Quizás, para Marcela Kloosterboer todo se trate de alcanzar un equilibrio. Y sostenerlo. Hacer malabares para que nada se caiga, para que nada se rompa, para que todo funcione. Para que la actuación -que es en ella, esencia y pulsión- se imponga ante los compromisos publicitarios, aun cuando resulten más rentables: “Es el amor al arte”, dirá. Y si faltara el trabajo -llegado el caso-, que entonces el dinero ganado en épocas de bonanza sirva para alimentar las carencias presentes. Y entretanto, que los escenarios y los sets de filmación no le quiten espacio al lugar que más la llena: su casa. Con los suyos, con su familia. Mujer organizada -como se define- y prudente -como se la intuye-, sopesa la manifestación de sus opiniones políticas con el daño que generan los haters, la convicción del vegetarianismo con la tolerancia a quienes no adhieren. Hasta en el enojo es medida: cuando se le pasa, realmente pasa.
Con el correr de la entrevista con Infobae, La Negra -como sus amigas le dicen desde que era muy chica- deslizará: “Siento que estoy donde quiero estar. Como con un buen equilibrio”. En esa armonía es importante lo que ocurre cada jueves por la noche en el Metropolitan, donde con Patricia Palmer hacen Radojka. “De acá me voy al teatro -cuenta, entusiasmada-. Es más, creo que Pato viene a buscarme y nos vamos juntas. Es un gusto que me estoy dando poder hacer esta obra en Buenos Aires. Me encanta. Es un texto espectacular, una comedia inteligente. Y siento que me hace crecer mucho como actriz”.
—Hablemos de esa actriz, que arranca muy chiquita: a los 11, 12 años. ¿Era un deseo tuyo, era necesidad en tu casa?
—Era deseo mío. Mi papá me llevó a una clase de teatro. Yo tenía ocho años y todas las chicas tenían 11, 12, y la profesora me dijo: “Bueno, si querés hoy quedate mirando la clase y si te gusta, podés volver y la clase que viene actúas”. “No, yo quiero actuar hoy”, le dije, como: “Vine a actuar hoy, señora”. En esas clases me disfrazaba, jugaba y actuaba. Siempre me encantó.
—Y tus papás acompañaron: no era una casa en la que se necesitara algo.
—No, no, no.
—Imagino que ellos administraban en ese momento lo que ganabas.
—Sí, sí, obviamente. Yo tenía 12 años, pero sí sabía cuánto ganaba, obviamente. Siempre me gustaron los números: “La empresaria”, me dicen mis amigas.
—¿Y cuando un día te encontraste con esa plata, con lo que habías ganado desde tan chiquita, qué hiciste con eso?
—A los 17 me compré un auto. Después, a los 22, me compré un departamento y me fui a vivir sola.
—Desde los 11, 12, no paraste nunca.
—No. No paré nunca. Igual, era otro momento. Era de una inocencia. Siempre fui muy madura pero, a la vez, inocente y un poco aniñada. No era una nena agrandada en cuanto a actitud, como de querer ser más grande. Y para mí, era un juego: era ir y jugar. Aparte siempre era la más chiquita y la mimada de los elencos: era “con la nena no se mete nadie”. Si alguien me tenía que dar un beso o algo en una escena, estaban los técnicos ahí, como “ojo con la nena”.
—Hay una anécdota muy interesante. Te tenían que dar un beso y tu mamá dijo: “No, ella no está cómoda”. Todavía no habías dado un beso en la vida real.
—Sí. Fue en Amigovios. Antes, cuando había entrado, me querían teñir de rubia. Y mi mamá dijo: “Mirá, llamá a una chica más rubia”. Como que ella no moría porque yo estuviera ahí, y la verdad que yo tampoco: no es que miraba la tele y mi deseo era ser famosa. Para nada. Lo mío iba más por el disfrute que me causaba estar actuando en un estudio.
—¿Cuántos años con tu marido, Fernando Sieling?
—Quince. Lo conozco desde que tengo 13 años. Él jugaba al rugby con mi hermano, que me lleva un año y medio. Siempre me gustó, me pareció lindo; siempre había algo ahí con él. Hubo un año en que mi hermano se fue con 12 amigos, entre los cuales estaba él, a una casa en Vail, en Colorado, a esquiar. Y yo fui a esa casa con los 12: era como una hermana, ¿entendés? Era… lo que cualquiera se imagine.
—Parece que no…
—Bueno, para Fer, no. Pero era La Negra, nos conocemos todos desde muy chicos. Éramos todos un gran grupo de amigos. Ahí nació algo, aunque en ese viaje no pasó nada: cada uno estaba con su relación, los dos muy fieles. Al año siguiente empezamos a salir. De él me conquistó su seguridad. Había tenido otros novios que estaban más pendientes de mí, más encima, y él era muy relajado. Siempre marcó el límite: “¿Querés estar conmigo? Estamos. Si no, no”. Era un domingo 3 de la tarde y yo decía: “Bueno, ¿cuándo me va a llamar para invitarme a la casa?”. No me llamaba... Así fue cómo empezamos a salir. Y bueno, acá estamos, después de 15 años.
