Aquel niño de 10, 11, 12 años, que tenía la necesidad urgente de sentirse amado y, a su vez, el miedo constante de que no lo quisieran, es ahora un hombre de 50 que no teme decirle “te quiero a todo el mundo”. Gastón Recondo supo convertir las carencias ajenas en virtudes propias. Aquella infancia tormentosa que lo tuvo como víctima de las peleas entre sus padres -en la que nadie lo escuchaba, en la que vio lo que no debía-, mutó en esta paternidad de cinco hijos amados, respetados y valorados. Y también en la capacidad de perdonar, que incorporó desde su fe: “No venimos al mundo a juzgar a los padres ni a nadie, ni a enojarnos”, advierte el periodista de TyC Sports.
Para llegar a este presente hay que retroceder mucho más en el pasado. Es necesario ir al Gastón de tres años, los que tenía cuando sus padres se separaron de la peor manera: “Enojados, uno con el otro”. Aquel niño comenzó a notar que “pasaban cosas muy raras”, las primeras señales del infierno que vendría después. “Cuando mi papá iba a buscarme, mi mamá me ponía la ropa que a ella le parecía, pero según mi papá, era la peor ropa que yo tenía. Y lo hacía quedar mal. Entonces, cuando yo me subía al auto, me estaba esperando con ropa más presentable, para que yo no llegara zaparrastroso con su familia”.
A sus nueve años, “la cosa se había puesto espesa”, recuerda, ante Infobae. “Mi mamá se encegueció, no sé si fue cuando mi papá se volvió a casar, y comenzó a insistir con lo injusto que era, que no pasaba la cuota alimentaria y demás. Nunca supe si eso era cierto, pero todo lo que yo escuchaba de parte de mi mamá hacía que no lo quisiera a mi papá, porque la veía sufrir. Y cuando venía la asistente social, empecé a decirle que no quería ver a mi papá”.
—Si había una asistente social, el tema había escalado, evidentemente.
—Claro. Había pasado, por ejemplo, que mi papá venía a buscarme y yo no estaba porque me había ido con mi mamá a la casa de unos tíos.
—¿Tu papá hizo una denuncia para poder verte?
—Sí. Él no quería perder la relación con el hijo. En mi infancia, era más un satélite que un padre presente: la gran relación con mi papá la construyo de grande, no la tengo registrada de chiquito. No era de acompañarme: de vez en cuando me llevaba a la cancha, ya a los 12 años a ver a Los Pumas. Pero no era constante; era de evento, era de ocasión…
—¿Y era tu mamá la que estaba todos los días, la que hacía los deberes?
—Sí. Para ella, de tanto amor, pasé a ser una posesión. Y ese amor posesivo hizo que fuera víctima de la alienación parental. Entre el 82 y el 83 estuve un año sin ver a mi papá: me venía a buscar al colegio con el abogado, con un escribano, y yo me escapaba por otra puerta; mis compañeros de cuarto grado me hacían la cortina para que pudiera escaparme. Con nueve años, viví una serie de situaciones bastante feas, como dejarle a mi papá carteles pegados en el portero con leyendas feas, o gritarle desde el segundo piso, donde vivía: “¡Andate, te odio, no te quiero ver!”. En mayo del 83, dos semanas después de cumplir diez años, estaba en mi casa y siento una sirena: me asomo por el balcón y veo que era la policía. Tocan el timbre: “Chau, me vinieron a buscar”, dije. Le pido a la chica que me cuidaba que no contestara. Les abre un vecino, suben, tocan el timbre: nada, nada. Se van. Mi mamá llega a las nueve de la noche y la chica que me cuidaba le dice: “Vino la policía”. Mi mamá se transformó y, así como estaba yo, en pijama, me puso una campera y bajamos. Vivíamos en Flores y nos vamos hasta Villa Crespo, a una casa de una gente que yo conocía. Me dejó ahí y se fue. Eso fue un jueves a la noche; el viernes no fui al colegio. El sábado mi mamá pasó un ratito y se fue. El domingo seguía ahí. Lunes, martes, miércoles, jueves… El viernes a la mañana me vino a buscar: fuimos a Tribunales. Entiendo que le dijeron: “Aparece su hijo o queda detenida”. Yo estaba afuera, y adentro escuchaba gritos de mi mamá, de mi papá. En un momento el juez me invita a entrar: “Te vas a ir a vivir con tu papá”. Fue un desgarro, una escena de novela mexicana: yo agarrando a mi mamá, ella llorando… Me fui con mi papá y con su abogado.
