A primera vista, el physique du rol impacta. Los rasgos angulosos, la figura esbelta, la belleza que se impone hasta con prepotencia: las semejanzas físicas resultan evidentes. Pero sostener que Mina Serrano protagoniza la serie Cris Miró (Ella) solo por su apariencia es quedarse a mitad de camino. Cada una en su tiempo y lugar, las dos hicieron un recorrido a contramano de los prejuicios, de las miradas inquisidoras, de las prohibiciones.
Cris Miró no podía ser otra más que Mina Serrano. Y viceversa. Aun cuando nacieron a un océano y tres décadas de distancia. Aun cuando Cris fue única: no habrá otra igual. Aun cuando Mina también lo es: nadie como ella. Al fin, la semejanza final: las dos siempre fueron conscientes de su singularidad. Ese fue su primer triunfo.
El recorrido de Miró –la primera vedette trans que se coronó en la Calle Corrientes, en los 90 de la pizza y el champagne– comenzará a desandarse hoy domingo, cuando TNT estrene el primer capítulo de la biopic de ocho episodios de media hora, disponibles también en Flow y MAX.
Mina ya los vio. Y al hacerlo por primera vez… “¡Pensé que me iba a dar un jamacuco!”, confiesa la nacida en Granada, para enseguida explicarse: “Es una cosa muy folclórica española. Un jamacuco, un parraque, es como que te da un mal. Porque verse a una misma es fuerte. Yo me veo desde todos los ángulos, en todas las situaciones, y digo: ‘¡¿Quién me mandará hacer esto?!’. Después, ya de segunda vez, lo disfruto más. Y en la serie hay una cosa muy sensible que llega al espectador. La entiendes mucho a Cris, transitas con ella”.
Es momento entonces de que Serrano comience aquí, en este encuentro con Infobae, a desandar su propio recorrido. Partiendo, como corresponde, por el principio.
—¿Cómo fue tu infancia?
—Fue una infancia feliz porque mis papás me protegieron. Yo era una criatura bastante particular: era muy tímida, solo pintaba y dibujaba. Hablaba tan poco que (a mis padres) les recomiendan que me apunten a teatro. Y ahí crean una monstrua, porque de pronto me subo al escenario y ya no me quise bajar más. Quería contar historias con mi cuerpo, con mi voz. Eso me ha llevado a diversificar mucho: una vez salgo de Granada empiezo a hacer performance, danza, arte contemporáneo.
—¿Cómo era tu familia? ¿Hermanos, hermanas?
—Tengo dos: una hermana que es dos años menor y vive en Madrid, y un hermanito pequeño, nueve años menor. Y mi mamá, de pequeña, también había sido lo que llamamos rara, una persona distinta en su familia. Ella identificó eso en mí y me protegió, porque quizás el resto de mi familia me presionaba a cortarme el pelo, que yo ya llevaba largo.
—Entonces, esa mamá protegía: entendió que tenía que cuidar porque podían aparecer ciertos dolores.
—Sí, sí, porque ella los había vivido: en su infancia, tuvo una familia que la quiso mucho pero siempre se sintió extraña. Era una persona más introvertida, más creativa; le interesaban otras cosas que al resto de niñas. Y cuando ve que yo también era así, toma esa decisión de hacerme la vida un poco más fácil de lo que se la hicieron a ella.
—Ese apoyo, ¿contuvo en las épocas más difíciles de la escuela, cuando había bullying, cuando había hostigamiento?
—Sí. Pero cuando me enfrenté a ese rechazo en la escuela yo no lo compartía con mis papás porque no quería que se preocupasen. Yo hacía que tenía amigos, que todo estaba bien, y después iba al instituto y nadie me dirigía la palabra en todo el día. Nunca pedí ayuda porque sentía que era mejor así, pero no hay que hacer eso: hay que compartirlo. Cuando a ti te discriminan, a esa edad y con las herramientas que tienes en ese momento no puedes decir: “Que la mayoría del grupo no me acepte no tiene que ver conmigo, tiene que ver con ellos”. Entonces, yo pensaba: “Hay algo mal conmigo. Voy a transitar como pueda este periodo, voy a salir de aquí y no se lo voy a decir a nadie”.
