En lugar de un cuadro familiar, un águila imperial –símbolo nazi– colgada encima de la cama matrimonial. En la biblioteca, libros del nazismo. Un abuelo tenebroso, con un empleo igual de sombrío. Una abuela víctima de la violencia que, atormentada, se quita la vida. El manuscrito de una tatarabuela que lamenta la muerte de su hijo, tan temprana como misteriosa, con una frase que provoca escalofríos: “Tu mamá te perdona todo”. Y años –o décadas– de terror, de miedo. De espanto. De silencios y de secretos. De noches sin dormir a partir de un episodio que cruzó todo límite.
Y entonces una madre que decide iluminar tanta oscuridad, sin importar el costo, para procurar alivianar la carga de semejante pasado. Pero también, y sobre todo, para brindarle un legado cargado de luz a su propia hija. Para salvarla. “Yo necesitaba saber”, dice la periodista Giselle Krüger, quien bifurcó senderos en sí misma –la mamá, la periodista, la investigadora– para transitar su propio camino.
Todo comenzó con la dificultad para dormir de Alina, la beba que Giselle tuvo con su marido y colega, Rolando Graña. “Creía que (la situación) me iba a matar –se sincera–. Le decía a Rolando: ‘Un día vas a entrar y me vas a encontrar ahí, tirada en el piso’. Él se reía creyendo que yo exageraba, porque todas las mamás no duermen, porque los bebés son complicados. Pero no. A mí me pasaba eso en serio”.
Giselle desestimó pedir ayuda, como contratar una niñera: “Sentía que era algo que tenía que resolverlo yo. Lo sabía”. Y al comprender que “la maternidad es un espejo, porque te obliga a ver cosas que antes no habías notado, te obliga a revisar”, en aquella niña que no dormía se vio a sí misma, sufriendo en su infancia.
De esa manera empezó con un arduo trabajo de investigación sobre su propia familia, centrado en la controversial figura de su abuelo, que derivó en un libro: la novela Malasangre. Paradoja del destino (o no tanto): la escribió en el tiempo en que no podía dormir. “La hice a deshoras, durante la madrugada –cuenta Giselle–. Como estaba con la nena y con la teta, escribí mucho en las notas del celular: vomitaba ahí lo que me pasaba y lo que iba encontrando”.
—Hasta ese momento, ¿cómo te llevabas con tu historia, con tu infancia?
—Nunca la había revisado. Esa nena que fui se había quedado ahí: había terminado el secundario, había ido a un colegio privado de monjas.
—¿La recordabas como una infancia feliz?
—Sí, totalmente.
—Hasta que con el insomnio de Alina, vas a una consteladora que te dice: “¿Cómo dormías vos?”.
—Y esa pregunta me explotó la cabeza… No fui a una consteladora directamente: antes atravesé por un montón de situaciones. La consteladora fue la última instancia. Y entonces dije: “Es acá. Tengo que buscar”. Y debés estar dispuesto a saber que lo que vas a encontrar, puede no estar tan bueno… La situación me obligó a investigar a mi propia familia, que yo no conocía. Una familia silenciada. Con muchas cosas ocultas, turbias
—¿Qué tipo de constelación hiciste?
—La individual. La personal. Te dan una cierta cantidad de huellas de pies y te dicen que las ubiques en este espacio. Vos las vas poniendo, y después te vas moviendo según tu intuición te indica. Y la consteladora te va diciendo en qué pies te pusiste.
—¿Saliste de ahí pensando en qué?
—Salí de ahí destruída, llorando como nunca en mi vida: no podía parar... Busqué a mi abuelo en cada hombre que me encontré. Apareció mi yo nena desesperada, asustada, desprotegida, diciendo: “Abrime la puerta que tengo algo para decirte. No me dejes acá, atrapada. Necesito ver la luz”. Y dije: “Lo tengo que hacer porque está en peligro mi hija”.
—Contame un poco de esa familia.