—¿Por qué el juez decide que te vayas a vivir con tu papá?
—Mi papá solicitó pericias sobre mi mamá, a las que mi mamá no se dispuso. Aparte, yo había estado secuestrado ocho días (por mi mamá). En ese cuadro de situación, el juez dijo: “Mientras le realizamos las pericias y analizamos al chico, va a quedar en manos del padre”.
—Y vos, estabas roto.
—Roto, roto… A la media hora estaba comiendo con mi papá en un restaurante, tratando de encontrar adentro mío dónde lo odiaba. O sea, ya no me nacía el odio. No me olvido más: “Quiero sentir odio y no lo siento”, decía. Sentía odio por haberla visto sufrir a mi mamá como la había visto, pero hacia el juez, su abogado, pero no hacia él. Estaba convencido de que lo odiaba, y esa fue la primera vez que no sentí odio por mi papá. Pasé el fin de semana con mi papá y a la semana siguiente mi mamá me va a buscar al colegio. En lugar de ir a casa vamos a Chacarita, de ahí en tren a Martín Coronado, y de ahí en colectivo a no sé dónde. Caigo en una casa con gente haciendo una fila que doblaba la esquina: daban números, como en las farmacias de antes. Era esperar… Y estaba Mary, una curadera umbanda que respondía a Yemanyá, que es la reina del mar. Nos atendió como a las once de la noche. Mi mamá había caído ahí porque, supuestamente, me habían hecho un trabajo para que ella perdiera la tenencia. Se fanatizó tanto con eso que a partir de ahí, cada vez que estaba con mi mamá, en vez de ir a mi casa en Flores íbamos a Martín Coronado. Nos hicimos amigos de su familia: yo me quedaba ahí y ella se iba a trabajar.
—¿Me explicas qué es el umbanda?
—Te digo lo que yo vi y experimenté. Había un cuartito, como un altillo en la entrada, con gente que hacía las veces de seguridad, asistente o lo que fuera. Estaba lleno de caracoles de diferentes tamaños y formas. Entonces la señora ofrecía como mai, como llaman en ese culto, hacía un rezo en un idioma que nunca entendí y te hacía cosas por el cuerpo. De golpe, en algún lugar del cuerpo, insistía con la punta del caracol ahí y producía un rezo. De ese caracol salía un líquido; si había un truco o no, no te lo puedo explicar. Eso pasaba conmigo, con mi mamá y con un montón de gente que iba a ese lugar, que pasó a ser mi segunda casa, después de la casa de mi papá, Me enseñaban un montón de costumbres: el vaso de agua abajo de la cama; todas las pertenencias, como el cepillo de dientes, de un color determinado. Lo peor es que yo volvía con mi papá y tenía prohibido decirle dónde había estado: “No vayas a contarle a tu padre”. Sentía que si le contaba se volvía a pudrir todo con mi mamá, y ella se iba a enojar conmigo. Todo era evitar que cualquiera de los dos se enojara conmigo. Ahí aprendí a mentir. Después ya había otro tipo de rituales, más oscuros: sacrificios de animales a orillas del río y todas esas cosas que me tocó vivir y ver. Espantoso.
—Vos eras muy chiquito.
—Sí. 11 años.
—Y estabas muy solo.
—Sí.
—Tu papá no vio o no pudo ver lo que estaba pasando; tu mamá no estaba funcionando como mamá. ¿Y el colegio?
—Fue bravo. El abogado de mi mamá era bastante mala persona y me había instruido a recurrir a la policía con falsos motivos: “El día que salgas del colegio y no te hayan ido a buscar, no esperes; andá a la comisaría y hacé una denuncia por abandono”. Un día me tenía que venir a buscar la mujer de mi papá; cuando salgo no estaba. Me tomé un taxi y me fui a la central de policía a hacer la denuncia. Mi mamá vino con el abogado. Y claro, ¿con quién se la agarró mi viejo? Conmigo. Vacaciones de invierno; mi mamá me pasa a buscar por lo de mi papá: nos íbamos el sábado, teníamos que volver el domingo. Y en vez de irnos a Martín Coronado nos fuimos a Bariloche; volvimos la semana siguiente. Mi papá no sabía dónde estaba yo. Me buscaba Interpol.
