Mucho antes de que un compañero ferroviario le pusiera de apodo “Pollo”, Rubén Darío Sobrero fue un muchacho peronista. Hijo de un gremialista metalúrgico, criado en Haedo, fan de River Plate y de Deep Purple, atravesó la dictadura en la piel de un adolescente que bailaba rock y militaba, a pesar de la prohibición, en la Jotapé. Pintó paredes, pegó afiches, fue a reuniones clandestinas y sin embargo no llegó a consumar la acción en la campaña del candidato Ítalo Argentino Luder: antes, con los primeros brotes de la primavera democrática, abandonó la doctrina que había recibido como herencia paterna y se fue hacia la izquierda, cautivado por las propuestas de la revolución socialista.
¿Qué pasó primero? ¿Las ideas o el amor? Una casi novia, o algo más que una amante, tuvo la primera responsabilidad de su conversión. Una señorita que en 1982 le pidió que la acompañase a cumplir con un compromiso familiar. Su primo la había invitado a hacer número en un acto político de Luis Zamora en el barrio de Boedo. El partido era una novedad, no llegaba a los 400 afiliados en todo el país. Pero el fervor era notable. En el primer acto Rubén Darío escuchó y hasta sintió la tentación de pensar que estaban todos locos, sin embargo, algo le repiqueteó bajo la cabellera rubia cuando esa noche llegó a su casa.
“Hubo cosas que me impactaron. Sobre todo esto de que el patrón es tu enemigo. Me sonó fuerte lo de ‘enemigo’. Seguí yendo a las reuniones y mi cabeza explotó”, cuenta tantos años después Sobrero (61), actual Secretario General de la Unión Ferroviaria Seccional Oeste, y, a esta altura, referente icónico del partido Izquierda socialista.
De aquel acto en el “antro” de Boedo a la actualidad, el “Pollo” se casó dos veces, convivió con siete mujeres, tuvo cuatro hijos, estuvo preso por error, se hundió y superó una fuerte depresión, le pegó a la Policía y recibió también unos cuantos palazos de las fuerzas de seguridad y tomó un banco en la Nochebuena, entre muchas otras aventuras. ¿La última? Su candidatura para gobernar la Provincia de Buenos Aires por el Frente de Izquierda, aunque la tiene difícil: en las PASO sacó el 3,57% de los votos, lejos del más votado, Axel Kicillof, con 36,37%.
“No nos vamos a prostituir por un voto”, avisa Sobrero. Y sigue: “Si la sociedad nos dice que tenemos que ser una ultraminoría como lo somos hace 40 años, lo seremos. Pero nos vamos a travestir políticamente hablando. No voy a cambiar mi discurso. Creo en el socialismo con democracia, en una sociedad movilizada. Seremos pacientes, nos dirán utópicos, pero no voy a mover un centímetro de mi ideología por un voto”.
A pesar de una resistencia silenciosa de su madre, la casa de los Sobrero era, por raíz paterna, de tradición peronista. “A mi abuelo la casa se la dio Perón; a mi viejo, su primer par de zapatillas se lo dio Perón. En su imaginación está directamente que se las dio él en mano. También la bicicleta”, sonríe Rubén, con un gesto de ternura para con su papá de 90 años. El Sobrero mayor fue delegado en el sindicato de supervisores metalúrgicos, y él, a los 16 años, ya trabajaba como aprendiz en la SIAM-Di Tella de San Justo.
El peronismo se llevaba en sangre, por default, ni siquiera se hablaba mucho en la casa de Haedo, no hacía falta. “Mi viejo no traía las discusiones a casa ni había fotos de Perón en el living. Pero él era un obrero peronista, fue directivo gremial porque era muy buen tipo, lo querían todos y no hizo guita, tenía el valor de la palabra, como los dirigentes de esa época. Mi viejo es un ejemplo del ascenso social del peronismo”, cuenta.
Por eso, su padre no entendió cuando su hijo le dijo que abandonaba las Veinte Verdades para irse a un partido de la izquierda trotskista. Sobrero chico tenía sus razones. “Ellos me hablaban de algo que el peronismo no, que era la lucha de clases, no creer en la conciliación de clases. Yo venía preguntándome por qué tenía que estar en un partido donde estuviera mi patrón. ¡Y Zamora me dijo eso! Me dijo lo que quería escuchar”, explica.
El país salía de la dictadura y todavía corría sangre. La herida no había cerrado ni mucho menos. Miles de jóvenes militantes, trabajadores, estudiantes, estaban desaparecidos. Otros, exiliados. En la familia, claro, creyeron que Rubén había tomado la opción por la lucha armada. “Mi viejo pensó que yo era un guerrillero. El padre de mi novia de aquel entonces me acusó de terrorista. Lo mandé a la concha de su madre. Mis viejos lloraban. ‘Estás con el ERP’. No entendían qué era el MAS”, relata.
El tema escaló. Era un rumor en el barrio: Rubencito el guerrillero. En el medio, su padre estuvo al borde de la muerte después de que unos asaltantes le pegaron un tiro al entrar a robar a la casa. En esa lucha por sobrevivir, un día fue el cura del barrio a rezar al pie de la cama de Sobrero mayor.