—Yo soy la tercera de cuatro hermanos. Mi mamá se llama Gloria y mi papá, Gustavo. En un momento nos mudamos a la casa de mi abuelo paterno, también llamado Gustavo; mi abuela Dorotea ya había muerto.
—¿Por qué vivían ahí?
—Porque mi papá se había quedado sin casa: tuvo que venderla. Eran plenos 90. Y nos tuvimos que ir a vivir ahí. Yo tenía seis años y me quedé ahí hasta los 27. Mi abuelo murió a mis 18.
—¿Y cómo fue llegar a esa casa?
—¡Ay, brutal! Llegué toda contenta, subiendo los tres pisos por la escalera. Yo no conocía a mi abuelo. Y él estaba parado en la puerta con las manos para atrás, con cara de enojado: no nos saludó. Ahí me di cuenta de que no éramos muy bienvenidos, pero la dejé pasar. Mi intuición no estaba tan errada: la pasamos duro en esa casa. De noche, en esa casa, yo tenía miedo. El abuelo deambulando, el ruido de las pantuflas en la madrugada, los enojos en alemán, los ruidos de los golpes en la puerta pidiendo silencio, apagándonos la luz cuando nos íbamos al living. Era una persecución adentro de mi casa. Mi abuelo solo nos había dejado estar a los seis en una pieza. No podíamos salir de ahí. Si alguno salía…
—¿Los seis, con tus papás y tus hermanos, dormían en una misma habitación?
—Dormíamos los seis juntos, con colchones en el piso. Era medio un Tetris lo que habíamos armado porque el lugar era muy chiquito. Y mi abuelo dormía en su pieza. Después, revisándolo, encontré que tenía una insignia en la cabecera de la cama, como si fuera un crucifijo: el águila imperial. En ese momento, siendo chica, no sabía qué era. Y en este batallón de recuerdos que me asaltó, le pregunté a mi papá si era (el símbolo nazi). Y me dijo que sí.
—¿Y qué más te dijo tu papá sobre tu abuelo?
—Me dijo que militaba las ideas del nazismo. “¿No sabés qué hacía? ¿Perteneció a alguna asociación?”, le pregunté. “La verdad que lo único que sé es que era corredor de Bolsa”, me dijo. Entonces empecé a consultar a los periodistas que investigaban el nazismo. Uno me dice: “Conozco a una persona que conoció a tu abuelo”. Y me pasa el contacto de (el escritor) Pedro Filipuzzi, un investigador muy reconocido del nazismo. Y me dice: “Tu abuelo trabajó en el Banco Germánico de América del Sur, que era el banco que lavaba el dinero expoliado a los judíos”.
—¿Tu abuelo nació en Argentina?
—Sí, nació acá. Su padre también. Su abuelo nació en Alemania. Gracias a la investigación logré conectarme con gran parte de la familia, que está viviendo en Rosario. Yo no los conocía. Tienen en su poder el manuscrito de mi tatarabuela que se vino de Alemania, y que escribió a mano el día que nació mi abuelo, el día que murió mi bisabuelo. Para mí, encontrar ese manuscrito de mi tatarabuela fue oro en polvo.
—¿La militancia con el nazismo venía de antes de tu papá?
—Sí, claro. Pero eran temas de los que no se hablaban. Mi viejo me dice: “Yo a mi papá no le podía preguntar, no lo podía cuestionar. Yo estaba obligado”.
—¿Tuvo vínculo con los nazis en Argentina?
—No lo sabemos. Lo que yo necesitaba era trazar un perfil de mi abuelo, con datos concretos y reales. Escribirlo. Y dejarle a mi hija un documento que asegurara quién era él.
—Además del vínculo con el nazismo, te fuiste encontrando con otros episodios vinculados a tu abuelo y tu familia.
