A menudo consentimos, desde una lógica mundana, que “quien calla otorga”. Pero trasladado ello al proceso penal, el panorama necesariamente cambia.
La garantía que impide declarar contra sí mismo (autoincriminarse) puede ubicarse, históricamente, en la tradición continental europea alrededor del siglo 18, pues hasta ese momento, la garantía fundamental del acusado no era guardar silencio sino hablar, lo que no era sinónimo de ser genuinamente “escuchado”. Pues en incontables casos, por las prácticas propias del sistema inquisitivo de la época absolutista, tal oportunidad se reducía a un mero formalismo, o a la aplicación de violencia para a engendrar confesiones tergiversadas y delaciones. A tal punto tuvo que evolucionarse en esta cuestión, que si bien la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789, en su artículo 9º, establece la presunción de inocencia, nada dice, al menos directamente, sobre la declaración del imputado.
Con el perfilado del sistema acusatorio, el nuevo “privilegio” de no declarar contra sí mismo coloca a la deposición del acusado en un plano potestativo que, tras una serie de modificaciones, se ha consagrado como un acto de defensa. En paralelo, sirvió para erradicar los mencionados tormentos para “arrancarle” información, por considerarse un método barbárico y oscurantista.
Nuestra Constitución de 1853, imbuida de estos ideales, lo recepta, con todas las letras, en el art. 18 (“nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo”). Y a nivel internacional, la Convención Americana de Derechos Humanos, establece el “derecho a no ser obligado a declarar contra sí mismo ni a declararse culpable” (art. 8.2.G) y que “la confesión del inculpado solamente es válida si es hecha sin coacción de ninguna naturaleza” (art. 8.3); mientras el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos expresa que “durante el proceso, toda persona acusada de un delito tendrá derecho, en plena igualdad (…) a no ser obligada a declarar contra sí misma ni a confesarse culpable” (art. 14.3.G).
En sintonía, la quinta enmienda de la Constitución norteamericana, famosa, le confiere al acusado el derecho a no testificar.
En la práctica, el derecho al silencio tiene tres secuelas claves para la persona a quien se atribuye un delito, significa: 1) que no tiene la obligación de someterse a un interrogatorio judicial (o de los acusadores: fiscal y querella), puede negarse a contestar y manifestarse exclusivamente a través de su defensor letrado; 2) que si acepta declarar, no será bajo juramento de decir verdad, pues nadie puede ser forzado a producir evidencia desfavorable para sí; y 3) que si decide no declarar, ese silencio no puede ser interpretado en su contra, ni puede deducirse su culpabilidad en función de tal negativa.
En el segundo aspecto, el Código Procesal Penal Federal de la Nación es puntualmente cuidadoso, al referir que las citaciones del imputado “no tendrán por finalidad obtener una declaración sobre el hecho que se le imputa”, pero el mismo tendrá la libertad de declarar “cuantas veces quiera” … a lo que añade que esa declaración sólo tendrá valor si se realiza en presencia de su defensor, o en caso de ser escrita, si lleva la firma de éste (art. 4).
En fin, la prueba de cargo en base a la cual puede determinarse, en un proceso penal, la responsabilidad de un sujeto por la comisión de un delito debe surgir de un conjunto de evidencias ajenas a su declaración, porque- como dijimos- esta se concibe como un medio de defensa y canaliza básicamente “su” versión de los hechos. Versión que debe pasar el filtro de las circunstancias objetivas volcadas al juicio por comprobaciones directas (registro de lugares, intervenciones telefónicas, incautación de datos, siempre con orden judicial, salvo excepciones debidamente reglamentadas en el caso de las requisas) o indirectas de testigos y peritos (que tienen el deber de prestar declaración bajo juramento de decir verdad, so riesgo de incurrir en delito de falso testimonio), entre otras.
Ahora bien, nada quita que por los motivos personales que fueran, o a los fines de obtener como beneficio una reducción en su pena (acuerdo de colaboración, conocido como la figura del “arrepentido”) el imputado voluntariamente se disponga a dar a conocer todo lo concerniente al suceso por el cual se lo investiga. Y esa confesión libre, informada y conciente será tenida en cuenta a su favor, siempre que se corrobore su veracidad.