“Y en el medio empezó a hablar de los terroristas y de los zurdos. Lo saqué a patadas en el orto. Yo era católico hasta ese momento, pero lo eché a los empujones, mi vieja lloraba y me decía que iba a ir al infierno. Es que éramos pocos del MAS y nadie nos conocía”, narra el Pollo, entre risas, sentado en el galpón de la sede porteña de la Izquierda Socialista sobre la calle México. Detrás suyo asoma un cuadro con el rostro de Nahuel Moreno, el fundador del Partido Socialista de los Trabajadores, cuyas ideas lo llevaron a él a abrazar las ideas de León Trotsky.
Para la trágica Semana Santa del 87 Sobrero ya era un militante activo del MAS. Estuvo en la Plaza de Mayo esa tarde del levantamiento porque Zamora había dicho que había que ir a bancar a Alfonsín y defender la democracia. Y también abandonó la misma Plaza un rato después, cuando Zamora dio la orden de irse, al no aceptar lo que se cocinaba adentro de la Rosada, que el Presidente negociara la obediencia debida.
En esa época el Pollo ya trabajaba en ENTEL, donde justamente le pusieron el apodo por el que se lo conoce. “Me casé por primera vez muy pibe, a los 19, y entonces alguien me dijo ‘sos muy pollo para casarte’”. Cuando a principios de los 90 lo echaron de la telefónica con su privatización, Sobrero inició una etapa oscura de su vida.
“Me lumpenicé”, lo sintetiza. Estuvo más de dos años sin trabajo. Ya era padre de una hija pero vivía solo, separado. Apenas pasado los 35 años, entró en una fuerte depresión. A pesar de que cada tanto hacía changas arreglando teléfonos en las casas, no tenía un mango. Tuvo que abandonar la vivienda que ocupaba y se fue a una pensión. Se sentía humillado. Iba a lo de sus padres en Haedo para que le dieran de comer y la novia de ese entonces le pasaba plata.
“Fue una época muy oscura, tomé mucho, no me bañaba, la pasé muy mal, no le deseo a nadie no tener trabajo. Perdí dos años de mi vida”, cuenta. Estaba tan mal que abandonó la militancia: “Me aislé de todo”. Intentó seguir, pero no podía con él mismo: “Me duele contarlo, una vez fui a un acto, la candidata a diputada era Patricia Walsh, entré al lugar, vi a la gente, me di vuelta y me fui. Me sentía afuera. No era más de la manada. No era un laburante. Fue terrible”.
Hasta que un día vio un aviso en los clasificados que pedía aspirantes a trabajar en el ferrocarril. Era lo que él soñaba: “periodista o ferroviario”, de eso quería trabajar. ¿Por qué? “Porque en el ferrocarril estaban los mejores militantes de la izquierda y porque el periodismo, si sos honesto, es el mejor lugar para militar ideas”.
Las empresas acababan de ser privatizadas por el gobierno de Menem, y habían despedido a miles de trabajadores pero buscaban otros. Y allí fue Sobrero, con los diplomas de sus cursos sobre fibra óptica (una tecnología recién llegada por entonces) en el sobaco y la paradoja a cuestas. Y lo tomaron, pero con un contrato precario que se renovaba cada algunos meses.
Cansado por el desgaste de la militancia, traumado por su tiempo de desocupado, había decidido no retomar la vida militante. Una tarde trabajaba en unos cables en la oficina de Recursos Humanos de la empresa y escuchó que detrás suyo un jefe maltrataba a un empleado. “Firmá, negrito, porque afuera hay miles como vos que esperan tu lugar”, le dijo, entre otros insultos. Sobrero sintió ganas de pegarle, pero se contuvo. Unos días más tarde la CGT llamó a un paro y él fue uno de los únicos ocho empleados que adhirió.
La audacia llamó la atención del mismo jefe de Recursos Humanos que le preguntó qué había pasado que no fue a trabajar. “Y le respondí que sabía que me iba a echar, pero que no había soportado cómo maltrataba a mi compañero. El tipo se rió con cinismo y elogió mis ideales”, cuenta. Esperaba que no le renovaran el contrato. “Pero me salvó la burocracia”, cuenta. Los delegados de la empresa lo rescataron a cambio de convertirse, él también, en delegado. “Es esto o te echan”, le insistieron y agarró viaje.
A partir de ese momento comenzó una carrera en el sindicalismo combativo que todavía no terminó. Dice Wikipedia sobre su trayectoria: “Desde 2001 Sobrero y «la Bordó», su lista, fueron reelegidos cada dos años, por amplia mayoría. Tras diversas luchas lograron frenar los despidos y que los salarios pasaran de ser los más bajos de la historia a los mejor pagos del sector”. Con el correr de los años y las protestas, Sobrero, con su cabellera larga y dorada al mejor estilo Claudio Paul Caniggia, se convirtió en un personaje reconocido por su discurso fervoroso tanto como por su look, que abandonó hace unos meses, después de más de 20 años.
- Siempre tuve el pelo amarillo, no rubio, amarillo. Y largo.