—¿Interpol, buscándote?
—Interpol. Me enteré cuando volví… Un día me dicen: “Si alguna vez te dejan solo en tu casa, llama a la policía y decí que te dejaron encerrado”. Un viernes a la noche estaba en lo de mi papá, que vivía con su mujer y sus dos hijas. Las dos chicas se habían ido con el papá. Y mi papá se fue a un cumpleaños con su mujer. Yo estaba en la gloria: 10 años, tele, solo… ¿Qué más quería? Bueno, ¿qué hice? Escondí la llave, llamé al abogado, me dio el teléfono de una comisaría, llamé y dije que me habían encerrado. Vino la policía. Lo ubican a mi papá. Viene como a las once de la noche. Abre la puerta; me mira, no me dice nada. El policía se da cuenta de que no me habían dejado encerrado y se va. “El año que viene cambiás de colegio”, me dice mi papá. Hice el sexto grado en el Colegio Guadalupe, en Palermo. Ahí es donde tengo mi primer contacto serio con mi Fe: en esa iglesia se podía rezar.
—En ese momento todavía seguías viviendo con tu papá.
—Sí. Pero después mi papá me manda a vivir con su mamá, con mi abuela, porque había fallecido su suegra, la mamá de su mujer, y su suegro no se podía quedar solo; entonces, lo llevan a vivir a su casa. Mi abuela no era una abuela amorosa: no me despertaba ni para ir al colegio; yo solía llegar tarde. Un día me desperté en plena noche con vómitos, y mi abuela lo único que hizo fue llamar a mi papá para que viniera a buscarme. Me llevó al sanatorio: tenía flor de infección intestinal. Mi papá se dio cuenta de que no me podía tener en esas condiciones y que era conveniente que yo volviera con mi mamá. Entonces, un 4 de noviembre, me firma en una hoja de colegio: “Por medio de la presente devuelvo la tenencia de mi hijo, Gastón Recondo, a su madre, Lidia Beatriz González”.
—Revoca una decisión judicial.
—Él, me devuelve. Y me voy con mi mamá, después de un año y medio sin haber pisado mi casa en Flores. Cuando entré, estaban las camas, la mesa y las cuatro sillas. No había heladera, no había cocina: había empeñado todo, había vaciado el departamento.
—¿Por qué?
—Y… para pagarles a los curanderos, a los abogados. Teníamos una heladera de telgopor; le pedíamos hielo del congelador a la vecina, comprábamos el sachet de leche la noche anterior para tener leche a la mañana siguiente, y ya se había cortado. Ese año, cuando termino las clases, mi mamá me manda a Cipolletti. Paso diciembre allá y vuelvo. Había que laburar porque había que arrancar de vuelta, entonces voy a trabajar a una agencia de quiniela que tenía un kiosco de cigarrillos, en Diagonal Norte y Esmeralda. Era de un tío, Ernesto, a quien siempre le voy a agradecer porque no tiene precio lo que hizo conmigo ahí. Fui todo enero y febrero, desde las diez de la mañana hasta las ocho de la noche. Vendía cigarrillos, barría...
—¿Cuántos años tenías?
—11. Cuando termina eso, empiezo el colegio. Vuelvo al Eccleston, doble escolaridad. Yo vivía a la vuelta de la parroquia y un día, cuando vuelvo a mi casa del colegio, paso por la puerta de la parroquia. Algo me empuja a entrar. Estaba vacía; me pongo a rezar. Era lo que más quería: estar un rato en paz. Al salir, en la puerta había un cartel: “Inscripción para la confirmación”. Me anoto. Me fui a mi casa; a la noche viene mi mamá. En la comida le digo: “Mamá, hoy pasé por la iglesia y me anoté para hacer la confirmación; al umbanda no voy más”. “Está bien”, me dijo, medio ofendida. Ese año vuelvo a Cipolletti, mi lugar en el mundo, ya sin la necesidad de regresar tan temprano: me quedo hasta el 6 de febrero. Al volver a Buenos Aires, ese día voy a misa. Estaba el cura: “Vos te confirmaste el año pasado, ¿no?”; “Sí”; “Escuchame, son las fiestas patronales, ¿podés buscar a alguno de tus compañeros de catequesis y ser monaguillo?”, me dice. “Sí”. Y empecé como monaguillo.