—Quizás venías de hombres que no generaban esa seguridad en sí mismos.
—Sí. Eso fue siempre lo que más me gustó de él. A mí no me gusta mucho que me estén encima; un poco sí, pero después, alejate un poco… Me gusta tener mi espacio, mi vida, mis cosas; irme de viaje sola. Y él lo respetó desde el primer momento, pero porque también él es así. Y también la seguridad que me da; eso por ahí fue más con los años: la confianza total. Que tampoco me había pasado en otras relaciones.
—En esas relaciones anteriores, ¿te podría haber encontrado revisando un celular?
—Sí, sí. Nunca fui una enferma de celos pero tuve relaciones más tóxicas que me llevaban a eso. Ahora no reviso ni loca un celular. Ni lo he hecho con él.
—Fue más sano todo.
—Sí, todo más sano. Y uno también elige, inteligentemente, con quién formar una familia.
—En estos 15 años, ¿crisis, separaciones, reencuentros, todo eso?
—A los dos años de novios nos separamos seis meses. Yo lo llamaba y lo llamaba y lo llamaba, y él, espera. Ahí me hizo escarmentar. Y bueno, nunca más. Ya hace 13 años que vivimos juntos y no nos separamos nunca.
—¿Quién propuso casamiento?
—Yo. Él es más romántico y yo, muy pragmática. Y dije: “¿Vos querés que nos casemos? ¿Nos vamos a casar?”. “Sí, bueno, vamos viendo. Pero yo te quería hacer la propuesta…”. “Sí, proponeme todo lo que quieras, pero pongamos una fecha”. Sí, fue así. Nunca fui romántica, de esperar. Y aparte siempre me pareció muy machista: ¿por qué el hombre tiene que decidir cuándo la mujer se casa? Si los dos nos queremos casar, pongamos fecha y listo.
—Empezaste de muy chica y siempre fuiste bellísima. ¿Pesó en algún momento la mirada del afuera sobre el cuerpo, sobre cómo estabas, sobre tener que cumplir con ciertos parámetros?
—Lo que me pesó fue que, por ahí por ser linda, tenés que dar más explicaciones o demostrar más que si no lo fueras, ¿no? Como decir: “Soy linda pero también soy buena actriz”.
—Linda y talentosa es un montón…
—Claro, porque trabajar tantos años, no trabaja cualquiera. En eso sí es como que tenés que rendir un poquitito más que otra.
—Está el prejuicio sobre la linda.
—Sí, totalmente.
—Tenés tres millones de seguidores en redes, un montón de gente. Y todos te tiran buena onda, cosa rara porque el hater es muy complicado. Hay mucho hate y muchas críticas con las mujeres: que si tenés dos kilos de más porque tenés dos kilos de más, que si estás muy flaca porque estás muy flaca, que si mostrás la celulitis, ¿por qué la mostrás?
—No, no me pasa eso. A ver, yo tampoco abro tanto el juego como para permitirlo. Me parece que son dos cosas. Una, que siempre fui coherente con lo que digo y lo que hago: no es que te vendo que soy vegetariana y me vas a encontrar comiendo un chori acá, en la cocina. O hasta en esto de no mostrar mi vida privada. No abro demasiado el juego a mostrar todo o no sé, hasta hablar de política.
—Y te gusta mucho la política.
—Me encanta la política. Tengo una amiga periodista, otra que es abogada: nos juntamos y nos gusta mucho hablar de política. Me gusta hablar de la realidad, debatir, pero no me voy a meter en eso en Instagram porque no tengo ganas de recibir la devolución que puede venir. No tengo ganas.
—Hiciste un comentario en redes cuando pasó lo de Insaurralde, el yate y demás, que sorprendió: era tan raro verte en ese lugar, que fue nota.
—Sí. Fue un comentario en una publicación que después dije: “¡Ay, mirá dónde llegó!”. Tengo un Instagram privado donde pongo fotos de mis hijos; lo podría haber hecho ahí y no se enteraba nadie.
—Igual, es recontra válido que uno opine.
