“Amaneció muerta el Jueves Santo. La última vez que la habían ayudado a sacar la cuenta de su edad, por los tiempos de la compañía bananera, la había calculado entre los ciento quince y los ciento veintidós años. La enterraron en una cajita que era apenas más grande que la canastilla en que fue llevado Aureliano (el antepenúltimo de los aurelianos, el último cierra la estirpe y se lo comen las hormigas) y muy poca gente asistió al entierro, en parte porque no eran muchos quienes se acordaban de ella, y en parte porque ese mediodía hubo tanto calor que los pájaros desorientados se estrellaban como perdigones contra las paredes y rompían las mallas metálicas de las ventanas para morirse en los dormitorios”.
Así narra Gabriel García Márquez la muerte de Úrsula Iguarán, uno de los personajes más emblemáticos de “Cien años de soledad”.
El cineasta Rodrigo García Barcha (Bogotá, 24 de agosto de 1959) recuerda que Gabo también murió un Jueves Santo, y que la mañana de ese día, un pájaro desorientado se estrelló como un perdigón contra el vidrio de una especie de comedor acristalado en la casa de García Márquez en ciudad de México, para terminar muerto, justo en el sofá donde el Nobel se sentaba.
“El recuerdo que tengo de ese día es el de una casa un poco detenida, supongo que es normal cuando tienes una persona que te han dicho que está en sus últimas 24 horas -relata García Barcha para Infobae desde su residencia en Los Ángeles-. En la casa se respiraba un aire muy extraño, porque no está uno de luto, sino como a la espera, una espera extraña, una sensación muy particular. Me imagino que es lo que vive cualquiera que tenga una persona gravemente enferma en casa, es algo increíble”.
Algunos meses antes de aquella mañana, sin saber muy bien para qué, el reconocido director de cine (“Cosas que diría con solo mirarla”, “Mother and Child”, “Últimos días en el desierto”) había comenzado a tomar notas de lo que sucedía en la residencia de sus padres.
“Sencillamente tenía la sensación de que lo que se estaba viviendo en la casa en las últimas tres semanas era muy impactante, lo sentía muy fuerte, entonces empecé a tomar notas sin una idea muy clara de qué iba a hacer con ellas; pensé, bueno, tomaré notas, las escribiré y en algún momento será un recuerdo para mi hermano y para mí, para nuestros hijos, nietos”.
Tras reflexionar, compilar, editar y escribir, esas notas se convirtieron en un libro: “Gabo y Mercedes, una despedida” “El libro es una combinación de los hechos de ese día, reflexiones sobre lo que está sucediendo, sobre la vida en esa familia y recuerdos, lo que quería hacer era una especie de reflexión alrededor de la muerte de ellos, una reflexión sobre lo que fue crecer en este núcleo familiar, lo que llamo el club de los cuatro”.
Cuando él y su hermano Gonzalo eran pequeños, recuerda, no había un entendimiento completo de lo que su padre significaba para el mundo, ni siquiera después del fenómeno en que se convirtió “Cien años de soledad”.
“Todo era como normal, el éxito de su libro no impactó la vida familiar, las relaciones familiares de una manera notable, porque él seguía trabajando en la casa, la rutina era un poco la misma”.
Eso sí, había una instrucción clara de no hablar mucho de lo que pasaba al interior de la familia, que se había convertido en un foco de interés. “Creo que es una presión bastante común que reciben los hijos de gente que es conocida públicamente, era algo que entendíamos, que adoptamos y que como hijos lo aceptábamos: ser discretos con lo que sucedía en nuestra casa, pero eso no impedía que Gonzalo y yo fuéramos adolescentes, que viviéramos nuestra vida y tuviéramos nuestras actividades; también teníamos nuestras propias vidas secretas”.
El mismo Gabo, recuerda su hijo, había tomado ciertas medidas, como no volver a enviar cartas manuscritas, después de que se dio cuenta de que algunas de las que había escrito antes de la publicación de su novela más emblemática habían sido vendidas y terminaron en universidades o centros de estudio.
Sin embargo, recalca, el reconocimiento de su padre no era algo que hubiera cambiado radicalmente su rutina familiar.
“Hay que tener en cuenta que en esa época la fama no era tan grande, tan absurda y tan grotesca como es ahorita; no había fotos de la gente saliendo de tomar un café, saliendo de la lavandería o estacionando su coche. Los famosos eran unos conocidos nada más, no eran realmente famosos, comparados con los de ahorita, que se les sabe todo, vida, obra y milagros; entonces, sí había esa sensación de que era una persona importante en el mundo literario y en el mundo latinoamericano, también metido en cosas de política, pero no era como ser hijo de una estrella de rock o una estrella de cine, o algo así, no, nunca fue lo mismo”, asegura García Barcha.
