Cristina Fernández de Kirchner reapareció públicamente esta semana y a pesar de la novedad -y las 33 páginas de texto-, el impacto mediático fue módico. Un par de ministros y Javier Milei buscaron aprovechar lo que consideran un juego útil. A la par, un nuevo capítulo del cruce entre el Presidente y Lali Espósito copó redes sociales y medios. Algo tienen en común: el oficialismo recicla viejos mecanismos en la pelea por el dominio de la agenda pública, bajo el concepto también recreado como batalla “narrativa”. Tiene ecos del pasado que condena y algún manejo grave, en este caso la desproporción entre un jefe de Estado y una cantante como enemigo elegido.
El ejemplo más ruidoso no agota lo que para algunos analistas sería una estrategia razonable con errores tácticos. Antes, los movimientos expresan el resultado de una concepción de base, más allá del grado de elaboración ideológica. Lo expone otra vez la relación con el Congreso. El Gobierno deja trascender que avanza en la elaboración de proyectos reducidos, específicos, como reacción frente a la caída de la Ley Ómnibus. Y lo considera no una necesidad, sino una “prueba” para exponer “de qué lado” se ponen los legisladores: el cambio o la casta.
Resulta claro que no todo puede ser atribuido a una jugada táctica. El Gobierno piensa en decretos para muchas decisiones -se destaca el anuncio sobre la baja de una decena de fideicomisos- y el punto es que existen temas en los que el Poder Ejecutivo no puede avanzar de ese modo por limitaciones constitucionales. Algunas ya están en discusión judicial por el mega DNU. Y en lo que hace al final del proyecto ómnibus, hay capítulos enteros que sólo podrían avanzar por la vía del Congreso: básicamente, asuntos fiscales, penales y electorales, además de la reforma del sistema de actualización de haberes jubilatorios.
El Gobierno mantiene la reacción inicial frente al desenlace de la Ley Ómnibus, precipitado por la falta de acuerdos con la oposición “dialoguista” y por decisión presidencial. El propio Milei consideró que lo ocurrido en Diputados fue la demostración del accionar de “la casta contra el pueblo”. Hubo acusación contra “traidores”, una increíble exposición como enemigos de legisladores que rechazaron artículos y hasta un par de bajas de funcionarios.
El oficialismo consideró un éxito exponer como responsables a diputados, y gobernadores, que acompañaban en general el proyecto pero reclamaban cambios en varios artículos. Lo simplificó retomando el concepto de la “casta” contra los “intereses nacionales”. Y Milei le dio una vuelta de tuerca como efecto positivo al exportar para el caso la idea del “principio de revelación”. Llamativo y no sólo por las especulaciones sobre una buscada confrontación con el Congreso.
Ese “principio” aparece en el discurso no sólo para eludir responsabilidades por lo que sucedió en Diputados, sino además para lo que vendrá. Es decir, el envío de proyectos desglosados y breves -específicos- de lo que era el megaproyecto sería algo así como una batería de iniciativas a modo de test para los legisladores de la UCR, Hacemos Coalición Federal y otros espacios. Eso descuenta que el PRO actuaría bastante unificado como con la Ley Ómnibus y que el peronismo/kirchnerismo se plantará en el rechazo a cualquier propuesta. Es una estimación que no contemplaría matices. Quedaría claro, dicen, quienes están por el cambio y quienes defienden privilegios o intereses corporativos, además de oscuros.
En rigor, eso esconde una cuestión de peso, mayor. Está dicho: la necesidad de ir nuevamente al Congreso tiene que ver con los límites para los alcances de los DNU, sobre todo en materias impositivas, penales, electorales. Un acuerdo entre el oficialismo y el PRO ordenaría el tablero, según la evaluación difundida en ámbitos legislativos, pero no alcanzaría para garantizar sanción de proyectos sin entendimientos más amplios.
Se verá que señales son dadas, también hacia los gobernadores, en los días que restan hasta el inicio de las sesiones ordinarias, el primer día de marzo. Es un dato central, más allá de los trascendidos que se hacen circular desde el Gobierno sobre la mesa técnica que avanza en la redacción de decretos y proyectos de ley tema por tema.
La “narrativa” -asimilable al menos en términos políticos al “relato” de la era kirchnerista- no concluye en aquel terreno. El documento de CFK generó sorpresa y un sacudón inicial en el mundo de la política, pero se agotó antes de lo previsto o deseado en las oficinas del Instituto Patria y también en el Gobierno. Milei dejó las primeras respuestas en boca de Luis Caputo y Guillermo Francos. La ex presidente prefirió, naturalmente, confrontar con el ministro de Economía, bajo el presupuesto de asegurarse el lugar de principal figura de la oposición y contener al peronismo.
Hubo un intento posterior de reponer el ruido. Una chicana de CFK al compartir y potenciar el mensaje de un diputado contra el Presidente. Y una declaración de Milei que dejó de lado la respuesta ceñida a la economía y sugirió un intento de hacerlo chocar por parte de la ex presidente. Tal vez los dos hayan notado que el humor social y la nueva etapa provocan otro tipo de interés y también dibujan un giro en la grieta. La construcción del escenario de la batalla y de los enemigos expone alguna fatiga.
Más sonoro, y a la vez preocupante, es el caso de Lali Espósito. Milei elige a la cantante para ir a la pelea y descalificar lo que podría definirse como el uso político con fondos públicos del contrato de artistas, como elemento atractivo y propagandístico. Es un debate que, en primer lugar, se deben los políticos. Y que en cualquier caso, nunca debería ser jugado en la desproporción que significa el poder presidencial, no sólo su lugar institucional, en la disputa con la cantante.
No importan siquiera los términos usados y el lugar elegido por Lali Espósito, que reproduce conceptos como anti-patria o cultura con sentido excluyente. Lo inquietante es lo que representa y puede provocar una figura presidencial: sobre todo, cómo lo podría traducir algún fanático en la visión de enemigo. Menos consideración merecería la discusión “táctica” sobre la inconveniencia de enfrentar a una figura popular o la mirada “estratégica” acerca del supuesto éxito de poner en debate y de manera sencilla un tema por lo general eludido.
Es llamativo. En este terreno, la experiencia con CFK en términos de utilización del poder remite casi siempre al caso del “abuelito amarrete” al que condenó públicamente con nombre y apellido por querer comprar diez dólares. Los efectos de la personalización de las cargas desde la cabeza del Estado fueron ominosos: ataques a figuras conocidas, del periodismo y de otros ámbitos, llevadas al extremo no sólo simbólico de las fotos colocadas en actos para ser escupidas.
Casta versus pueblo, antipatria contra la patria: los términos pueden variar. Pero los discursos que orillan extremos, en blanco y negro, siempre son inquietantes.