—Sí, obvio que sí. ¿Sabés lo que pasa? Yo laburo con una ONG que se llama Pequeños Pasos, y recorro La Matanza, San Martín, y veo la realidad: toda la corrupción es esa pobreza. No es que “¿Falta? Bueno, hay más”. No. Donde alguien afana, el otro… Y todos afanan, ¿viste? No estoy ni de un lado ni del otro, pero hay cosas tan obscenas que me sacan. Y ahí fue ese comentario, porque si estás un poco en contacto con la realidad, con lo que está viviendo la gente…
—62% de los adolescentes por debajo de la línea de pobreza, chicos que dejan el colegio a los 12 años…
—Es terrible. Por eso digo: es fácil sentarse a opinar de que los planes, de esto, de lo otro, desde nuestra casa, con nuestros hijos con la panza llena. Ahora, si estás en esa situación de que tu hijo tiene hambre y no le podés dar de comer… es algo que nosotros no podemos ni imaginar. Entonces, me parece que es importante involucrarse. No me gusta hablar porque realmente no me gusta que me bardeen o que (digan): “Ay, que de un lado, del otro…”. No estoy de ninguno de los dos lados. Por algo estamos como estamos: por los dos lados. Pero está bueno involucrarse, hacerlo desde el lugar que cada uno pueda. Yo llamo a mis amigas: “Che, voy a llevar cosas para Pequeños Pasos. ¿Alguien tiene algo? Una frazada, una toalla, un colchón, lo que sea”.
—¿Hiciste alguna vez el ejercicio de pensarte con tus hijos con hambre?
—Pensás eso y decís: “No sé qué haría yo en esa circunstancia”. Es muy difícil. Y me parece que está bueno ir y ver esa realidad porque esa realidad está acá nomás.
—Uno habla desde un lugar de muchísimo privilegio.
—Totalmente. No hay que perder de vista eso.
—Juana y Otto, tus hijos, viven otra realidad. Pero vos tenés una conciencia social muy importante desde muy chica: con los animales, con la empatía con el otro. ¿Cómo trabajás todo esto con ellos?
—Mirá, antes pensaba que uno nace siendo empático, pero ahora creo que la empatía se enseña. A mis hijos se los enseñó mucho, primero hablándoles de lo que a uno le pasa. ¿Viste que por ahí el adulto no le dice a su hijo: “Hoy tengo un mal día”? Como que siempre es súper poderoso. Y por ahí les digo: “No, dormí mal, estoy cansada, tengo un mal día, estoy un poco triste”, para que puedan registrar que hay un otro. Me parece que está bueno. De hecho, cuando vuelvo de trabajar mi hija me dice: “Mamá, ¿cómo te fue? ¿Tuviste un buen día?”. Y tiene siete años. A veces también vienen conmigo a Pequeños Pasos, a San Martín: entregaron regalos de Navidad conmigo. Es difícil explicarle a un niño de cuatro años, pero creo que eso lo van respirando con vos. Tu mirada es un poco la mirada de ellos. Voy por la calle, alguien está pidiendo y Juana me dice: “Mamá, ¿por qué no le das nada? Dale algo al señor”.
—Hablando de los niños, ¿en qué momento querés huir de tu casa?
—Siete de la tarde (risas). Sí, huir de mi casa. Por eso empecé a hacer teatro, porque a las siete me voy, ¡me rajo! (risas). Yo los busco en el colegio todos los días y en ese horario están como excitados por el día de clase, y se pelean.
—¿Te permitís las contradicciones de la maternidad?
—Sí, obvio. Ya quedó en el pasado eso de la madre que no se queja. O debería haber quedado.
—Todas queremos escapar en algún momento.
—Obvio, sí.
—¿Sos cabrona?
—Sí.
—Tenés carácter.
—Sí, sí. Mirá, puedo gritar, putear, enojarme, y se me pasa, y ya está: doy vuelta la página. Como que saco todo. No me quedo rencorosa, tres días enojada. Ya está, ya pasó.
—Si le pregunto a Fernando en qué momento sos insoportable, ¿qué me va a decir?
—Él te va a decir algo… ¡pero yo tengo razón! (Risas). Con la comida. Porque él me puede poner la carne en la misma tabla y todas esas cosas. O poner la carne en la heladera tres días: “Después la frizo”, dice. “No, mi amor; si querés que los chicos coman, eso no se hace”. Bueno, esas discusiones están mucho. Sobre eso te puede decir. Pero bueno, es algo que… Tengo razón.
—Tiene razón. Digamos todo.
—Tengo razón. ¡Haceme una encuesta!
—Respecto al vegetarianismo, no es que pusiste en tu casa la política: “Acá no se come carne”.
—No, no.
—Cada uno de los chicos está haciendo su recorrido.
—Sí.
—Y si Fernando hace asados, te pone verdura.
—Sí, obvio. Y es el rey de la ensalada. ¡No sabés las ensaladas que hace! Te juro. Pone alcaparras, pistachos, cebollas, tomates secos; de todo. Lo que encuentra. Pero no, no, a ver: no soy fundamentalista. Con este tema de la carne: si fuese por mí evitaría algunas cosas, pero bueno, también tienen un padre y hay que aceptar que él trae sus ideas.
