Es una adicción silenciosa: muchos no logran darse cuenta de quien la padece, por más cercanía que tengan. Y además, es una adicción de la que pocos hablan. Una enfermedad de la que no resulta sencillo salir. Y que puede costar el bienestar físico y emocional, pero también el económico. El precio que se paga es alto: el trabajo, los amigos; hasta la familia.
Nicolás Cajg rompe con este círculo vicioso. No el propio: ya pasaron unos siete u ocho años desde la última vez que apostó. En rigor, busca quebrar el silencio que suele envolver a quienes son ludópatas. Y levanta la voz para, al contar su tormento –y también su superación–, cumplir con uno de los 12 puntos de recuperación que pantean en Jugadores Anónimos: “Está vinculado con tratar de ayudar a los demás, con transmitir la experiencia. El libro tiene que ver con eso. Es contar”.
En No va más, publicado por Orsai, Cayetano vuelca las vivencias relacionadas con su adicción al juego de una manera cruda, visceral, sin dobles lecturas. “No es fácil darse cuenta si alguien tiene esta adicción. Si viene con olor a alcohol, te das cuenta. Si viene con una sobredosis, te das cuenta. Si viene de apostar… es muy difícil”, explica.
No puede precisar cuándo todo comenzó. Pero sí, el día que se dio cuenta que tenía un problema. En lugar de hacer un viaje, había alquilado una casa en un country para pasar unas vacaciones en soledad. El plan: apostar vía online, en el resguardo de la vivienda, sin miradas inquisidoras.
Hasta que un día encontró en una revista que los dueños habían dejado allí el título: “20 preguntas para saber si sos ludópata”. Casi por curiosidad, iba respondiendo una a una. “Y yo entraba en todas… Fue como: ‘Esto soy yo. Este cuestionario lo hicieron para mí’. Y ahí empecé a verme a mí mismo de otra manera. No me recuperé de inmediato, pero de a poco empecé a tomar conciencia de que lo que yo tenía era un problema. Porque estaba convencido de que me encantaba jugar, pero no que estaba enfermo”.
—¿Cuánto tiempo hace que no jugás?
—No lo tengo con exactitud. Por ahí hay gente que se recupera de una adicción y te dice: “Cinco años, tres meses, dos días”. Yo no lo tengo así. Pero hace más o menos siete, ocho años que ya no juego. Y sí, estoy sanito. Tengo otros quilombos, los de todos, pero ya no tengo ese. Sí quedan secuelas, no psíquicas: me refiero a económicas. Ni hablar.
—¿Seguís yendo a Jugadores Anónimos?
—No, ya no. Al psiquiatra tampoco. A la psicóloga seguí yendo, dejé, ahora retomé. Pero no por algo vinculado con el juego.
—¿Te acordás cuándo fue la primera vez? Que no es lo mismo a cuando entendiste que era un problema.
—El juego estaba presente en mi casa. Me crié con eso presente, lo cual no quiere decir que yo tenga que convertirme en un ludópata. Pero fue algo natural en mi vida: nunca vi como algo malo jugar. Empecé a jugar a medida que fui ganando cierto dinero. Evidentemente, tenía un gen adictivo o algo que me impidió llegar hasta un límite y frenar ahí.
—¿Tuviste problemas con otras adicciones además del juego?
—No. Problemas, no. Fumé muchísimos años; ahora estoy dejando. Pero no: ni con la droga, ni con el alcohol. A medida que fui haciendo el tratamiento me fui dando cuenta de que mi personalidad, que ahora la fui modificando un poco, contribuyó también a esconderme detrás de mi adicción, que era la ludopatía. Evitar los problemas, intentar no enfrentarlos. El juego era mi refugio para evitar enfrentar un montón de cosas. Terminé dándome cuenta cuando ya era tarde. Para mí jugar era un divertimento. Yo pensaba: “Me divierte jugar. ¿Cuál es el problema? Lo hago con mi plata, lo hago con mi tiempo”.
—¿Tuviste momentos de ganar mucha plata y de perder mucha plata también?