—Sí. Que no los había podido trabajar nunca. Mi abuela se suicidó. Yo lo sabía, pero tampoco se hablaba mucho de ese tema. Cuando escribo la novela y enfrento a mi viejo diciéndole “por favor, yo necesito saber la verdad de lo que pasó”, él me cuenta que mi abuela estaba muy atormentada por la relación que vivía con mi abuelo. Y que decidió tomarse una botella de alcohol etílico. “¿Pero cómo puede ser? ¿Nadie la vio, nadie la socorrió?”, le pregunté. Y mi viejo me termina reconociendo que él no sabe si (mi abuelo) no la quiso ayudar o si hubo una discusión que terminó con ella tomando la decisión de suicidarse.
—Tu abuelo fue muy violento con ustedes.
—Sí. Fue muy hostigador, muy áspero. Fue muy avaro. Era agrio, sombrío. No nos hablaba. Tenía una vida muy robótica: se levantaba y se dormía siempre a la misma hora, se tomaba el vino a la misma hora, escuchaba siempre la misma radio. Y no tenía amigos, no tenía contactos. En mi casa el teléfono no sonaba. No festejaba su cumpleaños. Era una persona solitaria.
—¿Vos no podías invitar a una amiga a tu casa?
—No. Ni amigos, ni familiares, ni nadie.
—¿Se podían festejar los cumpleaños?
—No, tampoco.
—¿Se podía escuchar música?
—No. No se podía hacer ruido. Al abuelo no le gustaba el ruido.
—¿Tus papás sí podían ser demostrativos y afectuosos con vos?
—Sí. A mí me salvó el amor de ellos. De hecho, hubo una situación en la que mi mamá se puso en peligro. Yo tenía ocho años y la vi discutiendo con mi abuelo en la cocina, con un repasador manchado con chocolate. Mi abuelo, exacerbado porque ella en un momento no le contestaba, abre el cajón, agarra un cuchillo y se empieza a acercar a mi mamá. Yo me quedé petrificada, en el piso: no sabía si gritar, no sabía qué hacer. Hasta que fui corriendo y la abracé por la espalda, y ella me abrazó. Mi abuelo nos ve a las dos y se queda quieto, temblando, no sabiendo si avanzar o desistir. En ese microsegundo entra mi papá, ve la escena, lo agarra por la espalda, le saca el cuchillo. Y yo de eso, no me olvidé nunca más... Y no pude dormir nunca más. Sí, fue durísimo. Creo que el modo de protegernos que encontró mi vieja fue quedarse siempre en esa casa, encerrada con nosotros.
—¿La investigación cambió tu mirada sobre tu mamá?
—Sí, absolutamente. Cuando era nena la cuestionaba. Le decía: “¿Por qué no podemos invitar gente acá? ¿Por qué no podemos festejar los cumpleaños”. Y hoy, la entiendo. Yo hubiera hecho lo mismo: me hubiera quedado encerrada con mi hija. Lo único que se podía hacer era esperar que el abuelo se muriera, porque no había otra salida. Era así. No había un lugar donde vivir, no se podía pagar un alquiler; mis viejos vivían muy el día a día. Mi mamá se quedó en casa a cuidarnos y mi papá salía a trabajar todos los días. Y hoy, le agradezco que haya sido así con nosotros.
—Menuda situación con tu abuelo en la cocina como para poder dormir después… En ese sentido, te debía facilitar un poquito las cosas que tus papás estuvieran en la habitación con vos.
—¡Qué te parece! Hubiese tenido mucho más miedo si hubiese tenido que dormir en otro lado. No tengas dudas. Pero yo tenía miedo de dormir a la noche porque pensaba: “¿Qué pasa si yo me quedo dormida y el abuelo entra y nos asesina?”. Entonces se me ocurría poner objetos en la puerta, trabas, cosas que hicieran ruido. Fantasías de una nena.
—¿No podías hablar de esto con tus papás?
—No, no. Aparte, era cargarlos con algo que ellos no podían resolver. Si yo les decía que tenía miedo de dormir ahí, ellos no podrían darme otra casa. Era hostigarlos a ellos también. Era lo que había...