—¿Es verdad que estudiaste astrología durante la pandemia?
—Sí.
—¿Y qué encontraste ahí?
—Se me abrió un mundo nuevo. Me parece que es apasionante y que sirve mucho para autoconocerse, para conocer hasta a tus hijos. Me flasheó muchísimo. A veces tengo que frenar un poco porque…
—¿Para qué lo estás usando hoy?
—Yo me hago la revolución solar todos los años. Voy a una astróloga, Carolina, que es lo más. Es como una gurú. De alguna manera, reemplacé la terapia por la astrología. Hay cosas que entendés de vos que te relajan un poco, que decís: “Bueno, soy así”. Tratar de sacar tu mejor versión, pero sin cambiar cosas que ya son parte de tu esencia.
—¿Te amigaste con cosas tuyas que en algún momento no te gustaban tanto?
—Sí. Igual, soy muy crítica de mí. Soy exigente. Y soy culposa. Es algo que lo trabajo.
—¿Con la astrología?
—Con lo que puedo (risas). Con lo que haya a mano.
—¿Te sale el aquí y ahora?
—Sí, bastante. Por más que me encante trabajar, disfruto mucho de estar en mi casa con mi marido y mis hijos. Es algo tan simple. Amo estar en mi casa.
—Y cuando estás en el teatro, ¿disfrutás de estar en el teatro?
—Sí. Mucho.
—¿Cómo te llevas con la inestabilidad de la profesión?
—Sí, el actor se queda sin trabajo todos los años.
—Y a veces, cada tres meses…
—Sí, tal cual. Es difícil. Si a cualquier persona que labura normalmente en un trabajo, que por ahí está cuatro, cinco, seis, siete años, le planteás: “Bueno, todos los años de tu vida te vas a quedar sin laburo y vas a tener que ir a buscar otro trabajo o esperar a que te llamen”... hay que lidiar con eso. También con estar un año allá arriba, haciendo un éxito, y al otro año no estar haciendo nada. Sí, yo aprendí. Lo trabajé eso.
—Recién me decías que te gustan los números. ¿Sabés invertir? ¿Te manejás vos?
—Sí, sí. Lo tengo en los genes, de mi abuelo. Tengo alguna inversión. Soy organizada, me gusta. Nunca fui de patinarme la plata. Siempre fui muy consciente, por si el día de mañana quiero viajar y estoy sin trabajar o lo que sea, pueda.
—Hay un resto ahí, que te deja tranquila.
—Claro, sí. Hace unos años también surgió el tema de las redes sociales: ahí se abrió una ventana grande de laburo.
—¿Cuál es el canje más bizarro que te ofrecieron?
—Ay, a ver…canje. Ese es otro tema: el canje. Hasta un punto me parece que está bueno, porque hay otras cosas que, digo… Voy al cotillón a comprar globos para el cumpleaños de mi hija: “¿Podemos hacer canje?”. “Mirá, todo bien, pero no voy a hacer un canje por unos globos”, le digo. Es darle una mano al otro, pero también es mi herramienta de trabajo y la tengo que administrar.
—¿Vos manejás tus redes?
—Sí, sí. También tengo a mi representante, Alejandro Farrell, hace más de 20 años. Es como un ida y vuelta entre los dos. Pero muchas amigas actrices me llaman y me dicen: “Negra, me ofrecieron tal cosa. ¿Qué pido? ¿Qué hago?”; “Bueno, deciles tal cosa, que tantos días, que no sé qué, no sé cuánto”.
—¿Qué te pasa con que un posteo en redes sociales lo puedas monetizar más que un mes de teatro?
—Ahí está el amor al arte. Y la esencia de uno. Mi esencia es ser actriz y yo disfruto de subirme al escenario y actuar. Después, lo demás es una consecuencia de eso, en realidad. Si decís: “Bueno, no trabajo más de actriz y solo me dedico a esto”, después no te llena hacer una publicidad. Ayer tuvimos un ensayo con Pato que fue espectacular y terminé emocionada. “Qué buen ensayo, qué lindo lo que te genera la actuación, lo que te moviliza”, dije.
—¿Te gustás como mamá?
—Sí, sí.
—Es tu lugar en el mundo, ¿no?
—Yo creo que sí. Me encuentro bien yo, en realidad. Siento que estoy donde quiero estar. Como con un buen equilibrio.
—¿Hace mucho estás así o costó encontrar esto?
—No es hace mucho. Fue un trabajo. Creo que los 40 fueron una bisagra, pero venía de un trabajo desde antes, no sé si para encontrar un lugar pero sí decir: “Bueno, estoy bien acá”.
—¿Qué le decís hoy a esa nena que no quería dar un pico?
—Le digo: “¡Muy bien que te plantaste y te defendiste a vos misma! Seguiste tu intuición. Te respetaste”.