—Fue in crescendo digamos. A medida que fui ganando más plata en mi trabajo, que me fui a independizando, a medida que el juego empezó a aparecer en la computadora o en el celular, se dieron tres, cuatro factores que hicieron que, de golpe, yo me encontrara con el casino o con las apuestas deportivas en mi casa, viviendo solo.
—Con todo al alcance.
—Claro. Y sin nadie que me controlara. Ganando más o menos bien, sin hijos, sin tener demasiados gastos para afrontar. Y me terminó absorbiendo por completo: hubo un momento de mi vida en donde elegía jugar por sobre cualquier cosa. Por sobre ir a bailar, salir con una chica, ir a la cancha.
—¿Jugabas a algo en particular o a cualquier cosa?
—No, terminé jugando a cualquier cosa: a la patente del auto, a si llueve o no llueve. Los últimos años estuvieron más vinculados con las apuestas deportivas y con perder mucho dinero ahí. En un momento iba mucho al casino, pero a medida que fui haciéndome un poco conocido me daba vergüenza que me vieran ahí. Que me escribieran en las redes sociales: “Te vi en el casino”. No me gustaba. Eso hizo también que yo me encerrara en mi casa a apostar, sin que nadie me juzgara.
—¿Podías pasar un día sin jugar?
—No. Esa era una de las preguntas (de la revista).
—¿Alguien te había advertido que tenías un problema?
—Es que yo lo hacía a escondidas: mi familia no lo sabía, mis amigos sabían una parte pero no todo. Además, dicen que es una adicción silenciosa: yo puedo venir ahora de apostar a la Juventus de Italia, salgo en cámara y nadie se da cuenta. Pero si vengo borracho, todo el mundo se da cuenta. Eso hace que nadie lo note, y es peligroso para recuperarte. El jugador dice: “Nadie se da cuenta, sigo”.
—¿A quién fue la primera persona a la que le pudiste decir: “Tengo un problema”?
—Fueron diferentes momentos y etapas de mi vida, con recaídas en el medio. A mis parejas de aquel momento se lo dije. A Andy (Kusnetzoff) en un momento se lo conté. En otro momento acudí a mi familia. Y en otro momento acudí a un par de amigos para que me ayudaran económicamente a resolver algún quilombo.
—Llegó a complicarse económicamente.
—Sí, claro, claro… Es que si no se complica económicamente, no salís. Yo salí porque me puse a mí mismo en un lugar donde ya no podía afrontar las deudas, y entonces necesité gritar y contarlo. Y una vez que lo contás y lo abrís a tu círculo ya es diferente: te empiezan a controlar, a mirar. Ya no lo podés hacer. En un momento perdí el departamento que me había regalado mi abuela. Ese fue el punto más bajo adonde llegué. También perdí un auto. Pero hice una jugada, como una trampa: me compré otro en cuotas, entonces dije que, en realidad, había cambiado el auto. Hacía todo así, legal pero raro, para que nadie se diera cuenta.
—Escondías lo que iba pasando.
—Sí. Pero cuando perdí el departamento mi familia sí se entera y les dije: “Está pasando esto”. Eso fue terrible. Se pusieron a llorar. Se pusieron tristes, se enojaron. Me abrazaron. Me bancaron.
—No la habían visto.
—Tanto no. Habían visto que me gustaba jugar, pero como en mi familia a muchos les gusta jugar, no habían visto la gravedad. Pero no es su culpa. Yo me escondía, era difícil que lo notaran. En un momento mi papá se puso a negociar con la persona a la que yo le debía plata, a la que le terminé entregando el departamento. Mi viejo me decía: “¡Ni loco le vamos a dar el departamento! Vamos a pagarle en cuotas”. Y yo le decía: “Papá, por Dios, resolvamos esto, no puedo más”. La pasaba mal yo...
—¿Esa persona a la que le debías plata, era un amigo que te había prestado de buena fe o era un usurero?
—No. Era el que me tomaba las apuestas. Una vez que me recuperé y empecé a mirar todo de otra manera, entendí que era un hijo de puta el tipo, porque me tomaba apuestas muy por encima de mis posibilidades económicas, y él sabía.