—Te emocionás al hablar de tu familia de Cipolletti.
—Sí…
—¿Qué familia es esa? ¿Quiénes son?
—Mi tío Jorge, que en realidad es mi tío abuelo: era el hermano de mi abuela materna. Mi mamá no pudo terminar el colegio y tuvo que salir a trabajar desde muy chica porque se murió su papá, mi abuelo. La imagen paterna para ella siempre fue el tío Jorge. Su faro. Mi tío era viajante y en uno de esos viajes se enamora de una cipoleña, Margarita, y se queda ahí. Tienen dos hijos, José Pablo y María Cecilia, que son como mis primos, tienen una edad cercana a la mía: los idolatré de inmediato. Y Margarita es mi madrina. Entonces yo llegaba a Cipolletti… (se emociona). No quería llorar, perdón. Pero yo llegaba a Cipolletti y había una vida normal.
—Podías ser un nene.
—Podía ser un nene… Allá tenía adultos que se llevaban bien entre ellos, un hermano mayor, una mujer de referencia, que siempre fue mi prima. Era libre. Y me enseñaban: mi tío me enseñó un montón de cosas. Terminábamos de almorzar y era: “Gastón, vamos a indiar”. El canal de riego donde nos bañábamos era nuestra pileta y nos metíamos en la chacra a sacar manzanas del árbol. Era eso, era ser niño.
—¿Y cuando había que volver a Buenos Aires?
—Y… era bravo. Yo con mi primo me comunicaba siempre por carta y nos veíamos los fines de año. Él tenía toda la colección de El Gráfico de los 60, los 70 y parte de los 80: cada noche me leía diez revistas. Eran las seis de la mañana y seguía leyendo.
—Y así llegamos al periodista deportivo.
—Sin saberlo.
—Finalmente, en Cipolletti veías una familia sana, que funcionaba.
—Sí, sí. Y las lecciones que me daban no eran desde el miedo. Nunca, nunca, nunca padecí violencia física; sí psicológica. La de Cipoletti no sé si era la familia ideal, pero para mí, lo era. Son mi familia. Mi tío me amaba. Y como yo tenía necesidad de que me quisieran y miedo a que no me quisieran, no quería defraudarlo.
—¿En algún momento te pudiste sacar de la cabeza las imágenes de los ritos umbanda, de los sacrificios de animales?
—Sí, porque para mí era toda una película. Te puedo contar de mi infancia cosas espantosas, pero me emociona mucho más hablar de lo que me hizo bien. Lo otro, lo traté en terapia de grande. Y lo tomo como que no me pasaba a mí: pasaba, y yo lo veía. Lo que aprendí de chico es un mecanismo de autopreservación: “No me está pasando a mí; está pasando. Y yo soy testigo de lo que está pasando”. Eso me mantuvo en pie y medianamente sano de la cabeza, además de la gente buena que tuve, de mis ángeles guardianes: mi bisabuela, mi nona, Rita; Cipolletti. Y la parroquia. Siempre tuve una red de contención.
—¿Cómo está ese vínculo con la Iglesia hoy?
—Muy personal. Muy de haber aprendido que no venimos al mundo a juzgar a nadie ni a enojarnos.
—¿Vas a misa?
—Sí. Cuando puedo voy.
—¿Rezás todos los días?
—No, no tengo el hábito. Pero sí creo en Dios todos los días. Como mi hijo va a tomar la primera comunión, este año nos propusimos tratar de ir a misa regularmente con él para que no sea un evento para la foto nomás. Que entienda lo que va a hacer. Me hace bien ir a misa, me hace bien encontrarme con mi raíz.
—¿Te amigaste con tus papás?
—Sí, sí.
—¿Pudiste hablar todo esto?
—Sí. Mi mamá nunca lo asumió, pero creo que también fue un mecanismo de defensa: si algo que ella hizo me podría haber hecho daño, lo negaba, porque estaba en el último lugar de su registro la posibilidad de hacerle daño a su hijo. Tengo claro que ella nunca quiso hacerme daño. Mi mamá murió en el 2020, cuatro meses antes de que falleciera mi papá. Y se fue con ese rencor, pobrecita…
—¿A tu papá?
