En la primera escena de Noche de fuego (Prayers for The Stolen) Rita y su hija de ocho años, Ana, cavan un hoyo en la tierra, ansiosas, a toda velocidad. La niña se acomoda dentro; Rita la cubre con una tapa improvisada. Como si la enterrase en vida. El hueco, sin embargo, cumple la función de escondite: Ana ya tiene ocho años y está en edad de ser secuestrada, violada y traficada por el cartel que domina la sierra mexicana donde vive. Por eso en la casa, pobre como todas las demás del pueblo, no falta esa suerte de habitación extra.
Y por eso Ana y sus amigas, Paula y María, lloran mientras la peluquera les corta el cabello, hasta dejarlas con aspecto de varoncitos. Las madres dicen que es por los piojos. Todo lo que queda sin decir —en esta escena y en otras de esta película de Tatiana Huezo— crea el clima de ominoso en el que el público siente el terror bajo el que viven esas familias. Y cuando no son los narcos, son los aviones del gobierno que fumigan los campos de amapolas para opio, y a toda la gente del pueblo de paso. O son las explosiones de las mineras, que destruyen la sierra y dejan nieblas de polvo.
En el silencio de la noche rural Rita le enseña a Ana a distinguir los sonidos: eso es el perro de un vecino, aquello es una vaca, esto son los insectos. Y eso que pone en guardia a todos los habitantes son los motores de las camionetas de los narcos: vehículos utilitarios negros con armas a la vista que hay que detectar antes de que estén cerca. Si algún día llegan hasta la casa, Ana sabe que se debe correr al escondite.
Noche de fuego representará a México en los Oscars de 2022; de manera similar a Ya no estoy aquí, la película de Fernando Frías que recibió ese honor en 2021, muestra cómo es crecer entre la violencia que parece endémica en ese país. También de manera similar, Huezo hizo el casting en el lugar —en realidad en las montañas de la Sierra Gorda, Querétaro, porque no pudo filmar en Guerrero, donde transcurre la historia, debido al nivel de peligro— entre la gente del lugar, en lugar de actores profesionales. Así Ana Ordóñez, Blanca Itzel Pérez y Camila Gaal interpretaron a las niñas a los ocho años, y Marya Membreño, Giselle Barrera Sánchez y Alejandra Camacho a las adolescentes de 14, que mantienen el pelo corto pero ya no pueden ocultar que son mujeres. Mayra Batalla es Rita.
Su perspectiva particular, sin embargo, es otra: “La película explora lo que significa crecer como niña en medio de la guerra en México, donde la condición femenina está más expuesta a la brutalidad”, dijo en un comunicado de Netflix. “No podía rehuirle a la violencia en México y las maneras en que ha cambiado drásticamente las vidas de tantos”.
La película, que ganó mención especial en Un Certain Regard, la sección del Festival de Cannes, y fue elegida mejor obra latinoamericana en el de San Sebastián, se estrenó en salas de México y en Netflix. Es el debut de Huezo en la ficción: la directora salvadoreña-mexicana es una reconocida documentalista. Su primer trabajo, El lugar más pequeño, contó los 12 años de guerra civil en El Salvador en la voz de los sobrevivientes de una aldea arrasada; el segundo, Tempestad, reconstruye las experiencias horrorosas de dos mujeres a manos de los carteles y la policía corrupta.
Noche de fuego, en cambio, se inspiró en la novela Prayers for the Stolen, de Jennifer Clement, para contar los hechos desde los ojos de las niñas, en particular Ana. Las tres comparten el mundo mágico de la infancia: por ejemplo, crean un juego para sincronizar los pensamientos de todas y lo practican en la casa de otra niña, que ha quedado vacía desde que desapareció con su familia. Rita dijo que se mudaron, pero Ana se quedó pensando: ¿por qué dejarían todas sus cosas? También siguen juntas en las inquietudes de la adolescencia y conversan sobre lo guapo que es el maestro, uno que llegó al pueblo lleno de entusiasmo pero está a punto de irse por la amenaza narco.
Durante el día la gente del pueblo trabaja en los campos de amapolas, cortando los bulbos para recolectar el látex del opio que se transformará en heroína; al atardecer sus teléfonos celulares brillan como estrellas raras en la ladera oscura de la montaña que es el único lugar adonde llega la señal de los celulares. Para Rita y Ana, como para otras mujeres con sus hijos, pocas veces sirve de algo la llamada: sus esposos —que están afuera, al otro lado de la frontera norte— nunca mandan el dinero que prometen, ni regresan. Muchas veces ni siquiera atienden.
Trabajar para los narcos es lo único que pueden hacer: la pobreza es ubicua, las autoridades están ausentes o en inferioridad de condiciones frente al cartel. Las violaciones a los derechos humanos básicos —empezando por la vida— son cotidianas, y a la vez sirven como recordatorio constante de lo que le espera a quien se resista a someterse. “Quise construir este enorme monstruo invisible como una amenaza alrededor de las vidas de las niñas, pero no quise mostrarlo gráficamente”, resumió Huezo a The Economist. “Los últimos años he trabajado con temas muy difíciles”, agregó a AFP. “He estado muy cerca de mujeres que están buscando a sus hijas desaparecidas”.
Mientras trabaja en su nuevo proyecto documental, El eco, esta artista formada en el Centro de Capacitación Cinematográfica de México y la Universidad Pompeu Fabra en Barcelona se enteró de que Noche de fuego fue elegida para representar a su país en la edición 94 de los premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Estados Unidos. Dijo que se sentía “muy orgullosa y muy satisfecha” por esa distinción y por la reacción del público a su película que “rinde tributo a la ferocidad del amor de muchas mamás que en Latinoamérica están criando solas a sus hijas”.
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