bueno, la vida se ocupó que las cosas cambiaran. Fuera de planes, como sucede siempre. Entonces, ahí había quedado ese pendiente con Cala. Y había quedado un pendiente con Cocineros.
—Fue un año sin tele para vos, pero de mucho trabajo.
—Sí. Un año trabajando mucho con la radio y con la productora (Fe Producciones, que armó con su pareja, Juan Lagarza, y que crean contenido para redes sociales). No paramos, gracias a Dios.
—Es con Juan con quien hay que hablar, ¿no?
—Hay que hablar con Juan, sí.
—No es con vos.
—No es conmigo (risas). Hay que hablar todo con Juan. Que además, es como mi memoria. Es todo.
—¿En qué tipo de situaciones es tu memoria?
—Por ejemplo, siempre que voy en auto, me olvido que fui en auto, entonces ahí está Juan, mandándome mensaje: “Gor, no te olvides que fuiste en auto”. “¡Ay, ya me subí al taxi! Bueno, vuelvo”. Lo de saber dónde lo dejé estacionado ya lo tengo más aceitado porque saco fotos del lugar donde quedó, sea en un estacionamiento o en la calle. O hago un video: “En esta esquina dejé el auto”. Pero sí, me olvido que fui en auto. Entre otras cosas. Como que la cabeza está ocupada en boludeces.
—¿Cuántos años con Santiago del Moro a la mañana?
—Ocho.
—Es un horario que duele...
—Es un horario que duele cuando no tenés la suerte de hacer lo que te gusta. Para mí, yo no voy a trabajar. No siento eso. Y no es una postura: nunca sentí que la radio fuera un trabajo. Por eso no sufro el horario. Digo, yo me levanto para ser feliz.
—¿Por qué hacen el programa con la luz apagada?
—Creo que es la manera de ir acompañando y despertando con la gente. Es un horario donde la gente está saliendo de su casa, o yendo en el colectivo, en el tren o en el subte, y todo tiene que ser como tranquilo. Vamos amaneciendo juntos.
—A lo largo de tu carrera, ¿ya habías pasado un año sin hacer tele?
—Sí. Tuve un par de años sin tele. Cuando me fui de El resumen (de los medios). Sí, hubo baches.
—¿Y se siente la abstinencia?
—No. Al tener la radio todos los días, me levanto a las cinco de la mañana y llego a mi casa a las 11. O sea, cuando la gente está arrancando, yo ya estoy comiendo un puchero.
—¿Y estabas feliz sin tunearte, sin peinarte, sin los tacos?
—Sí. De eso no extraño nada. La tele es alucinante, pero hacer tantas horas diarias de radio y de tele fue un montón. Elegido y disfrutado al mango, pero es un montón... Pasa que a uno le gusta trabajar, entonces dice: “¡Sí, sí, vamos, vamos!”. Estuve a punto de agarrar teatro también, y en un momento dije: “¡Wow!, frená. ¿Cómo vas a hacer radio, tele, teatro? Es un montón”.
—El último tiempo había sido difícil también para vos.
—Muy. Sí.
—¿Cuánto tiempo pasó entre la muerte de tu amiga y la de tu mamá?
—Oh, al año... Fueron dos años muy difíciles porque fallece mi mejor amiga y al tiempo mi mamá se enferma. Y después se murió. Sí, muy seguido.
—¿Y en ese tiempo, el trabajo te sostuvo o te pesó?
—El trabajo me salva de todo porque amo mi trabajo. Entonces, es al revés: me cuesta estar sin trabajar. De hecho, toda la primera etapa, cuando solo tenía la radio, me sentía una vaga. Le decía a Juan: “No estoy haciendo nada con mi vida”, y me había levantado a las cinco de la mañana para hacer radio. No es que no sé estar al pedo, porque sí sé estar al pedo, pero me cuesta mucho no estar trabajando mucho. Esta cosa de la rutina me gusta, me organiza.
—En algún momento empezaste a buscar el diagnóstico también.
—Sí. Creo que siempre lo busqué sin buscarlo. Desde que tengo uso de razón, siempre estuve buscando muchas respuestas ante las situaciones que me pasaban. Y nunca me cerraba lo que me decían.
—¿Cuál era la sensación?
—La sensación siempre fue que yo, en este mundo, no estaría encajando. Yo entiendo todo, pero hay algo: esa sensación de no pertenecer a ningún lado. De querer pertenecer, y hacer un gran esfuerzo en un montón de situaciones, pero en lo más profundo, no pertenecer. No entender. Hay un no entendimiento. Lo que pasa es que vas camuflando, vas tapando, porque hay un desconocimiento y muy poca información. Fue una búsqueda en soledad absoluta, como tienen muchas mujeres adultas. Lamento que sea así.
—Y cuando llega ese diagnóstico, ¿cómo fue?
—Hubo un alivio temporal, porque finalmente empezaban a haber respuestas concretas y con sentido. Y entender quién era. Por qué sucedían ciertas cosas. Por qué me pasaba lo que me pasaba. Y hubo toda una cosa que fue insoportable. Sí, fue insoportable... Contar el diagnóstico fue como... ¡uff!, despojarme de un montón de cosas, sobre todo de mucha angustia de muchísimos años. Y después, encontrarme con un mundo muy cruel.
—Por un lado había gente que decía que no te creía y te lo decía, como si su opinión fuera importante. Pero también había gente que esperaba que hicieras una militancia, que fueras como la abanderada de las neurodivergencias, pero vos no querías quedarte en ninguno de esos dos lugares. Era tu historia lo que estabas contando.