—A todo. Ella no vino a mis dos casamientos. No conoció a mis hijos más grandes hasta que me separé. Y conoció a mis hijos más chicos, pero no tuvo trato porque yo estaba con mi mujer. El nivel de posesión que ella sentía conmigo le duró hasta el último día, pobrecita. Tuve que protegerme con mi mamá. Cuando me separé, fui a verla: “Mirá mamá, me separé”, y ahí accedió a conocer a mis hijos. Y empezó a querer ser súper presente con los chicos, entonces yo le decía: “Pará, porque yo ya sé lo que sos capaz de hacer desde el amor. Sé que no me quisiste hacer daño, que todo lo que hiciste fue pensando que era lo mejor. Equivocada, pero desde el amor al fin”.
—¿Y tu papá?
—Con mi papá la relación nunca estuvo rota pero lo que sí generé, ya de grande, fue complicidad. Mi papá no tuvo una vida cómoda ni feliz. Y lo incluí en mi casa lo suficiente como para que él viera que no existía rencor alguno y que no había ni necesidad de perdonar. Uno no viene al mundo a juzgar a los padres.
—Se sanó ese vínculo.
—Totalmente.
—¿A tus hijos les decís todo lo que los querés?
—Sí, todo el tiempo. Todo el tiempo. Tengo cuatro varones y una hija, y siempre los cargo porque les digo que mi preferida es ella. Me gusta explicarles que a las nenas se las trata bien, y que se empieza por su hermana. Todos tienen claro que no le pueden hacer nada a la hermana. ¿Por qué? Porque a la nena se la trata bien. Y además, porque si no papá los mata, porque es la preferida ¿entendés?
—A los varones también se los trata bien.
—Sí, está bien. Pero vos pensa que tengo cuatro varones y una nena de casi 20. Entonces, por ahí me equivoco, pero siento que con ese mensaje no estoy haciendo… ¿Sabés las cosas que yo dije a los veintipico de años? Las cosas que dije, y que me arrepiento. Hoy me miro de grande y digo: “¡Qué boludo que era!”. Siento que aprendí un montón de cosas en el camino.
—¿Vos decís que las feministas te trajimos para este lado?
—(Risas) Me di cuenta de que siempre fui feminista, mirá lo que te digo, eh. Algunos dicen que las mujeres no pueden hablar de fútbol. ¡¿Cómo no van a poder hablar de fútbol?! Todas las compañeras con las que yo trabajé, a las que adoro, y con algunas soy amigo, como Luciana Rubinska, por ejemplo, te pueden decir lo que yo respeto por igual a las personas. No me importa si nacieron varón o mujer: yo respeto a las personas. Una de mis mejores amigas es como mi hermana, y jamás se me ocurriría considerarla ni inferior, ni limitada, ni encasillarla en un lugar que no pueda hacer; cada uno puede hacer lo que se le cante. Sí es verdad que alguna vez, en algún living, en algún lugar, habré dicho una barbaridad. A veces me miro en Mar de fondo (ciclo de Alejandro Fantino) y me da vergüenza a mí lo que decía. Era un flaco que no entendía nada. “¿Cómo decía esto?”, pienso. Hasta que no sos padre hay un montón de cosas de vida que no entendés.
—Como padre, te ocupaste de ser lo opuesto a lo que fueron con vos.
—Sí. El día que me separé de la madre de mis hijos, siempre tuvimos siempre claro eso: “Los chicos no tienen nada que ver con cualquier diferencia que haya entre nosotros”.
—Y funcionó.
—Sí. Los chicos, siempre adelante. De su parte y de la mía.
—A tus hijos siempre les decís cuánto los querés. Y a ese Gastón de nueve años, a ese nene que eras, ¿qué le decís?
—Que todo va a estar bien. Que algunas cagadas se va a mandar. Que se va a tener que hacer cargo de las cagadas que se mande. Pero que siempre esté con los ojos abiertos porque a su alrededor habrá gente que valdrá la pena, y que si la tiene cerca, mejor. Y me parece que me hizo caso… No me puedo quejar de la vida que tengo, de la familia que tengo, de la gente con la que me rodeo. Sería un desagradecido con la vida si yo me quejara de algo. Que me gustaría no alquilar y ser dueño de mi techo, sin dudas. Que me gustaría no correr la coneja, todos los meses sin dudas. Pero creo que todo eso después se acomoda. Como me decían de chico: no es más que plata. Lo importante está en otro lado.