—¿Había alguna amiga o un amigo?
—Una amiga: Laura. A día de hoy sigue siendo mi amiga. Y éramos compinches. Pero ella llegó más adelante; los primeros años estuve muy sola.
—¿Se sufría mucho eso?
—Sí. Y estaba muy perdida. Me salvó el arte: esos sueños de viajar, de conocer el mundo, de salir de Granada. Y me refugié en el cine.
—¿Y cuando te empezaste a llevar bien con vos?
—Fue todo un proceso. Tuve la suerte de conseguir una especie de beca para ir a hacer Shakespeare a Glasgow, Escocia, con otros adolescentes de Europa. Y llego allí y de pronto veo a todos estos adolescentes ingleses, alemanes, franceses: llevaban el pelo de colores, eran tortas, eran putos, eran bisexuales. Todo estaba bien. Se vestían como querían. Y era como que yo: “¿Todo esto se puede? ¿Se puede ser feliz? ¿Y se puede tener amigos así?”. A partir de aquí, fiesta. Y empecé a transmutar, a divertirme un montón.
—¿Comenzaste a probar por dónde iba, o ya estaba claro?
—No, no estaba claro.
—¿Y cuando te encontraste con Mina?
—Mina viene después. Siempre fui una persona muy ambigua, andrógina. No tengo una transición de género convencional porque desde el principio era como muy muy aniñada, muy muy femenina. Simplemente, fue fluyendo. Y en un momento dado sentí que tenía que cambiarme el nombre. Tenía una lista espantosa de nombres, no te voy a engañar. Hasta que una noche viendo Drácula, de Bram Stoker, en esa película el nombre de Mina aparece mucho, por uno de los personajes. Lo escuché. Y algo de ti se mueve por dentro. Y dices: “Es este”.
—Ese viaje a Glasgow significó la caída de un velo enorme.
—Sí. Es que, para que te cambie, solo necesitas eso: ver a gente haciendo su vida y siendo querida por lo que es. Y eso que tú sientes que está mal en ti, de pronto se alivia. Momentáneamente, ¿no? No fue definitivo, porque luego te vas enfrentando a otros retos.
—¿La llamaste a tu mamá desde Glasgow y le dijiste: “Acá, fiesta”?
—No. Le dije: “Me voy a rapar el pelo como Britney Spears y me lo voy a poner rojo. ¡Chau!”.
—Y mamá, ya curada de espanto.
—Mi mamá siempre me decía: “Mientras te laves el pelo, hacé lo que quieras”.
—Y te empezás a llevar bien con vos.
—Sí, sí. Al poco tiempo me voy a Madrid y empiezo a estudiar, a hacer teatro, a abrirme al mundo. Pero también empiezo a ver el rechazo que eso genera. Cuanto más consecuente eres contigo misma, eso también provoca una respuesta negativa en gente que no está preparada. Una vez que empiezo a estar cada vez más femenina, digamos, parte de mi familia me rechaza. Al día de hoy hay gente de mi familia con la que, por desgracia, no tengo contacto.
—A diferencia de aquella nena en la escuela, ¿hoy lográs entender que el problema lo tienen los otros y no vos?
—Trato de hacerlo. Siempre hay un juicio que te llega más adentro y te hace cuestionarte cosas. Hoy, la sociedad te sigue exigiendo. Tiene que ver con la feminidad: les pasa a todas las mujeres, independientemente de que sean cis o trans. La sociedad te exige cierto nivel de belleza, de juventud, de estética, de parámetros corporales que nos hacen sentir que nunca estamos bien.
—En Europa se da un avance importante de la derecha. En Argentina, con un presidente como Milei, hay gente que ha dicho que ser homosexual es una enfermedad. ¿Qué te pasa con todo eso, y con los derechos que pueden perderse, cuando uno pensaba que estaban adquiridos?