—Tal cual. En el primer momento fue como que bueno, yo tengo un lugar (en los medios), y esto se tiene que saber, porque nadie sabía que el diagnóstico se podía dar en la adultez. Y también que un mal diagnóstico te podía arruinar. Y después dije: “No, no. No tengo ninguna obligación más que de transitar lo que ya me toca transitar”. Que fue durísimo. Durísimo... Fue un alivio... No voy a llorar... Fue un alivio encontrar el diagnóstico, porque fueron 52 años, y ahora todo el tiempo eran respuestas y respuestas y respuestas.
—¿Hablaste con tu hijo, con Joaquín?
—Sí, lo hablé. Y lo hablamos con las hijas de Juan. Lo primero que yo quería era que Joaquín supiera qué era lo que iba a pasar. Pero no pensé que iba a pasar lo que pasó, esta explosión y este… En un momento la gente se puso muy agresiva. Al día de hoy lo es. Pero no me voy a quedar con eso. Una vez escuché una frase que me pareció maravillosa, no recuerdo de quién: “Yo no soy una religión, yo no necesito que me crean”. Cuando entendí a qué se refería esa frase, dije: “Esto es así. Tengo que dejar de esperar que me crean porque yo no lo necesito. No mi búsqueda”.Yo sé cuál fue mi proceso, cuál fue mi búsqueda. Y sé cuál es aun hoy el proceso. Porque internamente, es muy doloroso.
—¿Hoy estás bien?
—Sí. Sí, sí. Soy una persona sumamente agradecida de haber tenido la posibilidad familiar, psíquica y económica de haber podido encontrar mi diagnóstico.
—¿Cómo está Joaco?
—El Joaco anda muy bien. Es hermoso. Tengo un hijo hermoso.
—¿En qué momento sentís que sos la mejor mamá del mundo?
—Cuando me duermo (risas). No, soy rebuena madre. Soy lo que me sale. Todas somos lo que nos sale.
—¿Y en qué momento sos la peor?
—Con el orden. Soy bastante hincha cocos con el orden. Pero bueno, tiene que ver con mi diagnóstico. Y con que soy muy metódica, y ciertas cosas tienen que estar en ciertos lugares. Sí, soy bastante insoportable con esas cosas.
—¿Cuántos años de pareja con Juan?
—Ocho años.
—¿Qué te enamora?
—Todo. No creo en las medias naranjas ni en nada, porque nadie viene a completar absolutamente nada, pero a lo que vino Juan es a darme el permiso de que me cuidaran.
—¿Antes costaba?
—Nunca sentí que me cuidaran. Tal vez no me lo permitía, por esta cosa de “yo puedo todo”. Vine del Interior a los 20 años, viví en una pensión, me cagué de hambre. Yo ya sé, a mí no me la cuenten...
—Hubo algo de tener que protegerse entre ustedes en la infancia con la enfermedad de tu papá.
—Sí. Transitar la enfermedad de mi viejo fue duro, pero no sé si nos lo planteábamos. Ahora a la distancia por ahí y desde un lugar adulto y viendo que a la edad de mi hijo nosotras habíamos pasado por cosas tremendas tomás conciencia. Con los hijos decís: “Ah, era re chiquita. Me tocaron cosas re heavies” Pero nunca lo vivo como una carga. A mí me tocó esta, a vos te tocó otra.
—Recién mencionaste a tu mamá. ¿Eras muy cariñosa con ella?
—Muy, sí. Recariñosa. Nosotros somos muy… (se interrumpe). Bueno, con mi mamá ahora no porque está muerta y sería fuerte seguir durmiendo con ella (risas). No. Pero sí, era de…
—Ese humor negro que te caracteriza.
—¡Qué cagazo si te digo que duermo con mi mamá ahora! (Risas). Uh, directo: me la internan, pobrecita. Pero sí, sí.
—¿Dormiste hasta muy grande con tu mamá?
—Y... mirá, la última vez que la vi en su casa, porque después estuvo internada, dormí con ella. Y cuando estuvo internada en el sanatorio, más allá de todos los aparatos y todo que tenía, que estaba enchufada a todo, sí, me acostaba con ella.
—¿La sentís cerca?
—Recontra cerca. El duelo está siendo mucho más largo de lo que pensaba.
—¿Cuánto tiempo pasó?
—Un año y pico. Lo que pasa es que con mi mamá teníamos una comunicación diaria, y linda y fuerte. Una vez mi mamá se despierta como en sollozos, angustiada, llamando a su mamá. Y a mí me re llamó la atención en una señora grande, en una mujer de 82 años, los que tenía en ese momento. Me quedé rara. “Ay, mami, ¿vos extrañás a tu mamá?”, le pregunté. “No hay edad para perder una mamá”, me respondió. Esa frase me quedó. Y me resulta muy recurrente. Cuando tuviste la suerte de tener una mamá presente y alucinante, nunca sos lo suficientemente grande para ser huérfana.
—¿En qué momento es cuando más la extrañás?
—Hay algo en el cotidiano que la extraño mucho. Ni bien me despierto y cuando me acuesto son los dos momentos más duros, porque con mi mamá teníamos un pacto: la primera que se despertaba mandaba mensaje. Y al día de hoy, muchas veces me encuentro en la radio y digo: “¡Ah, no le mandé mensaje a mi mamá!”. Creo que eso va a estar toda la vida.