—No quiero dejar de preguntarte por el momento que estamos viviendo los argentinos. ¿Qué te pasa con la pobreza, con un 62 por ciento de los chicos por debajo de la línea de pobreza, y con una sociedad que parece cada vez más enojada?
—Es bravo. No estoy tranquilo porque tengo hijos chiquitos y me preocupa la pérdida del respeto que hay en nuestra sociedad, lo que se ha desdibujado el concepto de familia, de buenas costumbres, de buenos tratos. Más allá de la inseguridad y demás.
—¿Te gusta Milei?
—Quiero que tenga razón. Quiero que algo sea diferente de como fue todo este tiempo. No acepto otra manera de vivir que no sea en democracia. Ahora, no quiero más el método de los últimos 40 años, que nos trajo hasta esto. No soporto más una estructura donde se pueda afanar y nadie pague el precio, las consecuencias. Ante eso me rebelo. No lo voté a Milei, soy de los pocos que votaron en blanco, pero sí tengo claro que quise que le fuera bien a Macri, quise que le fuera bien a Cristina, a Alberto; quiero que le vaya bien a Milei. Hay una única diferencia: este hombre viene diciendo que va a hacer otra cosa. No tengo tantos detalles sobre si está haciendo lo que dice que va a hacer, pero sí que la fórmula es diferente de lo que estuvimos acostumbrados durante 40 años.
—Existe una polémica entre Milei y la cultura. ¿Te enojan los artistas que trabajan en festivales que están vinculados a lo estatal?
—A mí me molesta la indignación selectiva, me enoja: que si es uno propio, no está tan mal, y que si es uno ajeno, vamos a denunciarlo, hagamos un informe de investigación y escrachémoslo y persigámoslo. Que te saque a la calle un hecho de alguien que te cae mal, pero que guardes silencio ante un hecho similar de alguien que está bajo tu misma bandera política, no te convierte en otra cosa que no sea un miserable. Me molesta cuando un municipio le paga a una banda un cachet que no cobraría nunca vendiendo entradas ni en un bar. No me puedo enojar nunca con uno que te llena River o Vélez, y es contratado de la fiesta de Mendoza, Neuquén, Río Negro o La Rioja. Lo que le estás diciendo a la gente es: “Mirá, no pudiste ir a River o a Vélez, te lo trajimos acá. Aprovechalo y disfrutalo”. Ahora, hemos visto artistas que si se presentan en un bar acá a la vuelta, no juntan 50 entradas, y de golpe están cobrando como si valieran 5000 entradas… No me parece bien.
—Hablaste de los partidos políticos. El Presidente mencionó que la financiación de las campañas, deje de salir del Estado. ¿Estás de acuerdo?
—Hay urgencias, y no me parece que financiar las campañas de los partidos políticos sea una urgencia. La urgencia hoy es que la gente coma, generar una estructura donde la gente tenga trabajo.
—¿No te da miedo que, como en algunos países, el narco o las grandes empresas se apropien de esas campañas y de lo que venga después?
—¿Hoy no pasa?
—Dejame ser inocente y creer que no, Gastón… (Risas).
—¿Sabés qué? Yo digo que la plata del Estado vaya adonde te parezca, pero que haya un control sobre qué se hace con esa plata. Lo de los fondos fiduciarios es un espanto, lo de los seguros del ex Presidente es un espanto. ¿Pero sabés qué va a pasar? No va nadie preso, no va nadie a juicio, todo se patea, se posterga, se mediatiza. Se viraliza. Yo pienso mucho en el oyente de mi programa de radio (Arriba carajo!, en D Sports Radio) , que se levanta a las cuatro y media, cinco de la mañana, para trabajar. Y lo más probable es que no le alcance para llegar a fin de mes, con lo cual, está llena de dignidad esa persona. Pienso en esa persona y digo, ¿cómo no se va a enojar cuando se entera que hay miles de millones de pesos que no se explica adónde fueron a parar, y que nadie paga ningún costo de no dar explicaciones de qué hizo con ese dinero?