—Se estaba aprovechando de tu enfermedad.
—Tal cual. Unos años después freno con el auto en un semáforo y el tipo pasa por delante, caminando. Yo lo veo: era el tipo al que yo le entregué el departamento. “Este chabón… Me lo puso Dios: ¡lo piso!”, dije. Y pongo primera… Y rápidamente, puse punto muerto. No lo pisé. Pero fue una situación rara, cuando decís: “¿Qué hace acá? ¿Qué es esto?”. Ni le hablé ni nada. Me acuerdo siempre de esa escena, medio cinematográfica.
—Además de lo económico, ese departamento tenía para vos mucho valor simbólico: te lo había dejado tu abuela.
—Sí. Económicamente, era lo de menos. Me lo dejó mi abuela, sobreviviente de Auschwitz, que le habían matado a toda la familia. Y que se rompió el orto cuando llegó acá, que pudo dejarme eso. Y que yo lo perdí. Siempre digo que en algún momento lo voy a volver a comprar. No quiero ni uno mejor, ni más grande, ni más nuevo ni más lindo: quiero ese departamento. Y cuando lo compre, voy a hacer una copia de la llave y se la voy a dejar adonde está mi abuela...
—Hay algo de lo simbólico. Y de una familia que acompañó a su hijo enfermo en ese momento. Y de ese hijo que desea no haber traicionado en nada la memoria de esa abuela.
—Yo no hice nada de mala leche: es una enfermedad. Que me atravesó, que no supe manejar, que no supe pedir ayuda a tiempo. Que no supe ver adónde me estaba metiendo. Y que también, por suerte pude salir. Cuando fui a Jugadores Anónimos escuchaba historias que yo decía: “Ah, no estoy tan mal”, y yo estaba para el culo, eh. Gente que perdió a toda su familia, que perdió su trabajo, que se intentó suicidar. Gente que se suicidó, y que sus historias me las contaban los otros. Historias tremendas.
—En algún momento alguien te dice: “Empecemos un tratamiento”. ¿Quién fue? ¿Tu familia, tu pareja, un amigo?
—Yo.
—¿Vos solo decís arrancar un tratamiento?
—Me empujó bastante mi familia pero nadie me podía obligar. Yo decidí empezar un tratamiento, sí. Empecé con una psicóloga. No me funcionó. Me cambié a otra psicóloga, especialista en adicciones, que me la recomendó un amigo, y ahí sí me funcionó. Es la que me sacó; bah, nos sacamos. Me aconsejó ir a Jugadores Anónimos.
—¿Hizo falta medicación?
—En un momento sí. Para bajar. Porque yo estaba… No sé dónde estaba.
—¿Cómo se siente la abstinencia del juego? ¿Se siente en el cuerpo?
—Sí. En un momento lo que hacía era apostar sin apostar, digamos. Miraba un partido y decía: “Ahora le apuesto 1000 dólares a Vélez”. Y por ahí Vélez perdía y decía: “Me ahorré 1000 dólares”. Mi cerebro hacía ese tipo de cosas.
—¿Y hoy?
—No. Hoy ya no.
—¿Hoy podés jugar un juego de mesa sin apostar?
—Sí. De hecho, el otro día jugué al truco con mis amigos sin apostar. No es que no me dan ganas de apostar, eh. Siempre me dan ganas de apostar. Lo que yo desarrollé es la capacidad de que eso no me maneje de manera impulsiva.
—O sea, poder controlar el impulso.
—Exacto. Antes era todo impulsivo: yo quería hacer esto, ¡pim!, lo hacía sin pensar, sin nada. Ahora es como si tuviera un diálogo interno: “¡Vamos a apostar a tal cosa! No, Nicolás, ya sabés que no podés, no te hagas el pelotudo…”. Y te frenás. Pero no es que ya no me gusta. Tampoco tengo el deseo que tenía antes, pero cada tanto me aparece y lo logro controlar.
—¿Qué rol juegan en esto tu esposa, Carolina Fortunato, y tus hijos, Paloma y Dante?