—¿Qué otros elementos vinculados al nazismo empezaron a aparecer en tus recuerdos, a partir de tu investigación?
—Fui a la biblioteca del abuelo: tenía muchos libros nazis. Muchos recuerdos de mi padre, contados como anécdotas: mi viejo estaba obligado a estudiar alemán, aunque él no quería saber nada, con dos ex combatientes.
—¿Qué encontraste sobre tu bisabuelo?
—Mi bisabuelo murió de una causa que desconocemos. En el manuscrito que deja mi tatarabuela, escribe: “Descansá en paz, tu mamá te perdona todo”. Entonces, digo: ¿qué es eso tan grave que pudo haber hecho tu hijo para que vos sientas que debés perdonarlo? Como madre, es muy fuerte el mensaje… Evidentemente, hay cosas que yo no voy a saber de esta familia. Me tengo que conformar con lo que encontré. Y dejárselo escrito a mi hija para que ella, si el día de mañana quiere saber algo, busque. Porque es parte de su historia y uno también tiene que abrazar esas oscuridades.
—¿Sufriste mucho en este recorrido?
—Ay, sí… Me la pasé llorando. Aparte, a mí el puerperio me duró un montón. Alina nació un mes antes, yo no la vi por 12 horas. Y empecé a llorar al mismo tiempo: mi yo nena y mi yo mamá. Esas lágrimas escribieron esta novela.
—¿Qué dijeron tus papás cuando les contaste sobre todo este trabajo de investigación que hiciste?
—No lo podían creer porque no se lo imaginaron... Se abrazaron, lloraron. Yo creo que a mi mamá le cuesta un montón verse en esa época porque debe ser duro revisarte y encontrarte en esa casa. Ella tenía la misión de cuidarnos y, al mismo tiempo, agachar la cabeza. Y mi papá todavía arrastra la melancolía de la muerte de su madre. De tener que agachar la cabeza también delante del abuelo: “En esta casa mando yo y lo que yo te doy, es esta porción”.
—¿Tu papá sufrió la muerte de tu abuelo? Porque al final, era su papá…
—En ese momento lo vi llorar. Y ahora, siendo mamá, creo que lloraba por dos cosas: lloraba por la liberación, pero también lloraba la orfandad. Porque mi papá no tenía hermanos: mi abuelo era la única familia que tenía. Cuando mi abuela se suicidó, mi papá tenía 32 años. Y hasta el día de hoy, la llora. No hay un día que no se acuerde de ella.
—¿Tu abuela sufría violencia de parte de tu abuelo?
—Sí, mucha. Violencia física, psicológica, de toda la que te puedas imaginar. Mi papá me contaba que le generaba mucha impotencia ver que ellos discutían, que mi abuelo le levantaba la mano a mi abuela, y que él no podía hacer nada. Y se la tenía que aguantar. Antes, era así. Lamentablemente era así. ¿Y sabés que yo, pese a todo, soy orgullosamente Krüger? Krüger es el apellido de mi hija: yo decidí que Alina también llevara mi apellido. Yo no reniego de mi apellido. Me duele que mi abuelo no haya sido de otra manera. Me hubiera encantado abrazarlo, tomarme un helado con él. Me hubiera encantado que conociera a mi hija. Me hubiera encantado...
—Ahora, ¿vos crees que ese maltrato de tu abuelo hacia su familia tenía que ver con su vinculación con el nazismo?
—No le puedo encontrar la vuelta… Yo no sé si mi abuelo era nazi porque era así, o era así porque era nazi. No lo sé. Y no lo voy a saber jamás. Tampoco sé si a esta altura, cambia las cosas. Era las dos cosas.
—¿Qué soñás para Alina?
—Que tenga las herramientas para escapar de donde no es feliz.
—¿Y qué le decís hoy a esa nena que fuiste?
—Que ya pasó. Que por algo hoy está acá. Y que gracias… Porque gracias a esa nena, soy la mamá que soy.