El conflicto entre Javier Milei y Victoria Villarruel viene con un arrastre de más de un año y agregó en sus últimas entregas una visible aceleración del proceso de deterioro en la relación política y, reflejo peligroso, en el plano institucional. En términos personales, parecía todo dicho antes incluso de la llegada al Gobierno. En cambio, más novedosa es la exposición pública de algo que se decía en reserva: una disputa de poder expresada en operaciones más que inquietantes, sin retorno.
La sucesión de cruces que colocan el tema al tope de la repercusión mediática expone, más allá de los términos, que no se trata de enojos coléricos del Presidente o frases ácidas de la vice para pasar alguna factura a Olivos. La disputa está planteada sin espacios para grises.
La profundidad de la grieta doméstica puede advertirse en el mensaje presidencial de las últimas horas. Los cruces no se limitan a temas específicos o más o menos precisos -el más reciente, sobre la validez de la sesión del Senado que expulsó a Edgardo Kueider- sino que hablan de operaciones en continuado. Eso sugirió la frase dejada por el Presidente, vestida como risueña, en su visita a la Bolsa de Comercio de Córdoba. “Cada vez que me voy, siempre alguno me hace alguna…”, dijo, y dejó flotando la idea de una práctica desgastante.
Por supuesto, la historia de recelos y sospechas le da mayor dimensión a la frase. Después de ganar el balotaje y antes de asumir, en el círculo de Milei se instaló y afirmó la idea de que Villarruel estaba empezando a tejer un plan para hacerse fuerte en la gestión frente a la combinación de necesidad de equipos y exigencias aceleradas que imponía la crisis heredada de la gestión de Alberto Fernández y CFK.
Algunos llevaron esa mirada al extremo. Y desde el círculo más cercano a Milei se dejaba trascender la hipótesis sobre algún grado de entendimiento con Mauricio Macri y puentes con el “peronismo del interior” -es decir, PJ tradicional, no el kirchnerismo- para tejer una red con Villarruel en el centro y el Presidente desplazado. Esa visión, antes que una reflexión razonable sobre la gestión, habría sido determinante para abortar la idea de dejar en manos de la vicepresidente áreas sensibles de gobierno como Seguridad y Defensa.
Eso es lo que se dejaba circular. Y después se agregaron otros condimentos, como la expresión del PRO privilegiada por Milei, básicamente con la integración de Patricia Bullrich al Gabinete. Una doble mala señal a la vicepresidente, por el ministerio que ya no le reservaban y por la ficha jugada en el tablero “amarillo”. Las declaraciones difundidas por Bullrich esta semana, en el cruce por el caso del gendarme argentino secuestrado por el régimen venezolano, tiene parte de ese eco y también mensaje presente: reduce el papel de Villarruel al mínimo institucional -casi se diría, la administración del Senado- y de paso, la pega con el costado más irritante de la política tradicional.
Bullrich calificó como “vergonzoso” el mensaje de la vicepresidente sobre el apresamiento de Nahuel Gallo en Venezuela, habló de “cobardía” y “oportunismo” políticos, y le recomendó que, “si quiere servir a la Patria, se ocupe de frenar el descabellado e inminente aumento de sueldos del Senado”. Pareció más que una declaración de simple enojo o una chicana. En todo caso, fue además una manera de reforzar el mensaje de descalificación por su relación con “la” política y, especialmente, sobre la limitación de su papel por parte de Olivos.
Hace justo un mes, Milei había cargado contra Villarruel con mayor énfasis y precisión que en anteriores capítulos. Dijo básicamente tres cosas. La primera: que la vicepresidente no tenía injerencia alguna en las decisiones de gobierno. La segunda: que estaba cerca de la “casta” y del “círculo rojo”. Y la tercera: que la relación estaba atada exclusivamente a su función institucional.
Ese fue el trazo grueso que, de alguna manera, reforzaron otros integrantes del Gobierno, en público o en privado. Y que a su manera, expuso en estas horas Patricia Bullrich, si su mensaje es entendido más allá de la referencia al caso del gendarme. Antes, la carga presidencial por el manejo de la sesión que expulsó a Kueider de la Cámara alta, había puesto a la vista de cualquiera que reducir el territorio político de Villarruel al Senado no significaría acotar la batalla.
Villarruel logró articular un mecanismo de negociación que le permitió correr al kirchnerismo de las áreas de manejo efectivo de la Cámara. Pudo armar algunos consensos mayoritarios, ajustados y trabajosos, con la oposición dialoguista y el PRO para los pocos proyectos centrales del Gobierno. Por supuesto, dio señales de construir su propio capital, también más allá del Congreso. Los contactos con algunos gobernadores, por ejemplo, provocaron de todo menos satisfacción en Olivos.
Pero además, está dicho, todo estaba teñido desde antes por las sospechas y especulaciones que se extendieron de entrada en el núcleo “mileista”. No está claro si la frase de Villarruel sobre el viaje del gendarme a Venezuela fue sólo un paso en falso o una reacción dominada por enojos personales, con origen en los días del armado de gabinete. Algún silencio previo y la cercana declaración de alineamiento con el Presidente parecían indicar la búsqueda de cierto freno a la interna.
En el último mes, el conflicto viene escalando en velocidad. Y las especulaciones en el Senado se corren ahora hacia la posibilidad de un avance decidido desde el Ejecutivo sobre los acuerdos -políticos y administrativos- que fue tejiendo Villarruel para afirmarse, aún con dificultades, en su cargo y lograr por momentos cierto funcionamiento legislativo. Sería una señal que afecta no sólo al oficialismo: alimenta el interrogante sobre los límites de la batalla.