—Fundamental. Obviamente. Con todo lo que hice perjudiqué a mi familia. Pero el mayor perjudicado fui yo. Si volviera a meterme en un quilombo así, no me perdonaría joderle la vida a mis hijos.
—Bueno, contabas que en Jugadores Anónimos conociste gente que perdió todo.
—Sí, sí. Hasta la vida. En Jugadores Anónimos yo tenía un padrino. Se le dice así a una persona como que va desde hace más tiempo que vos, que tiene mayor experiencia, y que te guía: “Llamame a la hora que sea”, te dice. Creo que lo llamé una vez. He ido a tomar un café con él algunas veces, para preguntarle algunas cosas, como si era normal que tuviera muchas ganas (de apostar). Es fundamental porque es difícil encontrar en una adicción una identificación. Yo no tenía bien claro con quién hablar, y acá tenés un par al cual contarle lo que te está pasando. “Sí, sí, es normal. A mí me pasó esto, esto y esto”, te dice. Entonces te quedás más tranquilo.
—¿En algún momento el juego te impidió trabajar?
—No. Sí me impidió llegar a mi máximo potencial. Estoy seguro de que hubiera rendido muchísimo más en cada lugar en el que estuve porque es una adicción que toma la cabeza, te toma los pensamientos. Yo estaba hablando con alguien y se me cruzaba: “Huy, debo tanta guita. Y hoy a la noche hay un partido. A ver si la recupero, qué apuesta puedo hacer”. Todo, mientras estábamos conversando.
—¿La fantasía es recuperar la plata que uno va debiendo?
—La fantasía primero es ganar mucho. Un amigo mío diseñó una estrategia para ganarle a la ruleta y se la presentó a su profesor de Matemática de la Facultad, que le dijo: “No”. “¡Vos no sabés nada! Le voy a ganar”. Y entonces vino y dijo: “Tengo la manera de ganarle a la ruleta”. Nos juntamos cuatro amigos y dijimos: “Esto se tiene que convertir en un laburo”. Íbamos todos los días al casino: hacíamos su estrategia, agarrábamos la plata y nos íbamos. Y así durante una semana, dos semanas. En un momento dijimos: “Ya está, con esto nos hacemos millonarios”. Hasta que… bueno, perdimos esa plata, y la que habíamos dejado en casa, la de la tía, la de la abuela. Perdimos todo y mucho. Obviamente, funcionó un lapso de tiempo hasta que no funcionó más.
—Tenía razón el profesor.
—Sí. No hay manera de ganar.
—Pero no los echaron del casino.
—Yo me imagino que nos miraban por las camaritas y capaz que se reían de nosotros diciendo: “En algún momento la van a dejar…”. Y la dejamos. No, no hay manera de ganar. Igual, no te importa porque vos lo que querés es jugar. Yo ya sé que tengo muchas más chances de perder, pero quiero jugar. En aquel momento te hablo, ¿no?
—¿Qué te llevó a animarte a contar todo esto?
—Un par de cosas. Aprendí a hacer radio con la verdad; siempre fui muy genuino. Y cuando ya estaba recuperado sentía que yo estaba mintiendo al no contar esa parte tan importante de mi vida. Sentía que estaba ocultando algo que la gente tenía que saber. Y si después me seguís queriendo, todo bien; y si no querés más, te entiendo. Pero tenés que saber la verdad. Eso por un lado. Además, mi necesidad de sacármelo de encima, de largar, de poder hablar de todo sin estar pensando a cada rato: “Che ojo, no digas esto. No te pises que esto no lo contaste, nadie lo sabe”. Y después, en los 12 puntos de recuperación que hay en Jugadores Anónimos el último está vinculado con tratar de ayudar a los demás, con transmitir la experiencia. Y el libro también tiene que ver con eso. Es contar.
—Está buenísimo animarse a contar las cosas que a uno le cuestan.