—Me da un poco de miedo. Me hace pensar: ¿qué lleva a la gente a votar a favor del odio? ¿Qué le ocurre? ¿Qué espera? Respeto todas las ideologías políticas, todas las inclinaciones, siempre y cuando no pongan en cuestión los derechos humanos. Y frente al miedo y a la inseguridad que me provoca pensar que mis derechos y los de muchas otras personas puedan estar en juego, pienso que esto puede activar a mi generación. Y a no conformarnos: a exigir más, a manifestarnos, a ser más activos políticamente, a votar. Eso es lo que puedo sacar en positivo.
—Argentina ha sido un país muy avanzado en materia de derechos.
—Muy progresista, sí. Siempre he tenido a la Argentina como un referente. No sé por qué, pero en los países en los que he vivido siempre he estado muy conectada con personas argentinas. Y sabía de los derechos y las leyes que habéis conseguido acá, mucho antes que en otros países. Siempre me ha parecido fascinante.
—Estuviste en la Marcha del orgullo en Argentina, siempre aparece alguien que dice: “Yo soy heterosexual y no tengo que andar demostrando mi orgullo”. ¿Qué le respondes?
—Tu orgullo no está en cuestión, mi amor. Tu orgullo es la norma. El nuestro está en cuestión.
—En la serie vamos a ver el último tramo de Cris, con una enfermedad muy tremenda que hoy, por supuesto, se puede controlar, se puede tratar. Pero para la comunidad trans, la salud es un gran problema: es muy incómoda la situación de visitar un médico. Tenemos un montón de cuestiones para proteger.
—Sí, es un tema complejo. Determinados médicos quizás no están preparados. Y eso hace que no vayamos, y que muchas personas trans lleven sus tratamientos por su propia cuenta. No es aconsejable. Y esto me remite al VIH. El virus es una cosa, pero los prejuicios y el silencio que envolvían al VIH también consumían a la gente. Y fue lo que, en parte, consumió a Cris: ella no lo podía decir. Es muy duro verla así. Pero a la vez, creo que es necesario que se cuente. Tenemos que seguir hablando de ello.
—Te regreso a España. ¿Qué pasa con los actores argentinos allá?
—Que la rompen. La rompen…
—Tienes a nuestro Chino Darín.
—¡Ay, no me hables! Yo te lo agradezco que esté ahí… Que esté en España, quiero decir. Me pongo nerviosa…
—¿Por qué?
—¿Y por qué? Porque tengo dos ojos y sentido común, a ver.
—Va a ser difícil, porque Úrsula Corberó también es una maravilla de mujer.
—¡Sí! No sé cuál me gusta más de los dos… Ahí, abrimos invitación, sí.
—¿Cómo son vistos los actores y las actrices argentinas en España?
—Están muy bien considerados: las grandes escuelas de interpretación están fundadas por argentinos. Los argentinos que emigran traen una forma de hacer teatro muy novedosa, que cambió un poco el panorama cultural porque veníamos del franquismo, y el teatro estaba un poco anquilosado en España. Toda esa influencia argentina removió la energía.
—¿En tu paso por acá, conociste a Lizy Tagliani y Flor De La V?
—Sí. Me encantaron. A Lizy me la encontré en la salida de un teatro y fue un momento hermoso porque yo ya la conocía. También la conocí a Flor porque investigué mucho antes: me sorprendió lo cercana que fue conmigo, cómo me dio la bienvenida, cómo me ayudó. Flor es una mujer a la que admiro. Celebro y aplaudo su camino. Es un ícono.
—¿Con quién de las dos te irías de fiesta?
—Lizy tiene que ser un fuego de fiesta. He escuchado grandes cosas.
—Mina, ¿qué le decís a esa chiquitita que en el colegio no tenía amigas?
—Que no hay nada malo dentro de ella. Que confíe, que un día va a salir de ahí. Y todo eso que espera se va a cumplir si trabaja para conseguirlo. Y que no tenga miedo a ser ella la que diga primero: “¿Por qué yo no? ¿Por qué yo no puedo hacer esto?”.
—¡Y mirá qué bien que salió!
—Bueno, ahí estamos: trabajando en ello…