Lo que sí está muy presente en sus recuerdos son los libros, las historias, las letras. Él y su hermano crecieron, sostiene, en un ambiente donde nada era más valorado que algo bien contado, rodeados de escritores, pintores, cineastas y poetas. “Todo el mundo hacía cuentos”.
Su padre, el que les hablaba de sus autores favoritos: Virgina Woolf, Juan Rulfo o Graham Green; el mismo que decía, una y otra vez, que todo estaba en la Biblia y en El Quijote, los saludaba rutinariamente con una particular pregunta: “¿Qué estás leyendo?”
“Crecí en un mundo lleno de libros, de narrativa, pero también de películas; de adolescente no pensaba en ser cineasta, aunque siempre me interesó la fotografía, la foto fija, de ahí pasé a ser camarógrafo, y sí, evidentemente también crecí en un mundo donde se apreciaba mucho el cine”.
Creció viendo, en teatros de México, París o Barcelona, películas de Vittorio De Sica, Francois Truffaut y Akira Kurosawa, los tres directores que García Márquez más admiraba; hablando de cine y viendo a su padre sentado en su estudio trabajando en guiones con algún director, como Arturo Ripstein, Luis Alcoriza, Felipe Cazals o Jaime Chavarri.
Sin embargo, y a pesar de que parecía tener definido su futuro, ingresó a estudiar Historia Medieval en Harvard. “Siempre me gustó la historia medieval, pero la verdad no escogí esa carrera porque pensara ejercer como historiador medievalista, sino porque me interesaba la época, ese mundo se me hacía fascinante, cercano y lejano a la vez, entonces lo hice por puro interés intelectual”.
Posteriormente estudió en el American Film Institute. Volvió a México, donde se dedicó a la fotografía, la foto fija en producciones audiovisuales y, finalmente, se desempeñó como camarógrafo, antes de radicarse definitivamente en Los Ángeles.
“Vine aquí originalmente cuando era camarógrafo para tratar de trabajar más en películas. En esa época vivía y trabajaba en México y mucho del trabajo era en publicidad, en comerciales, entonces vine aquí buscando trabajar más en películas y me fui quedando”.
A pesar de que, casi a su pesar, terminó cumpliendo uno de los más grandes sueños de su padre: ser director de cine, García Barcha acepta que, tal vez inconscientemente, su decisión de vivir en los Estados Unidos también tenía que ver con alejarse de la sombra del recordado premio Nobel, buscar caminos que lo alejaran del área de influencia de Gabo.
Sin embargo, siempre los uniría la pasión por el cine y por las letras. Reconoce que cuando se sentó a hacer sus primeros guiones, ya pasados los 30 años, descubrió que había algo del oficio de escribir que había recogido casi por ósmosis en su casa.
Cuando dirigió su primera película (“Cosas que diría con solo mirarla”, 2000), su padre, preocupado por lo que podría representar su imagen en la carrera de su hijo, le pidió leer el guion; al final, le gustó lo que su primogénito había escrito y ambos se sintieron aliviados. Lo que nunca pudieron hacer fue escribir algo juntos.
Cuando finalmente lo intentaron ya “era un poco tarde”, se lamenta García Barcha, no podían avanzar porque el genial escritor no recordaba lo que habían definido en sus charlas anteriores. Ya su padre había emprendido un largo y doloroso camino que lo llevaría a la pérdida total de la memoria.
“Fue un proceso muy largo. Los primeros años ni siquiera parece una enfermedad, da la impresión de que son los olvidos de nombres y de cosas propios de la edad, de tener más de 70 años, pero luego sí se empieza a entrar en una etapa de repetición de preguntas, del olvido de conversaciones que se acaban de tener en ese momento, la imposibilidad de tener un hilo en una idea, empezar una frase y perderse, esa etapa ya es un poquito más preocupante, pero la peor etapa es cuando la persona ya se da cuenta plenamente de que está perdiendo la memoria, que se le está desvaneciendo el contacto con los eventos y con la realidad, esa etapa es muy dura, para el enfermo y para la familia, y luego hay una etapa mucho más dura, ya no para él, que ya estuvo demasiado distraído para darse cuenta, o preocuparse, que es cuando empieza a no reconocer a su gente inmediata, a nosotros mismos, eso siempre es un poco extraño y duro”.
Ese proceso, recuerda Rodrigo García Barcha, comenzó unos 10 años antes de la muerte de Gabo; en los últimos tres o cuatro no reconocía prácticamente a nadie y leía sus premiadas y admiradas obras sin recordar que eran suyas, algo realmente difícil para alguien que siempre aseguró que la memoria era su materia prima, la herramienta que para muchos, le permitió, básicamente, narrar de manera mágica la realidad que encontró a lo largo de su vida, esa que comenzó el 6 de marzo de 1927.
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