—Sí. Cuando lo iba a contar algunos me dijeron: “Te puede perjudicar para conseguir cosas nuevas en el trabajo. Te puede perjudicar para esto, para lo otro, para negociar, para alguna marca, no sé qué”. Y me chupa un huevo. Es como soy yo, y ya está. Yo también tengo esto, que es una cagada, como la gran mayoría también debe tener sus quilombos, sus mambos, sus miserias. Simplemente que nosotros, por nuestro trabajo, quedamos más expuestos.
—Hablás de que tuviste recaídas. Cuando mirás para atrás, ¿en qué momento te ves y decís: “Esto fue lo peor, qué tristeza verme ahí”?
—Una vez yo debía mucha, mucha plata. Estaba solo en mi casa y jugué mucha plata a un partido de la NBA para recuperar aquello que debía, porque no tenía para pagarlo. Era un partido de Los Ángeles Lakers contra Memphis. Le había puesto a Memphis, que era el que más pagaba, y ganaban Los Ángeles por un punto. La última pelota la tenía Memphis. Yo no recuerdo haberme sentido así en otra situación: mi nerviosismo, mi tensión por esos últimos segundos del partido. Tira, y la pelota pega en el aro y sale. Termina el partido y pierde. Y yo perdí todo: no tenía cómo pagarlo… Ese fue un momento desesperante. Me quedé llorando toda la noche, solo, sin poder hablarlo con nadie. No dormí y lloré. No sabía qué hacer.
—Es muy importante que hablemos del tema.
—Mirá, cuando uno está jugando, cuando uno tiene deudas, se piensa que es la peor persona del mundo. Te pensás que sos una mierda, que nadie te va a querer, que te van a dejar solo si lo contás. Y nada de eso pasa. Si vos se lo contás a la gente que te quiere, a tu familia, a tu pareja o a tus amigos, no te dejan solo. Te abrazan, te contienen, te ayudan. Y es el puntapié inicial para salir. Hay que dar ese paso de animarse a pedir ayuda porque sin ayuda, no se sale. Y sin contarlo, no hay ayuda. Es una problemática de la que no se habla.
—Porque es un gran negocio.
—Sí. Y va creciendo mucho. Me gustaría mucho que el libro lo puedan leer los chicos, y rescatarse.
—Es un momento difícil para todo lo que tiene que ver con el juego: los chicos están apostando en el colegio, en un montón de casas de apuestas ilegales que tienen al alcance del celular. ¿Qué te genera eso?
—Me da mucha tristeza, mucho miedo. Fui a un par de colegios secundarios que me llamaron a dar charlas. Y me sorprendió mucho que el auditorio estaba lleno. Y yo, como jugador, te digo que si estaba lleno no es porque les interesa el tema: es porque están en el tema. Eso me asustó.
—¿A qué tendría que estar atento un papá, que nos puede estar mirando?
—Es una buena pregunta. Hay algunas alarmas: si es menor, podés revisarle la computadora, el celular. Pero es difícil. Yo me doy cuenta enseguida si alguien está apostando; por actitudes, por movimientos. Me pasó una vez de estar en la casa de un amigo comiendo un asado. Y también estaba un deportista muy famoso, que le dice a mi amigo: “¿Puedo prender la tele?”. “Sí, claro”. Y pone un partido de fútbol americano. Cuando lo vi dije: “Listo, este está al horno”. Nadie se dio cuenta, pero yo le empecé a prestar atención. Inclinaba la cabeza todo el tiempo; no disfrutaba el asado, no comía, no charlaba con los demás. Estaba con la cabeza en otro lado. En un momento me acerqué: “¿Apostaste mucho?”. Y me miró así: “No, no, no… Yo no apuesto”. “Sí, apostaste mucho, ¿no?”. “Fortunas…”, me dijo. Y yo me doy cuenta. Pero me doy cuenta porque estuve ahí, no porque soy un genio.
—Llevó tiempo, pero estamos acá. ¿Da miedo que vuelva a pasar?
—No, a mí no.
—Ya está.
—No, no está. No quiero tener la soberbia de decir que ya lo tengo controlado, porque no lo tengo controlado. Pero no me da miedo. Siento que estoy muy bien.