- ¿Por qué se lo cortó ahora?
- Me quedaba con los mechones en la mano. Es la edad. Tengo 61 años. Me lo corté un montón. Ahora que recuperé la fuerza capaz que me lo dejo crecer un poco.
- ¿Cuándo se lo empezó a teñir?
- Después de un disgusto familiar del que no quiero hablar. De un día para el otro me quedó el pelo gris por el estrés. Tenía 40 años y parecía un viejo. Y la primera vez que me lo teñí me quedó naranja. Pero después se acomodó y lo mantuve toda la vida. Lo normal. Pero me corté porque me estaba quedando pelado, esa es la verdad.
Más de una vez Sobrero se valió de los medios para zafar de situaciones complicadas. La que mejor recuerda es la vez que con sus compañeros “tomaron” la sede central del banco que les pagaba los sueldos hasta que hicieran la transferencia. “Era 24 de diciembre, de 2002, y no habíamos cobrado. Los compañeros estaban desesperados. Llamo a la empresa y los digo que si no pagan les paro todo. Me responden que ellos habían pagado, que estaba frenado en el banco. Me mandan la transferencia. ‘Ah, son los bancos!’. Y decidimos ir a tomar el banco”, ríe.
“Entramos con todos los bombos, éramos como 50, nos subíamos a los escritorios. Cierran el banco y cae la policía. Así que empecé a llamar a los medios porque un cana me decía ‘ahora sabés cómo les vamos a dar, pendejo de mierda, me hacés esto un 24 de diciembre’. Y llamé a los movileros porque nos la iban a dar. ‘Tomamos el banco, vengan, que no nos pagaron’. Y entonces empezaron a pagar. Yo estaba sentado en el escritorio de la gerenta e iba llamando a los compañeros a ver si cobraban. Cuando cobraron, nos fuimos”, narra.
- ¿Y cómo salieron?
- Estaba lleno de canas. Llamé a conferencia de prensa para que nos rodeen ustedes, los periodistas y salí a hablar pero mientras iba caminando y me alejé y me metí en el subte y zafé.
Sin embargo, Sobrero sostiene que no fue la vez que peor la pasó. Recuerda dos “combates” con la Policía complicados: “Uno en 1982, en la CGT, y otro en 2002, en una protesta en la puerta de la fábrica recuperada Brukman, ese día quedé entre las piedras de los muchachos y los gases de la Policía y caí y me pisaban los mismos compañeros hasta que me salvó un compañero que me rescató tirándome de los pelos”.
También creyó que iba a morir un día de finales de septiembre de 2011 cuando la Justicia ordenó su detención, acusado de haber participado en la quema de vagones de la empresa TBA. Jamás olvidará el momento en que se le cruzaron los policías, de civil, armados con escopetas largas, en la puerta de su casa. Estaba en el auto a punto de llevar a una de sus hijas a la escuela cuando se le aparecieron los agentes y le apuntaron.
“Ya me habían pegado otra vez en la calle y nunca supimos quién fue. Habrá sido un minuto ‘quedate quieto que te fusilamos’. Y yo pensaba en mi hija. Al final me llevaron bien, me tuvieron un par de días sin decirme de qué se me acusaba y yo pensaba que me habían puesto falopa en el sindicato”, cuenta. Después se enteró las razones de su detención, hubo movilizaciones en la puerta de la sede policial donde estuvo “guardado” y salió. Casi dos años después, en enero de 2013, fue sobreseído por falta de pruebas en su contra. Él cree que fue un intento de domesticación del por entonces gobierno kirchnerista.
- ¿Cómo se lleva con la muerte? ¿Le tiene miedo?
- No quisiera morirme. La vida es hermosa y vale la pena. Amo la vida. Pero creo en la muerte digna si es necesaria. Soy un tipo afortunado. Tengo una familia bárbara, tengo cuatro hijos, uno mejor que el otro. Siempre trabajé de lo que me gustó. Nunca trabajé por descarte. Todas las parejas que tuve son divinas, excepto una o dos que me traen malos recuerdos (risas). Mi pareja actual es bárbara. Siempre milité y la militancia es vida. Creo que en el ser humano, aunque a veces me dan ganas de matarlo.
- ¿Va al médico?
- La primera vez fui a los 50 años. Le tengo miedo. Le tengo mucho miedo a las inyecciones. Le tengo pánico. Voy a una sola enfermera, la única que le tengo confianza, si no me desmayo.
- ¿Hace terapia?
- Sí, pero mi terapeuta no me quiere.
- ¿Por qué?
- Dice que estoy para el alta, pero yo quiero seguir yendo. Me dice ‘pero si estás bien’. Pero yo necesito hacer terapia. ¿Cómo hago para descargar si no?
- ¿Tenés sueños recurrentes?
- Eh (piensa). Que no veo bien y que se me caen los dientes. No sé qué significa eso.
- ¿Cree que en algún momento va a terminarse el capitalismo y será el tiempo de los socialistas?
- Claro. ¿Pero por qué no ahora? ¿Tan poca fe me tenés? Veo que no me votaste.